Resulta sorprendente comprobar lo poco que saben de historia los españoles, de su propia historia. No es de extrañar, por otro lado, teniendo en cuenta los enfrentamientos ideológicos y territoriales padecidos, en especial durante los siglos XIX y XX, centurias en las que se redactaron muchos manuales sobre historia a beneficio de quienes los promovían. Para cuando los historiadores contemporáneos se han enfrentado con pretendido rigor al devenir hispánico, han encontrado serias reticencias cuando no refutaciones ad hominem heredadas de la llamada visión carpetovetónica y la épica de cartón piedra del franquismo por un lado, pero también de las ficciones románticas de los nacionalismos periféricos por el otro, a las que pertenece, sin duda, la narrativa reciente del procés catalán y también la de Joan Fuster sobre los valencianos elaborada en los años 60.
Dos son las falacias más comunes en estas historias de españoles para no dormir. Una es la que presupone la existencia de un país uniforme, grande y además libre, desde que se unieron en santo matrimonio Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, sobrepasado el ecuador del cuatrocientos. La segunda, la que cree que el Reino de España es tan particular como plural, un caso excepcional, plagado de naciones, idiomas y tradiciones muy diferentes, un caso único en Europa. Nada más lejos de la presumible realidad que los estudios serios del pasado revelan.
Empecemos por la idea de España como nación única e indivisible, que contra lo presupuesto, no es conservadora sino de origen liberal. Y, curiosidades perversas del destino, fue la II República el momento de máximo españoleo intelectual, solo quebrado por la cuestión catalana (“la traición catalana” en opinión del progresista republicano Manuel Azaña). No obstante, y a pesar del gran recibimiento a las tropas “nacionales” del general Franco en Barcelona y de la existencia de varios batallones catalanes en su ejército, el franquismo decidió sumergirse en una visión de España marcada por las películas tan maniqueas como horteras de Cifesa (Agustina de Aragón, Alba de América, La leona de Castilla…) y una suerte de andalucismo de pandereta que ahondaba en nuestras diferencias con Europa, tal como se regodea en La niña de tus ojos de Fernando Trueba siguiendo la biografía de Florián Rey e Imperio Argentina.
Del otro lado de la balanza, durante los últimos años de la dictadura y en los primeros de la transición, y como reacción al rapto de la idea de España por parte del franquismo, nacerá un antiespañolismo furibundo, una especie de nueva leyenda negra en amplios sectores de la izquierda e incluso entre demócratas moderados en las periferias del país, incluyendo a buena parte de la intelectualidad y el artisteo en general. España en realidad es una nación de naciones, se dice desde entonces, retomando las viejas nociones de Ortega y Gasset, quien había hablado en los años 20 de un país invertebrado, compuesto por las Españas diversas, cuyo “rompeolas” es Madrid.
Pero no somos tan singulares en el contexto europeo, ni por asomo. La historia nacional de nuestros vecinos en el Mediterráneo, los italianos, por ejemplo, resulta más rocambolesca todavía. Entre la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V y la unificación del país a mediados del XIX –también de tintes ilustrados–, Italia discurrirá a lo largo de más de mil cuatrocientos años dividida en numerosos reinos, principados, ducados, marquesados o serenísimas repúblicas. Y aún hoy, las diferencias y rivalidades entre el norte rico padano y el mezzogiorno (el sur empobrecido) parte en dos el alma de cualquier buen italiano tricolor. Sólo el fútbol de su selección y la pasta parecen conjugar a los italianos.
Tampoco ha sido muy homogénea la historia de los alemanes. Primero crearon con Herder la teoría como reacción a su cultura racionalizada, posteriormente unificados a partir del último tercio del siglo XIX, y no como nación sino bajo la figura de un Imperio Alemán, aglutinante de cerca de cuarenta formas distintas de organización política, desde reinos a margraviatos o ciudades libres. Al recomponerse Alemania como república al término de la II Guerra Mundial lo hará como una federación de landers (territorios) y un estado libre, condición diferenciada que se otorgó a Baviera, el antiguo reino del siglo XIX. El idioma-dialecto bávaro (junto a su hermano austriaco, ambos más latinizados que el alemán estándar), en cambio, será reducido a un espacio popular sin proyección académica. De vuelta a Kant.
Más compacta, desde luego, es la historia de Francia, pero solo desde el punto de vista territorial. Francia, que vive jornadas inciertas en lo político y social, se ha convertido actualmente en un crisol de etnias y religiones. Un país en fase conflictiva, a pesar de su espíritu laico y humanístico, como consecuencia de su intenso pasado colonial. Los diques de la asimilación liberal francesa están rotos y no sabemos predecir cómo se va a digerir esa situación en los próximos años. De hecho, en Francia están prohibidos los estudios demográficos de carácter étnico, de tal suerte que se hace muy difícil abordar la magnitud del multiculturalismo francés, origen del apogeo lepenista.
La de Inglaterra, en cambio, es una historia también para no dormir. La del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que así se llama su Estado y así es en su realidad cotidiana, en este caso con plena conciencia popular por parte de las cuatro naciones que lo conforman –y juegan al rugby por separado entre ellas…–. A quienes les interese el tema, les aconsejo abonarse al nuevo canal de Documentales en la plataforma de Movistar. Busquen allí el serial sobre los orígenes del Reino Unido a cargo del historiador anglonigeriano David Olusoga, que incluye ligeras entrevistas a ciudadanos de la calle sobre sus opiniones y sentimientos nacionales. A los españoles les vendría de maravilla fijarse en el nacimiento de la Gran Bretaña con el Tratado de la Unión en 1707, y el del Reino Unido con Irlanda incorporada en 1800.
Resulta inenarrable el capítulo que empieza en el museo de la Marina inglesa cuando se desenrolla una bandera gigante de España. La escena recuerda la llegada del Guernica de Picasso a Madrid procedente de Nueva York. Se trata del estandarte del buque San Ildefonso, hundido en la batalla de Trafalgar (otoño de 1805), una enorme rojigualda con el escudo coronado de un castillo y un león, que se llevaron los británicos a su isla como botín simbólico de una gran victoria naval. La enseña fue utilizada en la capilla ardiente del almirante Horacio Nelson, abatido en esa misma batalla que significó su mayor triunfo y gloria póstuma. Nelson, quien hoy se enseñorea en el corazón londinense de Trafalgar Square, fue el primer héroe británico, ya no inglés. Y sus funerales sentaron la tradición ceremonial que se repetiría en sepelios posteriores, de la reina Victoria a Isabel II, incluyendo el de Winston Churchill y el muy literario de Eduardo VII, tan maravillosamente narrado en el arranque novelado de Los cañones de agosto de Barbara Tuchman.
Mientras tanto, es muy posible que la mayor parte de los españoles desconozca siquiera dónde está el cabo geográfico de Trafalgar ni quién fue el vasco Churruca, ni habrán leído la novelita del señor que da nombra a las avenidas de Pérez Galdós.