Xavier Velasco
No todos los que tienen que contar una historia contratan los servicios de una musa. Los hay, y en cantidad notable, que prefieren colgarse gratis de las divas. ¿Hambre de realidad? Lo dudo mucho. Si la musa es etérea, la diva es poco más que descendiente directa de Walt Disney. Parida por sí misma y para su sorpresa, la diva sólo existe mientras el sortilegio se empeña en afirmarla. Una vez que los reflectores la dejan y ella baja del nicho donde fue adorada, solamente el deseo siempre ajeno la hará resucitar, antes en el recuerdo que en la mirada. No es difícil, al fin, añadirle a su imagen caída del cielo las capas de atributos y efectos especiales con que nos conquistó desde aquel escenario inmarcesible.
—No me diga que piensa reemplazarme por Britney Spears.
No busca uno a la diva, sino al fantasma que su presencia invoca. Salvador Elizondo escribió su Farabeuf a partir de una idea obsesiva: fotografiar el justo instante de la muerte. Ni un segundo antes ni uno después. Lejos, aunque no tanto, de esa manía oscura, no resisto el impulso de observar el instante en que una mujer simple encarna en diva. Sarah Vaughan podía llamarse Sassy entre amigos, pero en el escenario era The Divine.
—Sarah Vaughan, colega, pertenece al dominio de la teología. Su nombre se pronuncia seguido de una leve inclinación de testa. En mi presencia, pues.
—Muy cierto. Yo a La Divina me le habría postrado en la salida misma del supermercado. Dejemos, pues, la teología para mañana. Concentrémonos hoy en el instante mágico.
En un par de ocasiones he visto a Margareth Menezes. La primera, a mitad de los años noventa, en el Auditorio Nacional, robándole la noche a Celia Cruz y el corazón a mí; la segunda, a principios del 2006 en Salvador de Bahía. Sabía poco de ella la primera noche, de modo que el hechizo tuvo la textura de una epifanía. No bien la vi salir del escenario, corrí a rogarle al jefe de prensa que me dejara entrevistarla, con cualquier pretexto. Una sola pregunta, si quería. Supongo ahora que tal fue la vehemencia de mi petición que dos o tres minutos más tarde ya estábamos los dos ante la puerta de su camerino.
—¿Qué quería preguntarle? ¿La dirección o el teléfono?
Cuando la tuve enfrente ya no me dio la gana preguntarle nada. Le solté como pude un mazacote de palabras encimadas en el más lamentable de los portuñoles, pero algo me entendió porque me dio un abrazo fuerte y repentino. Y no era más que eso, un abrazo ordinario, pero igual me traía reminiscencias de Aura, cuando Felipe abraza a Consuelo y entre ambos no consiguen traer de vuelta a la bruja adorada. ¿Dónde estaba la fiera bahiana que había recorrido los pasillos del Auditorio como una celestial rainha da batería, esparciendo el contagio a feroz mansalva?
—Se le escapó la diosa en brazos de la mujer…
—Ni siquiera los súbitos monoteístas somos inmunes al virus de la ternura.
—¿Y la abrazó de vuelta en Salvador?
—En Salvador recuperé a la diosa. Era todavía mejor en su elemento, hacía vibrar la concha del teatro Castro Alves.
—¿No se sintió tentado a meterse a la sacristía?
—Nunca más. Toda visita al backstage diluye la devoción y engendra librepensamiento arrítmico. —Pienso asimismo en Ivete Sangalo. La recuerdo al inicio de un dvd, grabado en el también bahiano estadio de Fonte Nova, precisamente cuando deja el camerino y avanza hacia el altar mecánico que habrá de encumbrarla por sobre el escenario, para que ya a ninguno de los presentes le quede duda del origen beatífico de ese par de piernas.
—No sea goloso, colega. ¿Por cuál de esas dos brujas me quiere cambiar?
Hablando sobre su Aura, Carlos Fuentes declara que vino al mundo "para aumentar la descendencia secular de las brujas", pero antes de llegar a esa conclusión narra su encuentro con María Callas. Si yo fuera Margareth Menezes, podría molestarme cualquier cosa menos que me llamaran bruja. Más que un requiebro, es un requisito.
—¿En qué animal quiere que lo convierta, colega?
—Preferiría decirte en cuál me has convertido…
Inventario de divas: