Marcelo Figueras
Me gustan todos los géneros cinematográficos, pero siento especial debilidad por la comedia romántica. ¿O acaso no tiene todo lo que hay que tener para que la magia del cine funcione en todo su esplendor de technicolor, Dolby Sistem y popcorn a manos llenas? Personajes contrariados por el destino, música que se mete debajo de la piel, humor a raudales, puertas que se abren y se cierran propiciando desencuentros, ciudades maravillosas como telón de fondo, lo ridículo y lo sublime de la existencia humana en perfecta coexistencia y sobre el final, estrellas que se avienen a formar línea para que todo se resuelva como debe y uno salga del cine danzando por los pasillos, en tímida emulación de Fred Astaire o de Gene Kelly. Lo cual torna más grave el hecho de que hace mucho tiempo, ¡demasiado!, que no veo una comedia romántica como la gente.
Las figuras habituales del género no brillan desde hace tiempo. Julia Roberts no hizo una película que valga ser revisitada desde My Best Friend’s Wedding y, en menor medida, Notting Hill. Lo mismo corre para Tom Hanks. (The Terminal no califica como comedia romántica; qué va, si apenas califica como buena película.) Sandra Bullock, Reese Witherspoon y Meg Ryan son culpables del mismo pecado. Hugh Grant se dedica ahora a reírse de sí mismo. (About a Boy no estaba mal, en buena medida gracias a la novela de Nick Hornby.) John Cusack, uno de mis favoritos, viene errando el disparo de manera fiera con engendros como America’s Sweethearts y Must Love Dogs. Tom Cruise no reincidió desde el batacazo de Jerry Maguire, una de mis favoritas de todos los tiempos. Si hasta los directores con buena mano para el género, como Cameron Crowe (Say Anything, Jerry Maguire, Almost Famous), parecen haber perdido la brújula en medio de una tormenta: su última película, Elizabethtown, fue un verdadero despropósito.
Las únicas comedias románticas que funcionaron bien en los últimos tiempos son las más raras del lote, quizás por su misma extrañeza. Películas como Punch-Drunk Love, de Paul Thomas Anderson, una comedia romántica sobre gente que no puede comunicarse; o Secretary, de Steven Shainberg, que convierte el romance entre un sádico y una masoquista en una farsa deliciosa. Pero la que se lleva la corona es para mí Eternal Sunshine of the Spotless Mind, la peli de Gondry con guión de Charlie Kaufman. Aunque quepa discutir si encaja o no a la perfección dentro del género, considero que más allá de sus excentricidades (empezando por la decisión de poner a Jim Carrey en el papel serio y a Kate Winslet en el papel desaforado) tiene todo lo que yo espero de las comedias románticas: el desencuentro, la música, los personajes adorables a pesar de sus defectos, un humor seco pero efectivo, la mezcla adecuada de lo patético y de lo sublime y, last but not least, lo que uno reclama siempre de las buenas comedias románticas, a saber, que nos convenzan de que el amor es posible sin insultar nuestra inteligencia –ni desmentir nuestra experiencia- en el proceso.
Queda manifestado por escrito, pues, mi pedido a los cineastas de este mundo para que hagan un esfuerzo extra y nos proporcionen cuanto antes una dosis de buena comedia romántica. Somos muchos los que no podemos parar de enamorarnos y que ya hemos empezado a sentir los dolores propios de la abstinencia.