Marcelo Figueras
Es una pena que Into the Wild, la última película dirigida por Sean Penn, no haya obtenido la repercusión que se merecía. A pesar de haber ganado algún Globo de Oro y alguna nominación igualmente marginal en la tómbola del Oscar, las características de su narrativa -una historia triste, desnuda de falsos consuelos- debe haber convencido a los distribuidores de sus escasos prospectos comerciales. Aquí en la Argentina ni siquiera se la estrenó, condenándonos a contemplar los paisajes del film -panoramas magníficos de los Estados Unidos, con climax en Alaska- rotos por el pixelado del televisor.
Basada en el libro de non fiction de Jon Krakauer, Into the Wild narra la historia real de Christopher McCandless, un chico que al terminar la secundaria con promedio brillante decidió apartarse del sendero más transitado -la universidad, el trabajo formal, la fundación de una nueva familia- para dedicarse a viajar por su país rumbo a Alaska, sinónimo de una tierra indómita que todavía mantenía a raya a aquello que suele llamarse civilización. McCandless rompió sus tarjetas de crédito, donó el dinero de sus estudios a Oxfam y se rebautizó a sí mismo Alexander Supertramp, decidido a convertirse en efecto en un supervagabundo -un émulo contemporáneo de Thoreau.
Más allá de los paisajes, de la sentida actuación de Emile Hirsch y de las canciones de Eddie Vedder, Into the Wild es una tragedia americana con todas las de la ley. El relato de Sean Penn no tarda en revelar que el combustible que puso en marcha a McCandless fue su sed de alguna clase de verdad, en un mundo (y en un país, habría que decir) asfixiado por sus propios artificios. Después de descubrir que lo habían engañado toda la vida -su historia familiar no era la que le habían contado desde pequeño-, y de comprender que esa mentira no resultaba ajena a la violencia que imperaba en el hogar paterno, McCandless huyó hacia delante. Persuadido de que en la naturaleza encontraría esa verdad sin tapujos que su familia y su sociedad le retacearon siempre, la abrazó con el fervor de los conversos. Pero cometió el error de creer que sería tan piadosa como eminente. McCandless murió en algún momento de agosto de 1992, en el interior del ómnibus destartalado que había convertido en su hogar. Posiblemente envenenado por unas semillas que comió -a pesar de que había tomado el recaudo de llevar consigo una guía de vegetales comestibles, Tana’ina Plantlore-, terminó consumido. A la hora de su muerte no pesaba ni 40 kilos.
Aquellos que también buscamos algo de verdad en este mundo de apariencias y mentiras institucionales, haríamos bien en tener en cuenta que el idioma en que se expresa no es necesariamente el que dominamos: no existen guías ni manuales que decodifiquen la verdad. Su fulgor no debería ocultar el hecho de que suele ser cruel. Into the Wild es un pequeño pero conmovedor recordatorio de que la búsqueda de la verdad en nuestras vidas no ocurre jamás en ausencia de riesgo.