Marcelo Figueras
Marcelo Piñeyro se mofó de mí el jueves, al preguntarme si ya había corrido a comprar entradas para Spider-Man 3. Es que me sabe fanático de las historietas en general, y de los superhéroes en particular. Le respondí que no –vi la peli recién el domingo: es más bien floja, con algunos momentos que me dieron ganas de salir corriendo-, explicando que si bien la historieta de Stan Lee me gustaba mucho, las primeras dos adaptaciones de Sam Raimi no me habían convencido del todo. No es que estén mal, pero… Creo que uno de los motivos que me impulsó a ver la tercera fue el haber leído, en la crítica de un medio importante, que por primera vez las partes en que Spider-Man trabaja de Spider-Man parecían reales. Les informo: no es verdad. Siguen pareciendo un dibujo animado. Movimiento frenético, montaje ídem, cero verosimilitud. Para eso me quedo con los dibujitos animados de Spidey que veía cuando niño. Que por lo demás deben haber costado dos pesos, en lugar de los 800 millones de dólares que hicieron de Spider-Man 3 la peli más cara –más estúpida, más inexplicablemente cara- de la historia del cine.
Mientras me defendía de la sorna de Piñeyro, descubrí algo respecto de mi amor por los superhéroes. En realidad lo que me seduce no son tanto los poderes en sí mismos (el casi imbatible Superman, por ejemplo, me deja frío), ni el traje que adoptan, sino más bien el drama que los funda y define. Lo que me fascinaba de la historieta de Stan Lee que leía de pequeño, más aún que las habilidades de Spider-Man –que para qué negarlo, me resultan encantadoras-, eran sus dificultades para encontrar un equilibrio entre sus dos trabajos y su vida privada. El pobre Peter Parker andaba todo el tiempo tironeado entre su labor de fotógrafo free lance, su demandante tarea de superhéroe y los reclamos de su tía May –que además es cardíaca, y no está para sustos- y de su novia Mary Jane Watson. Pionero del multitasking, Peter Parker vivía al filo de matar a su tía de un infarto, de ganarse el despido de parte de su editor J. Jonah Jameson y de que Mary Jane le colgase la galleta definitivamente. Y eso, superhéroe o no, no es vida.
En otros tiempos, la vida pública estaba por completo separada de la intimidad. Los héroes no tenían nada que pudiese denominarse vida privada, más allá de algún amor imposible que tenía la funcionalidad de atizar el fuego de su romanticismo. Se debían a una causa de valor indiscutible, y por ello sus amadas se abstenían de regañarles por la ausencia del hogar. (El revisionismo de la película Robin and Marian, de Richard Lester, no hace más que confirmar la regla.) Ahora el juego cambió con la omnipresencia de los medios, que han convertido lo privado en lo público. Si Batman existiese, las cadenas de TV le ofrecerían millonadas para instalar un Gran Hermano dentro de la Baticueva.
Pero ese es otro tema. Lo que quiero decir es que, al igual que me ocurre con los personajes de otros géneros, lo que me interesa de los superhéroes es su capacidad de asimilar contradicciones: cuanto más capaces sean de encontrar un equilibrio entre las facetas contradictorias de su naturaleza, más interesantes resultarán. ¡Cuanto más flagrante sea su talón de Aquiles, más fascinante será su historia! Aunque no poseamos poderes sobrehumanos, todos tenemos áreas de la personalidad en las que somos fuertes y otras en las que somos endebles. El drama –en el sentido de género- de nuestras vidas es, por cierto, el de determinar cómo usaremos nuestras fortalezas y cómo resistiremos a nuestras debilidades para conseguir la satisfacción de los deseos más profundos.
Mientras tanto, sigo siendo fanático de la serie Héroes.