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Presente, profesor

Por 19 de febrero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Siempre es más fácil imantar lo peor, especialmente cuando está en el recuerdo. Olvida uno lo que le hacía bien, no así las cosas que le fastidiaron, acaso porque aún le habitan en secreto y hasta se han hecho parte de su carácter. Somos antes moldeados por nuestros enemigos que por quienes nos quieren; con frecuencia termina uno por parecerse a lo que más detesta, o a lo que puso enjundia en evadir. Luego lo rememora con aborrecimiento renovado, como si ya con eso lograra exorcizar al demonio que un día se le incrustó en el alma y la manchó de bilis y amargura. Lo de menos es si era para tanto, pues el rencor antiguo no quiere licitud, ni pretende justicia; su función es buscar una revancha íntima que le permita a uno considerarse mejor persona que aquél que le agravió, tal vez nunca a propósito. Como es el caso, a veces, de los profesores.

     Con alguna frecuencia me divierto lanzando maldiciones contra esos profesores que parecían deleitarse más en repartir castigos que enseñanzas, e incluso se ufanaban de zorrajar más ceros que ningún otro. El día que uno de ellos me presentó ante dos centenares de alumnos, y luego ante mi madre, como el peor alumno en la historia de su jodida escuela, debí haber entendido que el fracaso era suyo. Aunque ya lo difícil habría sido convencer a mi indignada madre (que me obsequiaba con pellizcos indiscretos en tanto el profesor abundaba en detalles sobre el caso perdido que era yo) de una tesis así de novedosa. Hasta hoy, sin embargo, recuerdo a aquellos profesores lasallistas, que se decían estrictos sólo por disparar los ceros a mansalva, como unos fracasados y unos sinvergüenzas.

     "Un escritor conformista muy probablemente es un bandido, y con seguridad es un mal escritor", escribió alguna vez Gabriel García Márquez. Si reemplazamos "escritor" con "profesor", la máxima funciona con igual contundencia. De ahí, quiero pensar, que recuerde más fácil a los bandidos, cuando lo procedente sería mostrar alguna gratitud hacia quienes tomaron como propio el desafío de quitarme lo burro, y quién sabe si no habrán considerado derrotas personales cada uno de aquellos exámenes vacíos de respuestas que los forzaban a plantarme un cero. Que lo eran, al final. De ahí que un profesor que encuentra orgullo personal en reprobar a multitudes de alumnos sea con toda certeza un fracasado supino y debiera ser echado a la calle.

     Fracasa siempre quien detesta lo que hace, y a algunos se les nota desde lejos. Podemos verlos siempre en busca de culpables, ávidos de revancha, y es así que de pronto ya no son ellos, sino uno mismo quien se da a enarbolar vicariamente aquellas frustraciones, igual que el exorcista que vuelve en sí con el demonio adentro. ¿Cómo culparlos, tantos años después, por el cochambre que uno mismo se ha esmerado en alimentar? Pienso en esos colegios pedagógicamente correctos donde aún los escuincles endemoniados son tiranuelos cargados de razón y todo adulto es un torturador implícito, entonces me horrorizo más aún ante la perspectiva de soportar a semejantes monstruos autoritarios. Tal vez la gratitud del ex alumno consista solamente en sobrevivir a la clase de horma que le tocó, si de uno u otro modo no hay horma que acomode.

     No incurriré, por cierto, en la cursilería de agradecer a aquellos desdeñosos padrastros matinales la cantidad de obstáculos que me impusieron en el camino que hasta acá me trajo, pero si veo las cosas con alguna frialdad no me habría gustado estar en su pellejo. Debieron de sufrir a edad temprana el acoso de profesores seguramente más rígidos que ellos, y quién sabe si no, ya en el trabajo, la presión inclemente de un director malamado, de cuyo veredicto dependería su puesto o su salario. ¿Quién sino uno, al fin, conoció tan de cerca sus debilidades, su mezquindad secreta, su miedo a parecer irrespetables? ¿Cómo saber si la mayor lección en literatura alguna vez recibida consistió en reprobar la materia y darse el lujo de enorgullecerse?

     Se cuenta que una vez dos de los integrantes de The Clash se acercaron al viejo gurú Pete Townshend para solicitarle consejo y bendiciones, y él por toda respuesta los envió sin escalas al carajo, arguyendo que su deber moral -esto es, la única forma de gratitud aceptable- no era idolatrarlo, sino escupirle. Vaya, pues, esta escupitina cariñosa para los malos, y dos para los buenos, que bien merecen parrafadas aparte. Ya la canción lo dice: I’m not down.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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