Marcelo Figueras
En términos de la más pura especulación: ¿cómo debería proceder hoy un policial latino, cuáles serían sus coordenadas esenciales? La narrativa policíaca es en su mayoría de tradición anglosajona. Con el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe, arranca centrada en la figura del investigador, que puede ser privado (como Dupin, como Holmes, como Marlowe) u oficial como los inspectores Dalgliesh y Wallander, y también la Jane Tennison de la miniserie Prime Suspect. Aquí surge ya un primer problema. Sé que Andrea Camilleri se las ingenió para darle carnadura al inspector Montalbano a pesar de que Italia está a la orden del día en mafias y corrupciones (no leí nada suyo aún, me propongo hacerlo ahora, después de la experiencia Wallander: ojalá me vaya mejor), pero en el mundo hispanoparlante, o para ser más específico en América del Sur, la figura del investigador oficial nos resulta infumable.
Seguramente existen policías ‘buenos’, pero no conocemos ninguno. Y como nos consta que la corrupción no es sólo personal sino ante todo institucional, resultaría difícil que nos tragásemos una historia protagonizada por el único policía bueno en el seno de una asociación podrida. Ese policía no duraría ni cinco minutos en su puesto. No podría contar con sus superiores ni con sus subordinados, y ni siquiera con jueces o fiscales, que forman parte de otra institución con problemas estructurales no muy disímiles. Tratar de volver verosímil su historia demandaría un esfuerzo tal al escritor, que el enigma que debe estar en el centro del relato terminaría desluciéndose.
¿Deberíamos apostar, pues, a la figura de un investigador privado? Aquí surgen otras complicaciones. Los investigadores de la habitualmente llamada ‘escuela británica’ (Dupin, Holmes) son hijos de un mundo al que se consideraba recto en su esencia: el crimen funcionaba como una desviación de esa rectitud, la mancha en un mundo de luz que el detective limpiaba para que todo siguiese como antes -como debe ser. Los investigadores de la narrativa negra corrigieron esa percepción desde una perspectiva que es esencialmente política: en este sistema que nos toca vivir, el crimen no es la excepción sino la norma. Tal como dice la cita de Brecht que a Ricardo Piglia le gusta repetir: es más criminal fundar un banco que asaltarlo. La raiz misma del asunto está jodida. El nuestro es un mundo en que el hombre es el lobo del hombre, un sálvese quien pueda, una sociedad que no reconoce otra ley que la del más fuerte -y el más fuerte suele ser aquel que tiene más dinero, o quien sirve a los señores del dinero, como nuestros ocasionales dictadores, como nuestras fuerzas de "seguridad", como nuestras instituciones de "justicia".
El sistema está podrido. No habla otro lenguaje que el del dinero, que contamina del mismo modo que el poder: arruinando todo lo que toca. Claro, siempre existe la posibilidad de ponerse al margen del dinero. Piglia destaca que a pesar de las tentaciones que se le cruzan por delante, el Philip Marlowe de Raymond Chandler insiste en cobrar tan sólo la tarifa diaria que ha puesto a sus servicios: ni un dólar menos, pero tampoco un dólar más. Esa tozudez funciona como principio moral. Marlowe cobra lo suficiente, se determina a no necesitar más para vivir. Al dar la espalda a las tentaciones con que la sociedad de consumo nos bombardea a toda hora, no se coloca fuera del sistema pero sí en su límite: nadie puede corromper a aquel que nada (más) necesita.
Pero la del investigador privado no deja de ser una institución en sí misma, una pequeña empresa que en el mundo anglosajón puede dar módicas utilidades. En América del Sur, una empresa similar sólo funcionaría a pérdida. No le llevarían más casos que los de maridos o esposas infieles, o pequeñas disputas vecinales. ¿Se imaginan a Marlowe trabajando en trueque por una gallina o un cajón de bananas? Crear una oficina de investigaciones privadas que sobreviva aunque más no sea al día también reclamaría del escritor un esfuerzo para representar un verosímil que quizás no valga la pena. Sin mencionar que en los últimos años las empresas de investigación privada que sí funcionan se han visto obligadas a dedicarse a actividades non sanctas -espionaje industrial y político, wiretapping- además de haber absorbido los servicios de tanto ex policía y ex militar perseguido por las asociaciones de derechos humanos. No, las compañías de investigación (aquí prefieren llamarlas "de seguridad") son otro reducto de los malos. Habría que buscar en otra parte…
Esto va para largo. La sigo la próxima.