Xavier Velasco
Apenas anochece cuando arrecia el rugido. Subes a la recámara, te asomas al balcón y te miras tan frágil como esos espectaculares que ahora mismo se están viniendo abajo en otras partes de la ciudad. Supones que exageras cuando percibes aires apocalípticos en este ventarrón desenfrenado que ya apagó las luces en todo el horizonte. Subes a la terraza tras los perros, que en momentos como éste suplantan los ladridos por aullidos lobunos que dotan a la atmósfera de un aire tan siniestro que comienza a gustarte, toda vez que es tu tribu la que ahora patrocina los efectos especiales. Las antenas oscilan y prefieres no imaginarte lo que podría pasar si al viento se le ocurre llevarse a la más grande como una sombrilla. Mary Poppins From Hell.
Cuando vuelve el silencio se han ido ya las últimas sombras de la tarde. Recuerdas que la MacBook está sin carga y el no-break también. Intentas el teléfono pero algo pasa con las comunicaciones. Cuando por fin consigues hablar con alguien, te enteras de que no hay semáforos en media ciudad. Hubo un muerto, te dicen. Le cayó encima un árbol, dentro del coche. En términos estrictamente personales, todo el Apocalipsis se puede reducir a un apagón definitivo en el interior del coche. Sin rechinar de dientes, ni caballos, ni Bestia. De la nada y por nada. Muchas gracias y adiós, la salida está al fondo. Cualquier día vienen y te lo dicen a ti.
No hay una sola vela en la casa. Te alumbras con el mismo Treo 650 que te mantiene en contacto con lo que pueda quedar del mundo. Das con el PSP, los audífonos, una barra de Snickers, un par de almohadas. Podrías intentar escribir en el Treo, pero esta suerte de fatalismo bíblico apenas si te deja escurrirte hacia afuera de la nada imperante por vía de un veneno que acaba de cortarte los lazos con el resto del mundo. Chet Baker, Time After Time. Si el mundo se viniera abajo ahora mismo, te agarraría al menos con Baker & Snickers. Morirías sonriendo, eso sí.
Te preguntas qué música oiría el hombre del coche cuando le cayó el árbol encima. Tendría prisa, acaso. Como tantos ahora, sin luz ni semáforos. Como tú no la tienes porque Chet Baker no lo permite. ¿Cuánta gente estará cantando en el día y la hora que te apaguen la luz para siempre? ¿Por qué los padres de antes prohibían a sus hijos escuchar música durante Semana Santa? "Sólo música sacra", concedían, pero no incluían allí a Van Morrison. Tampoco había PSP, ni llegaban a México los Snickers. Había que contentarse con el siniestro espectáculo de la quema de Judas el sábado de Gloria. Que no era poco, al fin. Pero un momento: ¿qué estás haciendo allá, tan lejos del tema? ¿No será que Chet Baker te ha pegado tan fuerte que te escapas igual que un niño a su cuarto de juguetes?
Siempre que la naturaleza se manifiesta de forma violenta, incontables parejas se entregan a besarse instintivamente, resueltas a llegar a mayores por el bien y el futuro de la especie. A saber si los perros aullarán de pasión. Por lo pronto, sus aullidos entran en los audífonos y se cuelan a lo hondo de la canción, intrusos bienvenidos. Piensas en besos largos y remotos. Besos con aquel mismo sabor a Snickers. Ahora mismo deben de estar engendrándose nuevos ciudadanos que tal vez nunca sepan que son hijos casuales de un ventarrón, como otros lo serán de un huracán, un derrumbe o un ataque terrorista. De repente la cercanía de la muerte llama con desesperación a la vida, tal como la negrura deja paso a la luz. Chet Baker lo sabía, nada tan luminoso como sus crepúsculos.
Cuando vuelva la luz te habrás dormido. Despertarás ya con el sol arriba, recordarás el pequeño tornado y prenderás la tele preguntándote si otro ventarrón no habrá cargado ya con las antenas. Ahí estará la imagen, sin embargo: antenas y satélites en su sitio de siempre. También la corte de aparatos resurrectos que de nuevo sostienen la mentira piadosa de que estamos seguros y todo va a seguir por siempre así. Como decía Chet Baker, time after time.