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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (3) Pactos con el diablo

"Mira, las puertas de las tinieblas se han abierto."

-Fausto, Murnau-

Ayer volví a encontrarme con Francisco Umbral en el país sin nombre. Extraño país en el que había un lago parecido al Ladoga y un mar parecido al mar Negro. Era verano en el país sin nombre. Espléndido y apacible verano. Los robles rumorosos formaban bosques interminables. Nos hallábamos en una especie de embarcadero junto a una playa del lago. Una playa desierta en la que se veían sus pisadas, las de su hijo y las mías. Su hijo llevaba con él una gata que decía palabras en egipcio. A nuestra izquierda, en una pequeña playa de guijarros se estaba bañando un unicornio, y muy cerca de nosotros daba saltos, sobre las maderas del embarcadero, la cabeza de Murnau, la que habían robado meses atrás, la increíble cabeza de Murnau a la que no le hacíamos el más mínimo caso. Mientras contemplábamos el agua estuvimos hablando de pactos con el diablo. Umbral me dijo:

-Como los gángsteres, los políticos suelen pactar con el diablo. Cuando un presidente con buenas intenciones se sienta en la mesa presidencial y revisa papeles que incitan al vómito real y al vómito existencial, ¿qué hace? Mayormente pactar con el diablo. La práctica del poder le obligará a colocarse más allá del bien y del mal, sea de la ideología que sea.

-Sí -le dije yo-. Supongo que es entonces cuando empieza a envejecer de verdad. Para él comienza un extraño viaje por un universo de relativa oscuridad y en torno a él ira creciendo una sombra vinculada a la muerte.

-No lo dudes. Cuando pactas con el diablo prepárate para el estrés. Ante ti se alza una frontera: la del antes y el después del pacto con las tinieblas intrínsecas del poder. La ventaja de llegar al poder es que lo empiezas a ver todo desde arriba. La muerte de los demás se convierte en una cifra. La muerte se convierte en una abstracción, que sin embargo se va apoderando de tus moléculas, por eso los expresidentes suelen parecer muertos vivientes: condición escatológica que nos les impide enriquecerse pasando información privilegiada a las grandes empresas que los eligen como consejeros. Con esas empresas hablan abiertamente, a cambio de cerrar la boca ante la ciudadanía. Ah, si tan solo uno de ellos decidiera traicionar ese procedimiento y confesara todo lo que ha visto y vivido en ese mundo más impuro que la muerte. Haría un gran favor a toda la humanidad. Yo sería capaz de dedicarle un poema épico -confesó Umbral.

-Y yo, pero ese ser admirable aún no ha aparecido entre nosotros, y no es probable que aparezca alguna vez. Tendría que romper un pacto de silencio que se prolonga como una maldición asfixiante y pavorosa a lo largo de la historia. El descreído Canetti creía que era una gran ingenuidad pensar que aquellos en los que depositamos el poder iban a cambiar alguna vez. Se trataba para él de una esperanza vana.

-¿Sólo para él? Lo creía también Lord Acton, aquel historiador católico que decía: Power tends to corrupt, and absolute power corrupts absolutely.

-Siguiendo ese pensamiento, las mayorías absolutas corromperían absolutamente. ¿Y las relativas?

-Corromperían relativamente, pero tendiendo siempre hacia el absoluto como meta final, o como ideal platónico -sentenció el maestro.

De pronto la cabeza de Murnau empezó a dar saltos muy veloces y erráticos. Su hijo la señaló con el dedo y dijo:

-Papá, finalmente entiendo lo que quiere decir la famosa expresión "cabeza loca". ¿Puedo ir a jugar con el unicornio?

-No -contestó su padre-. Son animales muy hermosos pero les gustan demasiado los gatos. Se los comen de un solo bocado.

El niño nos miró con un estupor mortalmente rosado y empezó a cantar una canción que decía:

- 道可道,非常道。名可名,非常名。

無名天地之始;有名萬物之母。

故常無欲,以觀其妙;常有欲,以觀其徼。

此兩者,同出而異名,同謂之玄。

玄之又玄,衆妙之門。  

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11 de enero de 2016
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (2) Amigo es el que te libra del ruido

Ayer volví a encontrarme con Umbral en un país sin nombre en el que había una dacha de pasillos que se bifurcaban, configurando una imagen borgiana del infinito. No recuerdo cómo conseguimos salir de la dacha, pero sí recuerdo que de pronto comenzamos a internarnos en un bosque húmedo, oscuro y enfermo. Más allá de los densos y corrompidos árboles había una cascada y nos acercamos a ella. El rumor del agua se convirtió enseguida en un infierno. El agua caía con un ruido ensordecedor que parecía amalgamar todos los ruidos ensordecedores y todos los estruendos del mundo: truenos, latigazos, bramidos, alaridos, estallidos y crujidos, cadenas, campanas, platillos de orquesta. Casi hacía perder el sentido.

-¿Sabes dónde estamos? -me preguntó.

-No tengo ni idea -respondí.

-Estamos en la página 449 de La montaña mágica de Thomas Mann.

-Vaya sorpresa. Pensé que estábamos en África.

-Pues no. Escucha este ruido atronador, pero no te pierdas en él porque te volverás loco. Me recuerda el ruido que hacen en España los políticos. No hablan, simplemente imitan a los chamanes cuando aúllan y vociferan en sus trances. Tanto ruido siempre, y tan pocas ideas, y tan poca delicadeza, y tan poca ironía, y tan poco humor... Y cuando ves su sonrisa, siempre parece la abominable sonrisa del idiota aquel del que hablaba Rimbaud y que Baudelaire solía ver en sus peores pesadillas. Tanto ruido incesante, extenuante, aniquilador.... Malos tiempos para la lírica, amigo, muy malos. El prosaísmo nos invade como lodo envenenado, cortándonos la respiración.

Nos fuimos de allí y, a la misma velocidad con que viajamos en los sueños, nos vimos de pronto en medio de una ciudad que parecía Barcelona y al mismo tiempo Madrid, en una plaza que semejaba la plaça Reial de la Ciudad Condal y la plaza Real de Madrid. Allí nos topamos con varios individuos vestidos de blanco que estaban degollando a un dinosaurio. La sangre corría por la plaza y las calles colindantes. Los niños jugaban extasiados con el engrudo rojo. Nos acercamos a una fuente y volvimos a oír el ruido atronador que parecía amalgamar todos los ruidos posibles y en el que desaparecían las palabras y las caras. El dinosaurio seguía sangrando. Los taxis resbalaban en el engrudo y chocaban contra muros y personas. Un anciano gritó:

-Señor Umbral, ¿me puede firmar un autógrafo?

-No -dijo Francisco ofendido-. ¡Sólo he venido a hablar de mi libro!

-¿Ah, sí? ¿Y cómo se titula?

-Esperpentos, persecuciones, delirios.

-¿Y de qué trata?

-Del infierno y de los que se fueron para volver con un cuchillo.

Pronto huimos de allí y regresamos a la dacha junto al mar Negro, donde nos invitaron a caviar Beluga con vodka del Cáucaso, y donde una rusa que había sido amante de Djuna Barnes nos dijo sin venir a cuento a y a la vez con mucho atino: “Amigo es aquel que te libra del ruido sin por eso sepultarte en el silencio.”

 

Le dimos la razón. Poco después, volví a perderme en lo inconcreto y amanecí en mi cuarto lleno de nostalgia y con la certeza de que había viajado por la constelación alfa, donde todavía anidan los pájaros perdidos de la ironía y el ingenio.

 

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5 de octubre de 2015
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Me encontré con Francisco Umbral en un país sin nombre (1) La dacha del mar Negro

Me encontré con Francisco Umbral en un país brumoso. Estábamos en una dacha llena de pasillos y estancias en la que no era fácil encontrar la salida. Había más sujetos a nuestro alrededor a los que Umbral no prestaba atención. Acerca de ellos me dijo en tono confidencial:

-Son meros ectoplasmas, y si los observas bien descubrirás su naturaleza fantasmal.

Me fijé mejor y le di la razón al maestro, que enseguida añadió:

-El secreto de mi estilo está en detectar lo que hay de fantasmal en el otro y lo que hay de fantasmón.

 

En aquella dacha que quizá se hallaba en Crimea, junto al mar Negro, o quizá no (en cualquier caso podría jurar que no estaba en la comunidad Madrid), en aquella dacha de un país inconcreto e inmemorial, que podía haber sido concebido tanto por Kafka como por Lovecraft, Umbral presentaba su cara más amable. Iba muy elegante, por lo menos a mí me lo pareció, con una camisa de seda rústica que tenía un cuello muy curioso, indescriptible, del que pendía una corbata con adornos blancos y azulados que parecían de la dinastía Ming.

 

Me contó que en los últimos tiempos frecuentaba mucho a los poetas chinos y a Marcel Proust, que era un poeta persa al que le hubiese gustado ser portero del Ritz. Casi con dolor le informé que el Ritz de Madrid era asunto del pasado y que lo habían comprado los chinos, pero no los chinos de la dinastía Ming, más bien los chinos de la dinastía Mong que tenían en sus dachas de Pekín todo el oro del Rin, del río Amarillo y del Mekong. Umbral lo lamentó y volvió a utilizar el tono confidencial para decirme:

-Tengo que regresar a España para dibujaros el mapa del laberinto en el que os halláis. Puede que lo haga un día de estos, pero antes tengo que acabar un libro sobre el cainismo, el desprecio, la corrupción, el deseo, la impudicia, la obscenidad y la nostalgia de los que se fueron al país de IrásYnoVolverás.

 

Fue lo último que le oí decir. Después me perdí y amanecí en mi cuarto. Afuera el cielo tenía el color del estaño y el campo estaba lleno de rosas mortales y grises.

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16 de septiembre de 2015
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