Javier Rioyo
De nada sirve buscar lo que no se encuentra. Ya no buscaré los bares que han muerto o cambiado tanto hasta no ser reconocibles. Pasa con los bares y con tantas cosas que forman parte de nuestro pasado. Pero sigue siendo buena la reivindicación del bar de Jaime Gil de Biedma. Extraigo parte de su texto: “Quizá ningún elemento de la vida diaria había ganado tanto en confusión, durante los últimos años, como el bar… El bar es una estilización urbana de la taberna, nacida en el momento en que la vida de las ciudades se despoja definitivamente de todo vestigio de ruralismo… La taberna es la expresión de una sociedad cerrada, personalista, en donde todos se conocen y cada cual es hijo de vecino, padre de sus hijos y abuelo de sus nietos; el bar, el exponente de una sociedad abierta, hija del individualismo, en donde cada cual es hijo del momento y nadie y todos son forasteros, en donde la mujer ya no es la madre ni la hermana. La taberna es una asamblea; el bar, una congregación de solitarios en potencia…
Pero la finalidad con que acudimos a una y a otro es esencialmente la misma: a beber y a ver gente, a buscar compañía, aunque la taberna solo conoce la compañía de la conversación y del juego de naipes, en tanto que el bar, que no la excluye, ofrece además una forma refinada de acompañamiento: la de estar solo entre la gente”.
Estar solo entre la gente… Me suena. Además, permite beber sin transgredir la promesa de no beber en soledad. Esta soledad sonora es otra cosa. Otra copa.