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Cada quien su camposanto

Por 17 de septiembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

“No te veo madera de político”, me dijo entonces aquel individuo antipático que para todo parecía tener respuesta, y yo lo aborrecí en secreto, como lo habría hecho con cualquiera que me soltara una verdad de ese tamaño. Recuerdo que gustaba de referirse a los más encumbrados funcionarios federales por sus nombres de pila. “Ayer cené con Jorge, mañana tengo que ir al cumpleaños de Carlos”, alardeaba, y a mí me daba náuseas la idea de mirarme en su lugar, tuteándome con esos miserables a los que día con día veía en los periódicos, repartiendo sonrisas entre ávidas y cínicas. ¿Por qué entonces seguía estudiando para político? ¿No era verdad, por cierto, que mi caso resultaba más alarmante que el suyo? El tipo era un fantoche, pero tenía el olfato suficiente para reconocer a un desubicado.

“Cuando termines la carrera, ven a verme para que te presente con mis amigos; ya lo demás correrá por tu cuenta”, me prometió, mas en lugar de hacerme ilusión, su oferta me dio pánico. Sentí de pronto un deseo imperioso de seguir para siempre en la universidad, antes que verme enfrente de los amigos de aquel político al que ni muerto habría tratado de colega. ¿Qué me costaba sonreírle, agradecerle, hacer al menos uno entre sus seductores aspavientos? Me costaba la vida, a lo mejor. ¿Qué tal si de verdad le caía bien y me cumplía aquella espeluznante promesa? ¿Y si me convertía en otro fantoche?

Años después, me topé con El lado oscuro del corazón, la película de Eliseo Subiela donde la muerte sigue al protagonista en la persona de una mujer penumbrosa que insiste en convencerlo de que abandone la escritura y se consiga algún trabajo útil. Entendí entonces la incomodidad que me paralizó cuando el fantoche de marras me prometió una ayuda que parecía más la pena capital: alguien adentro me decía que aquél tenía que ser un emisario de La Muerte Misma, que desde las tinieblas me proponía una cómoda defunción a plazos. Y eso que entonces nada sabía de Odorico Paraguaçu: eminente prefecto de la ciudad imaginaria de Sucupira.

Lo conocí hace unas cuantas horas, en la persona del actor pernambucano Marco Nanini, famoso por su entrega en los escenarios y ahora protagonista de El bien amado. Por eso no era él, sino Odorico mismo quien alzaba las manos y pedía la preferencia de los electores. “Vote por un hombre serio y gane su cementerio”, reza la propaganda del candidato que se gana el cargo mediante la promesa de construir un nuevo panteón. Innumerables carcajadas más tarde, sucede que ha pasado ya un año desde que el camposanto fue terminado y Odorico no puede inaugurarlo porque nadie se ha muerto en Sucupira.

A lo largo del resto de famosa la obra de Dias Gomes, el prefecto concentrará sus esperanzas en la muerte del próximo sucupirano, sin la cual la gran obra de su administración seguirá careciendo de sentido, para deleite de sus opositores. Hasta que sea él mismo quien con su fiambre ocupe la primera tumba. Afortunadamente, la actuación de Nanini es lo bastante espectacular para que uno celebre esas calamidades tan familiares como si nunca las hubiera visto de cerca. Diríase que toda la obra —que hace décadas fuera convertida en una memorable serie televisiva, protagonizada por Paulo Gracindo y musicalizada por Toquinho y Vinicius de Moraes— fue montada sólo para lucir al nuevo protagonista, que hoy por hoy causa sensación en Rio de Janeiro y convoca entre el público al entero Who’s Who del teatro brasileño.

Nadie sabe, se dice, para quién trabaja. Ahora que he recordado a aquel político del que jamás me convertí en colega, no descarto la posibilidad de que fuera un arcángel, destinado a advertirme que de seguir por ese camino siniestro terminaría haciéndome mi propio panteón. De modo que esta noche escribo sospechando que fui un ingrato. Si he sabido, le beso los pies.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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