Javier Rioyo
Joe Gould era un hombrecillo risueño y demacrado que fue muy conocido en los comedores, bares y tugurios de Greenwich Village. Algunas veces subía hasta Central Park. Se paraba en algunos tugurios, en alguno de esos bares que estuvieron llenos de irlandeses, de neoyorquinos de variada procedencia. Uno de esos lugares era Clarke’s donde nunca tomaba una hamburguesa. Ni siquiera unos huevos Meredith. También lo podría haber hecho, pero nunca lo hizo, en J.G. Melon, en Smith and Wolensky. Me parece que en aquellos años -en la década de los 40- no estaba abierto el muy carnal Peter Luger de Brooklyn. Tampoco me hubiera hecho con las carnes de los garitos del Mercado de la Carne. No creo que tomara el pastrami de Katz’s. Pero desde luego le conocían muy bien en la barra de Fanelli´s. Le conocían muy bien en todas las barras del Village y en muchas de la vieja ciudad. Joe Gould era un genio superviviente, no había comido bien desde un banquete en Cambridge antes de la Primera Guerra Mundial, estaba orgulloso de no ser un paleto aunque era un gran tipo que sólo presumía de sus carencias. Se alimentaba de las salsas de ketchup que era la única cosa que no te hacían pagar en los bares. El bohemio Gould, el penúltimo neoyorquino, estaba preocupado en otras cosas, en terminar su magna obra Historia oral de nuestro tiempo.
Los de pueblo, los paletos en Nueva York, somos muchos y de toda condición. Yo soy de un pueblo llamado Madrid, un pequeño lugar que quiere ser cosmopolita, abierto y sin complejos desde hace unos cuantos siglos. Paleto en Nueva York fue Lorca, de su pueblo Fuentevaqueros, pasando por tascas madrileñas como “Carmencita”, fue capaz de encontrar el alma, y lo desalmado, de esta ciudad. También de su pueblo de Huelva, del limpio y silencioso Moguer, vino hasta NY con su sofisticada mujer Juan Ramón Jiménez, Hizo un poco el paleto, el cateto, pero supo paladear lo bueno y fue un viajero que escribió después de pasar por la ciudad de ciudades, Diario de un poeta recién casado.
Cateto, quiero decir de pueblo segoviano e hijo de un guardia civil, fue uno de los más elegantes pintores de la mejor escuela pictórica de esta ciudad, Esteban Vicente. También de su pueblo, de Barcelona, pero muy madrileño, fue Felipe Alfau. Otro de los españoles atrapados en esta ciudad. Uno de esos exquisitos escritores que también frecuentó tugurios y tabernas. El autor de esa deliciosa rareza que es Locos, que tanto gustaron a Mary McCarthy y a otros que le leyeron en su adoptada lengua inglesa. A mí me fascinó en español.
Paleto, cateto, también dos amigos que viven entre esto y aquello, Antonio Muñoz Molina, de un pueblo de Jaén, nada menos que de un lugar llamado Úbeda. Refinado lugar desde mucho antes del renacimiento. Con Muñoz Molina que conoce muy bien la ciudad -casi tanto como el escritor Eduardo Lago, premio Nadal por una novela pensada y escrita entre Brooklyn y Manhattan– he estado en ese lugar al que de vez en cuando vuelvo, ese lugar llamado Clarke’s que nada gusta a un refinado seguidor de Sánchez Dragó. Espero que su pasión llegue hasta dónde él quiera. Incluso me importa un higo, o dos, si lame ciruelos.
En esta ciudad, en NYC, donde desde hace 30 años vive el muy mundano, sabio galerista del arte del mueble del pasado siglo, mi amigo de un pueblo de Orense llamado Miguel Saco, es uno de los guías de lujo por la ciudad oculta, prohibida. Visible, lujuriosa, clásica, nueva y vieja. Saco, que es uno de los secretos mejor guardados del arte español, se reía cuando le comenté que no le gustaba a un no se qué residente en NY que hubiéramos comido en ese lugar donde varias veces lo hicimos. En fin tampoco le extrañó nuestra cita a Manolo Valdés, paleto de Valencia, residente en NYC. Incluso a algunas de mis más queridas neoyorquinas, y de Madrid y Granada, las hermanas García Lorca las he visto comer en garitos peores. Además cantar después de haber cenado. Y también beber. Eso sí confieso que también nos gusta el “Four Season’s”. Y el bar del primer hotel que hace décadas conocí en NY, el Gramercy. Sin hacer ascos a repetir cóctel de “Employees Only”. Hay una camarera paleta, una de la América profunda que me encanta. Eso sí, esta noche me lamentaré en “The Village Vanguard” de las prisas de mi artículo de la otra noche. La culpa mía. Las faltas, la incorrección y lo relajado de esta ciudad. Una ciudad fantástica para catetos. También para turistas. Incluso para residentes pedantes. Una ciudad desde donde añoro esa tasca madrileña de callos tan caros como angulas. Me tengo que refinar los gustos. Hoy tengo cita en “The Modern”, que me gusta a pesar del nombre.
Perdón, a mí también me duelen mis faltas. Aunque tengo tildes, no tengo tiempo. Lo siento.