Xavier Velasco
Así como la mayoría de los inquilinos de la cárcel jura que es inocente, afuera casi todos aseguramos ser profesionales. Y si no que le prueben a uno lo contrario. Para suerte de pícaros, buscavidas y fantoches, el diccionario ofrece notable manga ancha en alguna de sus definiciones de la palabra ‘profesional’: Dicho de una persona: Que practica habitualmente una actividad, incluso delictiva, de la cual vive. Una vez aceptada en el club de los pros semejante legión de legiones, el diccionario acaba de premiarlos con la última acepción de la palabra: Persona que ejerce su profesión con relevante capacidad y aplicación.
No es por error ni azar que el diccionario abre a felones y cacos las puertas del reconocimiento profesional, si ya la policía se encarga de orillarlos a hacer lo suyo con relevante capacidad y aplicación, amén de que muy pocos oficios castigan el error con tal severidad. Si otros toman la senda del profesionalismo por cariño, ambición o desafío, el que roba o estafa lo hace básicamente pensando en evitarse la calamidad de pasarse los próximos quince años encerrado entre puros aficionados. Ser, en este sentido, profesional, es conocer el precio del amateurismo y a partir de ese punto darse a perder el sueño afinando el control de calidad. ¿Qué malandro no busca ejercer un control a prueba de sabuesos sobre todas y cada una de las variables propias de cada lance, si ya todos sabemos que en el arte de sorprender al prójimo no hay constantes que valgan y sus únicas leyes pertenecen al código de Murphy?
Acción y efecto de profesar, define el diccionario el término ‘profesión’. En lo tocante al verbo ‘profesar’, la Academia establece, entre otras acepciones no tan pertinentes, que consiste en "sentir algún afecto, inclinación o interés, y perseverar voluntariamente en ellos". En caso, pues, de duda, bastaría con averiguar si el prospecto de pro en realidad profesa al proceder. Cosa nada difícil, pues la presencia del afecto, la inclinación o el interés suele advertirse pronto, aunque no tanto como su escandalosa ausencia. Por más que los románticos abismales insistan en no ver el desdén del objeto de sus ansias, uno en el fondo sabe quién lo quiere y quién no. Uno prende la tele y advierte, sin tener que aplicarse mayormente, que el monigote que está ahí cantando no lo hace por cariño ni por gusto ni por mínimas ganas de profesar, y acaso, de poder, elegiría estar en otra parte.
Nada irrita y estorba más al conformismo propio que el profesionalismo ajeno. Y viceversa. Una vez que los sentimientos se involucran en un cierto proyecto, se desarrolla un miedo visceral a fracasar en el querido empeño, hasta el extremo de equipararse involuntariamente al criminal, que tampoco se atreve a contemplar la posibilidad nefasta de ver frustrado el plan. Corrijo: El Plan. Profesar es poner en la mira al desafío soñado, ir hacia allá y prender fuego a las naves. No es que el profesional sepa más que los otros, sino que se ha prohibido fracasar, de modo que lo que uno menos terco juzgaría un fracaso parece, a los ojos obsesos de nuestro personaje, nunca más que una curva en el camino. Que es lo que le sucede al ladrón que ya trae tres patrullas detrás pero conserva viva la certeza de que los aguafiestas de azul van a acabar pelándole los dientes, y eso cuando menos.
Keith Richards, otro pro con escasas simpatías entre los de uniforme, ha dicho alguna vez que un músico profesional no es el que hace rugir a un estadio repleto, sino el que puede llegar a un restaurante con su guitarra, proceder a lo suyo y lograr que le sirvan un plato de comida. Joderte alegremente por lo que amas, qué otra cosa al final es profesar.