Jean-François Fogel
Con la victoria de Evo Morales en los comicios de Bolivia, se plantea una pregunta para la literatura de América latina: ¿Qué se hace con un cocalero de Cochabamba? Con un Simón Bolívar, un José Martí, un Pancho Villa o un Juan Perón, ya se sabe lo que puede la literatura. Pero con un campesino habrá que inventar un género nuevo. No cabe la novela clásica del caudillo.
La figura del hombre que domina a la vez los poderes civil y militar es un rasgo específico de la escena política del mundo hispanoamericano. Y lo gracioso, para nosotros los lectores, es cómo pasó aquella figura de la historia a la novela. El Señor Presidente, Yo, el Supremo, El otoño del patriarca, etc. La lista es larga e insuperable. A pesar de los esfuerzos de Gore Vidal, no hay una gran novela del poder máximo en la otra América. Los escritores franceses no pudieron a pesar de tener con Napoleón, quizás, el mejor prototipo del caudillo dispuesto a liberar a toda Europa de la ausencia de su poder imperial. (Una excepción: la trilogía de Patrick Rambaud, que obtuvo un premio Goncourt hace unos años vale más que un vistazo. Su técnica recuerda la fluidez sobresaliente de Dumas).
Volviendo a Morales, al “Evo”, como dicen allá, no se puede considerar el bloqueo de la carretera hacia La Paz como una campaña militar de primer orden. Aureliano Buendía, un mero coronel, promueve “treinta y dos levantamientos armados” en la más famosa de las novelas de Gabriel García Marquez. ¿Cuántos camiones hay que detener en los Andes durante cuántos años para rozar, meramente rozar, esa leyenda? La magnitud de la victoria del futuro presidente de Bolivia se mide en ese simple dato: corresponde a un modelo de estadista tan nuevo que no existe en las novelas. Desde Doña Marina (la Malinche de la conquista de México) no faltan las figuras trágicas en la población indígena. Pero figuras de poder, nada, y las novelas no les hospedan como tal.