Javier Rioyo
Llegué el domingo por la tarde. No tienen los domingos en NY esa cualidad silenciosa de los domingos en otras ciudades. Tampoco la tiene Madrid. Hay entretenidos atascos para llegar al hotel y en el coche que me transporta el conductor se ha empeñado en hacerme católico a golpes de radio. Una hora escuchando una especie de "Radio María" en versión neoyorkina latina, ¡no recuerdo peores torturas! Mi educación, lo que queda de ella, me hace soportar estoicamente esa locura de religión y música hortera. Tengo mejor carácter porque NY me excita. La ciudad siempre es la gran seductora. Están las cosas, menos algunas tan universales y gemelas, en su sitio. El ruido. Las prisas. También las pausas. Al menos las de los ricos y de los muy pobres. Parecen ser los úncos que no llevan el ritmo de esta ciudad poderosa como una enorme ballena.
Una compañera de asiento en el avión, tan necesitado de modernizar como tantos de IBERIA, me cuenta que vive en Nueva Jersey, es brasileira, descendiente de judíos huidos del nazismo. Ella quiere ser rica, casarse con un futbolista y no pasar las penas de sus ancestros. No sé si lo conseguirá. Le gusta leer. Prefiere a Machado de Assis a Paolo Cohelo. También me dijo que el libro que más le había impresionado era el Evangelio de Saramago. Me pide recomendación española. Está descubriendo a un tal Cortázar. Yo la guío por los caminos de Borges y Vila Matas. También una novela neoyorkina, de Broklyn de Eduardo Lago que ganó el premio Nadal. Y los textos de Muñoz Molina sobre Nueva York. Se me olvidó recomendar los poemas de esta ciudad de Federico. Ya los encontrará. Aunque no creo que se haga millonaria.
Pierdo mi móvil, seguro que en el incómodo avión. Me quedo bastante desconectado. Tiene su cierta gracia. Salgo a cenar con amigos españoles en esta ciudad. Les digo que quiero algo muy neoyorkino, una hamburguesa, por ejemplo. Les termino llevando yo a unos de esos sitios que me gustan, que soportan los cambios de esta parte de la ciudad desde hace más de cien años. no muchos turistas. Y muchos jóvenes o otros buenos comedores autóctonos. El lugar se llama Clarke’s, un clásico, con sus viejas fotos de boxeadores y esas otras de la vieja ciudad. Está, por si alguno tiene las tentaciones carnales, en la 3º con la calle 55. Conozco otros, ya hablaremos. Les cuento la sorpresa de mi compañera de avión por el ascenso irresistible de los hispanos. En su pueblo, al lado de New Jersey, en un supermercado pone en la puerta: "No se habla inglés".
Para huir de la invasión hispana, terminamos la noche en un lugar lleno de fanáticos seguidores del último partido de beisbol de la noche. Unos fanáticos. ganaron a los de Boston. Gritan con sus novias, celebran, beben cerveza. Me suena. Vuelvo al hotel y me doy cuenta que nada cambia demasiado. El Atlético sigue sin ganar. Intento dormir. Mañana me esperan las calles de Manhattan.