Xavier Velasco
Corren tiempos tiernitos, por lo visto. El Comandante en Jefe del Ejército Más Poderoso del Mundo digiere la noticia sobre sus cuatro mil soldados muertos en Irak abrazado a un conejo de peluche. Algo que pocos niños hacen después de cierta edad, menos aún en público o delante de un fotógrafo. Ya con nueve o diez años, una publicidad como esa habría hecho pedazos mi de por sí mermada reputación escolar. Me imagino llegando a clases abrazado a mi conejito de peluche… y saliendo más tarde con los huevos de pascua machacados. Pero eso no le pasa al Presidente Bush, que a falta de un discurso propiamente guerrero lanza contra sus duros enemigos -el eje del mal, ha dicho- un dardo al corazón: Soy tierno.
Saddam Hussein solía disparar kaláshnikovs a medio balcón. Sus hijitos se divertían ametrallando parvadas enteras de patos. Y así les fue, claro. El mensaje es que de ahora en adelante los niños bravucones no podrán ya abusar de los niños tiernos, y todavía menos de los niños mejor armados que ellos. Que es el caso del hombre del conejito. Cuatro mil muertos y diez mil mutilados o incapacitados son números a la medida del mensaje. O en fin, a la medida del conejo, cuya cabeza es varias veces más voluminosa, y quién sabe si no también más entendida, que la del niño del pelo entrecano. Es tiempo de llorar y patalear, y eventualmente destripar al maldito conejo. Toma, animal imbécil, para que veas quién manda en esta casa. Armar una revuelta planetaria porque no me gustaron los ojos del conejo y además yo quería el del aparador.
Todos hemos querido abofetear un día a un niño así. Toma, escuincle culero, y si me acusas te saco los ojos. Lecciones provechosas, por supuesto, que sin embargo muchos no hemos sido lo bastante generosos para brindar a tiempo. El mundo, con razón, se escandaliza por los niños maltratados, pero no existe quien alce la voz contra esos bravucones de resortera y chantajistas de conejito que desde muy pequeños se enseñan a manipular arteramente al mundo. ¿Qué iraquí con un mínimo sentido del decoro no habría querido reventarle los belfos a los niños Hussein, que ya entonces vivían acostumbrados a presenciar torturas y ejecuciones?
-¿No va a querer su cena, niño Jogito?
-Cállate ya el hocico, criada infeliz, por tu culpa llevo cuatro mil muertos.
Recuerdo que a partir de los ocho, nueve años, los muñecos de peluche servían para dos cosas: pretender inocencia y desahogar la mala conciencia. Míralo, pobrecito, ¿no te da ternura? Y uno fingía que no escuchaba nada, se aplicaba a adueñarse del papel de estrella frente a un público pleno de gratitud. ¿Quién va a creer que un angelito así pudo haber insultado a la recamarera? ¿No es cierto que la forma en que se abraza al conejito es prueba contundente de su naturaleza angelical? Y adentro de Jogito suenan tambores y clarines victoriosos porque mamá va a terminar echando a esa chismosa a la calle y ni ella misma supo ni mamá va a enterarse que me oriné en su sopa, ja-ja-ja.
Un niño acostumbrado a vencer en secreto a los adultos es poco menos -a veces poco más- que un Godzilla en potencia. Tal como los políticos manipuladores se valen, de los nazis para acá, de un chamaco para tomarse la foto, los niños consentidos hacen desfachatado uso de la ternura para manipular a sus mayores más maleables. No me consta, por cierto, que la fotografía de George W. Bush abrazando al conejo sea un estricto acto de cinismo, pero prefiero eso a pensar que es sincero, perspectiva esta última que ya de entrada me revuelve el estómago. Todos hemos temido vomitar algún día sobre un niño así.
You took my lips, you took my love… so tenderly, cantaba Sarah Vaughan desde un piso distinto de la ternura. Ay, la ternura. Podría uno hacer niños a lomos de esa música. Y hasta maleducarlos, no faltaba más.