Marcelo Figueras
He estado viviendo como si fuese a durar mil años.
La noción apareció en mi cabeza como una burbuja, sabrá Dios por qué. No puedo atribuírsela a la ocasión, estaba comiendo en un restaurante al que voy de tanto en tanto, una versión pretensiosa de la cantina en que Michael Corleone balea a Sollozzo y al policía McCluskey. (Siempre imagino que alguien aparecerá, más temprano que tarde, a cobrársela con uno de esos gordos que almuerzan allí a diario mientras hablan de dinero con lascivia, es lo único que los calienta cuando no media el Viagra. Bang bang. Deje a los muertos pero no olvide los cannoli.) Recurrí a la excusa del baño para recuperarme, la certeza de que ya no me quedaban novecientos años y pico para hacer todo lo deseado me había quitado el aliento. Con el agua del depósito se fue algo más que la mugre.
Por la noche me puse a ver El pasajero. Ya la había visto unas cuantas veces, pero a la luz de la muerte de Michelangelo Antonioni, me pareció estar en presencia de una película nueva. Antonioni tenía setenta y pico de años cuando la filmó, pero El pasajero se ve hoy como la narración de un hombre que estaba más allá del tiempo, alguien que ya había pasado de todo, o que lo había perdido todo, menos aquello que le resultaba esencial: la capacidad de ver y el coraje imprescindible para llevar adelante esa visión. Sobre el final el personaje de María Schneider dice que la idea de la ceguera le resulta terrible, a lo que David Locke (Jack Nicholson) le responde que hay algo mucho peor que perder la vista, y eso es no querer ver. El pasajero es la historia de un hombre que decide ver (esto es: ya no engañarse más) y que lleva esa decisión hasta las últimas consecuencias.
¿Cómo viviría si dejase de actuar como si fuese eterno? ¿Qué clase de cosas dejaría de hacer, de qué ceremonias me ausentaría? ¿Con qué ojos miraría al mundo, una vez que el tiempo se convirtiese en un imposible? ¿Qué palabras se me caerían de la boca, para ya no volver?