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Hocicos arcangélicos

Por 30 de agosto de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Don Vittorio y el joven Boris difícilmente acaban de aprobar mi afición terca por la musa ausente. No han siquiera empezado, la verdad; ya bastante trabajo me costó que a su paso dejaran de gruñír. Boris pesa algo más de cincuenta kilos, Vittorio poco menos de sesenta. Maestros en el arte de seducir y extorsionar a las visitas, son hostiles sólo con los extraños y los idiotas, y a estos últimos los reconocen a partir del gestos delatores, como empuñar y alzar una escoba en su contra. He visto a dos vecinos y un jardinero lanzar la escoba por los aires y correr literalmente despavoridos luego de pretender intimidar a Don Vittorio, cuyos parientes montañeses tienen por costumbre despedazar lobos y desquiciar osos. Aquí, no obstante tanta y tan resuelta corpulencia, son poco más que arcángeles. Por eso tengo que tragarme la risa cuando alguien me pregunta si me ha costado trabajo educarlos.

¿Yo, educarlos? ¿Qué les puedo enseñar a los tipos más sabios que en vida he conocido? Por lo demás, ambos son refractarios al papelón de alumno aventajado que da autoestima al pastor alemán. Antes que obedecer, opinan con sus actos. Se manifiestan. Y el colmo de esto es que suelen ganarme cuatro de cada cinco de nuestras polémicas. Diríase quen en ciertos puntos son poco razonables porque saben que tienen la razón. No obstante, como todos los grandes seductores, compensan terquedad con gentileza; por eso les aburren las polémicas, pero al fin son inmensamente pacientes para con la pasión controladora que define a mi especie. Su misión es, al cabo, educarme. Por eso a veces no estoy tan seguro de no engrosar las listas de quienes aún viven como hijos de familia: sin ellos, mi vida sería un caos sin figura ni orillas. Basta que un día vayan al peluquero para que cunda aquí un silencio estridente y el monasterio se me vuelva prisión.

Pertenezco a una especie soberbia en su ignorancia. Menospreciamos lo que no entendemos y además exigimos ser entendidos, incluso y sobre todo cuando no nos hacemos entender. Pero Vittorio no tiene prisa: cada vez que me pongo idiota porque supongo que no me ha entendido, él espera a que yo comience a entenderlo. Cuestión de persistir, negándome resuelta y repetidamente su obediencia. Cualquiera entiende, aparte, lo complicado que es hacerse obedecer por un cuerpo de más de cincuenta kilos de peso, cuya intuición e información genética son intrínsecamente superiores. Por eso tanto él como Boris opinan, discretos pero enfáticos, que una musa es tan necesaria en esta casa como una lancha de doble motor, y es así que en ausencia de la etérea de marras se prodigan en mimos, gracias y monerías, como si de esa forma quisieran empujarme al precipicio de la comparación. ¿Explica eso que cada día me simpaticen menos los hoteles, pues en ninguno hay una nariz húmeda que tenga la bondad de despertarlo a uno como la gente?

He llegado a creer que Don Vittorio entiende cada una de mis palabras, y hoy apenas me extraña que Boris esté cerca de aprender a leer el pensamiento, si es que no lo ha venido haciendo desde siempre. El hecho es que conozco realmente poco de ellos, comparado con el ancho dossier de mi persona que los dos alimentan y consultan cada día. Saben todo lo que hice y mucho de lo que haré, incluidos los errores que no los dejaré evitar pero, sabios que son, se sienten cómodos dejándome creer que sé lo que hago y me las arreglo solo: un cuento chino que se viene abajo cuando vamos los tres en un solo auto, yo chofer y ellos dogstars, y así me miro parte de un acorazado de ciento ochenta kilos de carne, hueso y colmillos al que ningún malandro querría importunar. Aun durante las atroces embestidas de la página en blanco, cuando detrás se asoma la sombra de la nada enseñando sus fauces purulentas de hastío, mis dos cómplices le hacen frente con la fiereza de un terminator silvestre. Y de pronto para eso no necesitan más que tumbarse junto, dormírseme en el muslo y dejarme escuchar la querida cadencia de sus resuellos.

Debe de ser terriblemente agotador tener que sostener al mundo entero con menos de sesenta kilos de peso.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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