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Tom Wolfe

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Pescado Rabioso de Carlos Tromben: Investigación periodística con sabor a novela

La semana pasada el novelista, periodista y maestro Carlos Tromben me convocó para presentar su último libro. Fue en la exquisita librería del Centro Cultural Gabriela Mistral, y fue mi debut como presentador de libros en Chile.

Creo que además de porque es mi amigo, Carlos me invitó por el nombre de su libro: Pescado rabioso, como el grupo del incandescente Luis Alberto Spinetta, el mago musical de mi adolescencia. El genio que no cruzó fronteras, como el otro gran roquero de su generación, Charly García, pero está en los corazones de todos los amantes de la música de mi país.

El Flaco Spinetta es el que llevó el espíritu, la libertad, el humor y la melancolía del jazz al rock latinoamericano. Y Pescado rabioso (canciones como Post-crucifixión, Crisálidas, Cementerio Club, Madre Selva y sobre todo Todas las hojas son del viento) es mi búsqueda de belleza, de sentido y de un espejo para verme y entenderme.

Pero tanto en la música como en este libro de investigación económica, el concepto de un “pescado rabioso” es una contradicción: el que puede sentir y actuar con rabia es el pez vivo. El pescado muerto solo transmite enfermedades, como el salmón del sur de Chile. No puede ser rabioso. Para sentir rabia hay que estar vivo.

Tal vez de eso trata esta fascinante novela de no ficción de Carlos Tromben: de la vieja derecha chilena, que aún muerta se muere de rabia y muerde como un pescado rabioso. Yo le agradezco mucho esta invitación. Lo conocí hace año y medio en ese extraño café en medio del Parque Bustamante donde la gente se cita y se encuentra pero no puede hablar porque otros leen. Allí planeamos algo en lo que estamos ahora: el diplomado de escritura narrativa de no ficción.

Carlos es profesor de cómo contar el pasado y hacerle preguntas a los archivos para que cuenten historias apasionantes. Y es de los mejores tutores. Este año estamos otra vez en la lucha por enseñar esto. Y él con este libro se coloca como maestro de lo que enseña, practicante magistral de lo que predica, y ejemplo de ese matrimonio siempre en peligro y en pelea de literatura y periodismo, el terreno que nos marcó y describió Tom Wolfe, el faro del periodismo narrativo que acaba de morir.

Hay muy pocos en América Latina que como Wolfe supieran de herramientas literarias y de economía y finanzas. Cuando le pregunté a Wolfe en Barcelona a quién leía, me nombró a Michael Lewis, el único de los nuevos periodistas que cuenta subidas y caídas de la bolsa, escándalos financieros y luchas entre agentes de bolsa como si fueran batallas de El señor de los anillos. De Lewis leí Poker de mentirosos, y Bumerang, viajes por el nuevo tercer mundo. Me divertí y aprendí de economía, todo en uno.

En México, esta combinación de economía y literatura la maneja el gran Diego Enrique Osorno: entre sus libros de los Zetas y carteles de la droga, ha contado la historia de Carlos Slim, el multimillonario sin escrúpulos visto en su país como en una especie de Papá Noel o Viejo Pascuero siempre a punto de salvar el país pero que termina salvándose sólo él mismo. Crónica de los que mandan, no de las víctimas. De los ricos. 

En Argentina, quien sigue esa estela es Hernán Iglesias Illa con Golden Boys, los jóvenes traders que desde Wall Street llevaron a su propio país al borde de la quiebra. Y poco más.

Este nuevo libro de Carlos Tromben se lee para mí como sus novelas, como La señora del dolor, la historia de un inmigrante japonés que poco a poco y sin errores ni contratiempos va consolidándose como empresario y se sitúa como heredero e hijo de su maestro y protector. Ese libro es de los pocos que supe que debía regalarlo a mi mamá: está en el espacio de lecturas que me unen a ella.

Su última novela, muy exitosa, cuenta la historia de la masacre de obreros en Santa María de Iquique hace un siglo. Una historia de violencia y represión.

Este Pescado rabioso, que tiene la sabiduría del fabulador pero es todo real, es un plato agridulce. Tiene entre sus méritos que explica con claridad y pasión hechos complejos, como un amigo, no como un maestro ciruela. Nos supone inteligentes, pero cuenta a sus lectores chilenos cosas que se creían conocidas: pero no. ¿Cómo hace para contar cosas conocidas sin que nos veamos tontos? Con sumo respeto, expresado sobre todo en lo pulido del estilo.   

La pluma de Tromben me hace ver a estos protagonistas de la política chilena como personajes de novela. Pablo Longueira es un Golum que se cree Frodo. Y a su maestro y mentor, Jaime Guzmán, el ideólogo de la derecha asesinado por guerrilleros tardíos, lo veo como un Saruman que se cree Gandalf.

La historia empieza con dos personajes secundarios, sacados de la picaresca del Siglo de Oro Español: el periodista ventajero Giorgio Carrillo y la diputada Marta Isasi. Pícaros sin suerte. Y termina con la entronización de Sebastián Piñera, el personaje casi japonés que sabe triunfar al fracasar.

De todo se levanta, ninguna caída es definitiva.  En este relato Piñera es como esos personajes de Schwarzenegger o Bruce Willis que los dan por muertos y vuelven a levantarse siempre.

El agonista de esta historia, Pablo Longueira, el otrora joven promesa de la derecha que creyó llegar su hora cuando su rival lo nombra ministro solo para que se destruya solo, es lo contrario: al triunfar, fracasa.

En sus análisis, Tromben es insultantemente culto, pero no alardea de eso: al final cita y analiza en el mismo párrafo a Sigmund Freud y a Nicolás Maquiavello para dar espesor a ese extraño personaje de la derecha chilena.

¿A quién se le hubiera ocurrido hacer una novela de no ficción, un relato de periodismo literario, con los avatares de las leyes que regulan la pesca en Chile? Carlos Tromben lo logró. El libro se lee de un tirón y cuenta mucho más de lo que aparentemente abarca: es la política chilena vista con mucha sutileza y profundidad.

Para entender por qué alguien tan extraño como el actual y reforzado presidente Sebastián Piñera ha sido capaz de unir los reinos de la derecha en este país, para entender las oscuras relaciones entre el poder político y los grandes grupos económicos (que no son 7 familias, como dice el mito, sino algo mucho más complejo), en este libro está la respuesta.

Y además, es una delicia de lectura.

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28 de mayo de 2018
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Truman Capote: Ícaro quemado por las luces de la fiesta

Hace treinta años murió Truman Capote, el gran niño viejo de la narrativa. Capote inventó géneros y modos de contar, se inventó a sí mismo y terminó inventando una destrucción a su medida, consumido por su propio genio y quemado por las luces de una fiesta que él organizó y de la que fue echado a patadas.

Fue el más inexacto de los genios de la no ficción. Y el más genial de los inexactos.

Cuando hace cuatro años mi exquisito editor de Cultura/s de La Vanguardia Sergio Vila-Sanjuan me pidió un ensayo sobre el aporte de Truman Capote al periodismo actual, pergeñé un retrato a partir de sus grandes obras no ficticias y de los caminos en muchas direcciones que esos libros abrieron.     

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Cuando en la década de 1940 un jovencísimo aspirante a escritor de éxito comenzó a escribir crónicas de viaje para hacerse famoso y ganar el dinero suficiente para sentarse a escribir sus novelas, nadie supuso que estaba despuntando una nueva forma de escribir. Truman Capote había llegado a Nueva York desde el profundo Sur norteamericano y desde una infancia de abandono y desamor.

Tenía voz de pito, cara de niño y una extraordinaria capacidad para contar historias y llamar la atención. A los 20 años ya se había convertido en una celebridad literaria con un puñado de cuentos en revistas de moda, y a los 23, con la novela breve Otras voces, otros ámbitos, ya era considerado un escritor maduro.

Pero poco a poco, junto con obras de ficción, fue soltando algo nuevo y excitante. Primero fue un picante relato del viaje de una troupe de cantantes y bailarines negros a la Unión Soviética (Se oyen las musas, 1956), luego una serie de perfiles de íconos culturales de su tiempo, sobre todo un agudo y malicioso retrato de Marlon Brando (El duque en sus dominios, del mismo año), y finalmente su obra maestra, A sangre fría (1965).

Al terminar, exhausto tras seis años de absoluta inmersión en el mundo de esta “novela real”, Capote se había convirtió en el padre y el genio fundador del ecléctico y brillante grupo inventor de lo que su más colorido representante, Tom Wolfe, bautizó como Nuevo Periodismo.

Cuando murió en 1984, a punto de cumplir los 60, solo y abandonado por los ricos y famosos a los que aspiró con desesperación a acercarse, Capote dejó una extraña obra inacabada, Plegarias atendidas (1987), que a los tumbos y fragmentariamente otra vez abría caminos en el afán de contar lo real.

Tal vez la forma más ordenada de presentar lo que Capote aportó a quienes desde entonces buscan aunar periodismo y literatura sea recorrer algunos de los “inventos” de estas cuatro obras emblemáticas, y citar algunas libros posteriores que siguieron de alguna manera sus pasos.

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Se oyen las musas. Los relatos de viajes tenían mucha tradición, pero esta deliciosa crónica de una compañía que llevó Porgy and Bess de Gershwin a Leningrado y Moscú en plena Guerra Fría muestra cómo el análisis puede ceder primacía a recursos narrativos y descriptivos para que se comprenda una situación y se entienda la lógica y el drama de personajes inolvidables, sin que se pierda el ritmo y el interés de cada pasaje.

El género de la crónica de giras musicales, en el que la revista Rolling Stone basó gran parte de su prestigio y sin el cual quedaría muy pobre el conocimiento de la generación del rock parte de esta pequeña joya.

Capote perfeccionó el recurso de la narración por escenas, más tributaria del cine que de la literatura, ideal para narrar las estaciones de un viaje. Hoy tanto las crónicas músico-sociales como los relatos corales de viaje llevan su impronta. 

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El duque en sus dominios. Este perfil en profundidad de Brando muestra de forma a la vez divertida y atroz el momento en que sus demonios internos y su excentricidad externa estaban a punto de transformarlo de ídolo de masas en genio huraño e intratable. Como casi todas las grandes obras de Capote, el texto apareció en la revista New Yorker, que desde los años treinta se ufana de haberle dado forma al perfil periodístico literario.

Capote no inventó ni la combinación de diálogo extenso y a corazón abierto, ni la narración de escenas que muestran al perfilado “en su salsa”, ni la  descripción perceptiva en la que lo que se selecciona y presenta es imagen y metáfora de lo que sucede con el personaje. Pero en perfiles como este o el que realizó sobre Marilyn Monroe en Música para camaleones hizo del género arte perdurable. Sus perfiles han influido en muchos de los que siguieron.

Adrien Nicole Le Blanc y Susan Orlean, por ejemplo, publican en New Yorker perfiles donde informan sobre lo complejo de una vida y presentan trozos brillantes e incompletos de experiencia humana, como pequeñas piezas de cristal quebrado.

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A sangre fría. Será éste, el libro más largo y ambicioso de Capote, el que cimiente su prestigio literario y periodístico. A sangre fría cuenta el asesinato premeditado y cruel de cuatro miembros de una familia en el pueblo de Holcomb en Kansas por una pareja de delincuentes comunes, Dick y Perry. Capote sigue la vida de las víctimas hasta su final, que se nos presenta tan inevitable y espantoso como el de una tragedia griega, y acompaña a sus asesinos hasta la horca.

Para Gerald Clarke, el gran biógrafo de Capote, éste logra trasformar a los criminales en dos personajes formidables de la literatura del siglo XX. Para Ben Yagoda, coautor de la antología El arte de los hechos, el gran mérito del libro es la exhaustiva investigación y las entrevistas tan intensas que le permiten contar hechos que no presenció con la fuerza y el colorido que emplearía un novelista con un argumento de su invención. “Con su oído de novelista, (Capote) escuchó lo que sus personajes pudieron haber dicho y lo transcribió más fielmente que ningún periodista antes o después”, apunta Yagoda.

A diferencia de sus reportajes anteriores, A sangre fría se noveliza sin meter en ningún momento al autor como personaje ni como comentador de lo que muestra. Pero por supuesto, su mirada no está ausente sino todo lo contrario. Albert Chillón, en Literatura y periodismo: una tradición de relaciones promiscuas, enfatiza que “In Cold Blood resulta ser, en definitiva, un alegato contra la pena de muerte, pero no al estilo franco y declamatorio de un manifiesto o una novela de tesis, sino a la manera sutil de aquellas narraciones que extraen su fuerza persuasiva del ensanchamiento que provoca en la mente del lector el mundo que ponen en pie”.

La espeluznante historia de Perry y Dick influyó en generaciones de periodistas. Joe McGinnis se internó como pocos en el “relato de crímenes verdaderos” en libros como Visión fatal. Gourevitch también siguió la senda de Capote en una fábula moral, Caso cerrado, sobre un asesino capturado tras pasar décadas escondido. En España, Vázquez Montalbán en Galíndez o Arcadi Espada en Raval adaptan a sus personales estilos y temas algo del legado de Capote.

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Plegarias atendidas. Esta colección de fragmentos, que Capote soñó en convertir en su En busca del tiempo perdido, es un retrato colectivo amargo y mordaz de la clase alta norteamericana.

Hoy revistas como Vanity Fair, que critican con fascinación el mundo de los ricos y famosos, abrevan en este modelo. Pero desde su muerte, hace más de dos décadas, nadie ha conseguir contar anécdotas de opulencia y degradación como el perverso niño prodigio que nunca dejó de perseguir la gloria.

 

Las plegarias atendidas producen más lágrimas que las desoídas, decía Capote que había escrito Santa Teresa. Pero legiones de periodistas y “escribidores” igual siguen elevado plegarias. Las elevan a las musas  o a los santos más literarios, como San Juan de la Cruz, y en sus plegarias siguen implorando el don de poder escribir, al menos una vez, como Truman Capote. 

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26 de agosto de 2014
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Con Leila Guerriero todo es simple, pero nada es sencillo

Decía Borges que el escritor debe buscar la forma más sencilla de contar historias complejas. Esto ha hecho la periodista narrativa argentina Leila Guerriero con su último libro, una ‘nouvelle’ de no ficción engañosamente ‘simple’ que cuenta la historia de un joven bailarín de malambo.

En las pampas argentinas, el malambo es un baile tradicional, cuya variante más vistosa y legendaria es ejecutada por un hombre solo que zapatea a ritmo de vértigo durante casi cinco minutos acompañado por una guitarra, con botas de cuero rústico que no llegan a cubrirle todo el pie, y que muchas veces lo dejan roto y sangrando.  

En el pueblo de Laborde cada año se dan cita los mejores atletas del malambo. Que nadie espere evoluciones con boleadoras o cuchillos como las versiones para turistas: el malambo que se juzga en el Festival Nacional de Laborde es estricta y orgullosamente tradicional.

Como los héroes de Grecia, el momento triunfal de cada campeón es a la vez su ocaso: no puede presentarse a otros concursos y se despide al entregar el cetro en el festival siguiente, tras demostrar que es el mejor. La periodista construye su crónica como el relato de un hombre común, Rodolfo González Alcántara, que sobre el escenario de Laborde se convierte en un semidiós.

El malambo, nos enseña Leila Guerriero, es metáfora de muchas cosas: une la tradición y la modernidad, un mundo que se acaba y otro que nace, la línea tenue entre el triunfo y el fracaso.

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Ya lo había hecho en su primer libro, la escalofriante fábula real Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2006) sobre un pueblo patagónico donde se empiezan a suicidar los adolescentes. Y lo continúa con sus precisas y poéticas historias de ganadores amargos y perdedores luminosos que componen su antología Frutos extraños (Alfaguara, 2012). El año pasado Mario Vargas Llosa elogió con entusiasmo su colección de perfiles de escritores, Plano americano.

En América Latina, Guerriero es parte fundamental del avance de esta forma de contar novelísticamente hechos reales que, como decía Tom Wolfe del Nuevo periodismo en la Norteamérica de los 60 y 70, está produciendo la mejor literatura de la actualidad. Con el placer y el dolor del taconeo del malambo y con el aliento de las grandes épicas, lo ha conseguido otra vez.

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17 de abril de 2014
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Tom Wolfe en Barcelona: el hombre del traje blanco no puede dejar de contar historias

Ahora sí lo puedo contar. El 11 de diciembre acompañé a mi amiga Marina Artusa, del diario Clarín de Buenos Aires, a su entrevista con el mítico Tom Wolfe en el elegantísimo hall del hotel Casa Fuster de Barcelona (me cobraron 5,70 euros por un cortado, ya se imaginan qué elegante), y le prometí que hasta que ella no publicara su entrevista, o no diría nada en este blog. Esta semana salió en el suplemento literario EÑE su profunda charla con el “creador” del Nuevo Periodismo, y ya estoy liberado.

¿Qué cómo es Tom Wolfe? Como un ser de otro planeta y al mismo tiempo un viejo colega risueño y nada pretencioso. Cuando apareció en la puerta, encorvado por la artrosis y por sus 82 años pero sonriendo como un niño, fue como una aparición bíblica: la piel casi traslúcida, los ojos hirientes de tan celestes, los huesos de papel, y el eterno traje blanco, inmaculado. La camisa, a rayas blanca y celeste. La corbata azul cobalto, los zapatos en dos colores y unas imposibles medias cuadriculadas.

Marina centró su entrevista en su cuarta y última novela, Bloody Miami, que venía a presentar. Yo había leído dos de sus tres novelas anteriores (La hoguera de las vanidades, atrapante y profética sobre el mundo corrupto de las finanzas pero a ratos tediosa) y Yo soy Charlotte Simmons (para mí un mamotreto insufrible y moralista). La pura verdad, no quería enfrascarme en las 700 páginas de su fábula oscura de la ciudad invadida por los cubanos.

Yo quería conocer al gran periodista narrativo, al autor de Ponche de ácido lisérgico y de La izquierda exquisita y Mau-Mauando al parachoques y de Lo que hay que tener, adalid de una nueva forma de contar la realidad, con escenas vistas con ironía y captadas al vuelo, que pasan con la rapidez de su estrambótica invención verbal. A la locura y el desenfreno de los sesenta y setenta, a la seguridad insultante de la generación del rock y las drogas y el sexo y a esa fascinante jungla de izquierdistas de sofá les faltaría algo si no las hubiera descrito el sarcasmo y el talento de Wolfe. faltaría algo sin la mirada impiadosa y la prosa a salto de mata del gran Tom.   

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El día anterior a nuestra entrevista, el viejo Wolfe había dado una rueda de prensa y una conferencia en La Pedrera. Habló de literatura, de su libro, pero pareció despreocuparse del presente y futuro del periodismo. Mi gran amiga María Angulo se lo reprochó en una columna en El Periódico de Aragón. Dice, con razón, que Wolfe no habló, no pudo o no supo hablar, de los avatares del periodismo literario o narrativo actual. “fue descorazonador escuchar al maestro decir que no conoce medio alguno que se dedique al New Journalism y que en el mundo digital este periodismo no tiene cabida,” se lamenta  María Angulo en un texto que se llama Los genios también se equivocan.

En mi corta charla con él y viendo la entrevista de Marina, me quedó una fuerte impresión de que Wolfe no habla “sobre” nada. No hace más que contar historias. Cuando le pregunté por el “Nuevo nuevo periodismo” y por el libro de ese nombre de Robert Boynton me quedó claro que no lo había leído. Pero me recomendó uno de los nuevos cronistas estadounidenses: Michael Lewis, y su libro sobre los fraudulentos corredores de bolsa en el Nueva York de los ochenta: Liars’ Poker. Ese libro desnuda al mismo tipo de personajes que La hoguera de las vanidades, y Tom Wolfe, enamorado de esos personajes extremos, se lanzó a contarme el argumento, y se quedó varios minutos narrando una escnea del libro, entre un trader ambicioso y su maestro, mientras sus manos temblorosas trataban de abrir la bolsita del azúcar para echárselo a su café.

Cuando Marina le dijo que ambos éramos argentinos, nos contó su encuentro y su fascinación con la música de Astor Piazzolla, y su desastroso intento de aprender a bailar el tango. “Buenos Aires es la única ciudad a la que fui sin tener que escribir, sin un assignment”, nos dijo.

Y después nos contó la escena en el enorme apartamento de Leonard Bernstein frente a Central Park con los Panteras Negras, sus invitados, predicando que en un piso como ese deberían vivir 20 familias. Y Benstein, sentado entre sus dos pianos de cola, aplaudía con entusiasmo ese llamado a despojarlo de su casa.

Nunca supe a cuenta de qué empezó a contar esa historia, que yo había leído hace más de 20 años en La izquierda exquisita. ¡Pero qué gusto oírlo! A cada pregunta que pedía un análisis, él contaba una historia. No me pareció profundo. Me pareció un hermoso abuelo cuentacuentos. La profundidad estaba en lo feroz de sus cuentos del pasado. Hoy le queda las irrefrenables ganas de seguir contando.

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Y entonces, hacia el final, le pregunté por el traje blanco. Dicen que tiene 40. Miles de veces le deben haber preguntado por eso y miles de veces lo debe haber contado, pero por su gusto al zambullirse en una historia, uno siente – yo sentí – que me estaba contando a mí algo que no había contado nunca antes.

Que iba a la entrevista para su primer trabajo en Nueva York, a principios de los sesenta. Que al pasar por una tienda se acordó de que su padre siempre usaba trajes blancos de lino en verano, y hacía mucho calor. Que entró en la tienda y se compró un traje blanco, pero era de tweed con poliéster. “Solo se puede usar a partir de noviembre, así que me tuve que comprar otro”, y le parpadeaban los ojos celestes. Y me dijo que lo primero que le sorprendió fue que lo empezaban a tomar como un desafío, como un insulto.

“Cuando empecé a publicar libros, me venían a entrevistar. Yo no estaba acostumbrado a estar del otro lado, yo era el que entrevistaba”, me dijo. “Y me fui dando cuenta que el traje blanco hacía que me vieran como alguien especial, con un estilo propio”. Y agregó, con una risita malévola que delataba que ya había usado antes ese giro: “Otros tenían personalidad; yo tenía un traje blanco”.

Nunca olvidaré mi breve encuentro con Tom Wolfe, el viejito frágil e insustituible que no puede dejar de contar historias.    

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12 de enero de 2014
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