Marcelo Figueras
Los aviones son un sitio inmejorable para leer. En el trayecto Tel Aviv-Frankfurt (dicho sea de paso, el aeropuerto Ben Gurion es el único cuyo duty free ofrece carritos de supermercado para comprar a lo bestia) di cuenta de The Road, la nueva novela de Cormac McCarthy. Hacía mucho que venía oyendo comentarios exultantes sobre este escritor. De hecho me compré hace algunos meses No Country For Old Men, que aún no pude leer; ahora que se ha convertido en una película de los hermanos Coen, protagonizada por Tommy Lee Jones y Javier Bardem, no sé qué prefiero hacer primero, si leer o ver el filme: cualquiera de las posibilidades me llena de emoción, y a la vez del temor de que una experiencia anule a la otra. En estos días se habla mucho de una posible versión cinematográfica de The Road, protagonizada posiblemente por Viggo Mortensen. Pero en este caso ya no padecer el dilema. Como ya he dicho, le The Road en el avión, de una -literal- sentada. La película vendrá después. Si es que existe un después.
The Road es una historia post-apocalíptica. Un hombre viaja junto a su hijo pequeño rumbo al Sur, en busca de latitudes más cálidas -es consciente de que no podrán sobrevivir otro invierno tan crudo como el que acaban de dejar atrás-, después de que un cataclismo innominado haya arrasado con el mundo entero, o al menos con los Estados Unidos. La inmensa mayoría de la población ha sido diezmada. (McCarthy no pierde tiempo en explicar cómo, o por qué: todo lo que le concierne es ese hombre y ese niño.) No hay animales. Las frutas y verduras se han echado a perder. Todos los paisajes están cubiertos por una inquietante ceniza. Y los sobrevivientes se han entregado al salvajismo: las prácticas caníbales son comunes, porque en esa Tierra reseca no ofrece otras alternativas al hambre.
El hombre y el niño -que ni siquiera tienen nombre propio: son apenas eso, nada más y nada menos que eso, hombre y niño- se resisten a pensar en la posibilidad de comer carne humana. Las escenas que presencian durante su peregrinaje tienen mucho de dantesco; como hay tanto de bíblico en el tono que McCarthy emplea, no cuesta nada remitirse a las narraciones sobre el sitio que los babilonios establecieron sobre Jerusalén. (Recuerdo, por ejemplo, el episodio de la madre esperando parir para poder alimentarse con la carne del recién nacido.)
Creo que McCarthy no perdió tiempo en explicar las causas de este apocalipsis porque será redundante: están allá, al alcance de cualquiera, basta con leer los diarios. Apenas despego me entero del atentado en Siria, de la amenaza de Irán de atacar territorio israelí en caso de resultar agredida por los Estados Unidos, de la nueva condena de Rice a Hamas -una criatura que en todo caso han contribuido a crear, y a la que ahora amenazan con cortar el suministro eléctrico y de agua en su bastin de Gaza; si cumplen con esa promesa no habrá necesidad alguna de rodar una película, porque Gaza se convertirá en The Road, o viceversa.
Como en el viejo poema de Yeats, dondequiera que miramos se percibe que "los mejores carecen por completo de convicción, mientras que los peores / están llenos de una intensidad apasionada". McCarthy trabaja a consciencia con el mismo lenguaje profético, y con las mismas intenciones: "La fragilidad de todo revelada por fin. Viejos y problemáticos asuntos que se ven resueltos en la nada y en la noche". En el mundo desprovisto de electricidad de The Road, la oscuridad es visible y lo cubre todo.
Pero a pesar de la dureza de lo que describe, y de la sensación de inexorabilidad de ese apocalipsis (nunca le sobre una destrucción que sonase más próxima, más inevitable), McCarthy se aferra a la esperanza con la misma obstinación que mueve a su protagonista a seguir camino. Ese hombre no tiene otro deseo, otro objetivo en la vida, que el de proteger a su pequeño hijo. En medio de una situación desesperante, ese amor que se mantiene tan puro y tan constante me hizo llorar como una criatura; porque como no tengo más remedio que ver la estupidez criminal que impera en el mundo -cómo no verla, si me la refriegan a diario en la jeta-, sí que también habitan en nosotros sentimientos de infinita delicadeza, una vocación inconstante por la belleza -y por la belleza que existe en la justicia.
El niño le pregunta a su padre una y otra vez si ellos son "los buenos", y si existe otra gente buena además de ellos. El padre responde que sí aunque en el fondo lo dude. Esa falta de fe le impide llegar a la tierra prometida, un destino parangonable al de Moiss. No debemos cometer el mismo error: aunque todo parezca sugerir lo contrario, la gente buena existe. Ellos son nuestra única esperanza, del mismo modo en que nosotros lo somos para ellos. Necesitamos contar los unos con los otros, aunque todavía no nos conozcamos. Saber que la mano estará allí en caso de precisarla, del mismo modo en que un niño da por sentado el amor de su madre o de sus hermanos. Un paisaje sencillo y conmovedor de The Road explica en tres líneas la incondicionalidad del amor que nos debemos:
El niño se moví dentro de las frazadas. Entonces abrí los ojos. Hola, Pa, dijo.
Estoy aquí.
Ya lo sé.