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Teatro Real

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Dead Man Walking: ópera, cine y activismo contra la pena de muerte

1.       1. “Que sea una historia de redención”

Cuando el joven compositor Jake Heggie y el veterano dramaturgo Terrence McNally pidieron permiso a la hermana Helen Prejean para transformar su exitoso libro Dead Man Walking en una ópera, ella sólo puso una condición: “Que sea una historia de redención”. A la salvación de las almas de los presos había dedicado esta monja católica de Luisiana toda su vida, y en los últimos 30 años se convirtió en una elocuente crítica de la pena de muerte en su país.

En ese entonces, a finales del siglo pasado, ni Heggie ni McNally habían creado ninguna ópera. McNally era un dramaturgo y libretista de éxitos de Broadway como El beso de la mujer araña, The Full Monty y Ragtime, mientras que el jovencísimo aspirante a compositor full-time trabajaba en el departamento de relaciones públicas de la Ópera de San Francisco (SFO).

Nada de esto preocupó a la religiosa. Ella quería que el producto resultante, como la película del mismo nombre que ganó cinco Oscars en 1995, hablara de la posibilidad de encontrar salvación, paz interior y perdón en un alma perdida, insensible, violenta.

La idea de unir a Heggie y McNally fue del jefe del primero, el director general de la SFO, Lofti Mansouri. En un texto incluido en el programa de mano del Teatro Real, McNally dice que esperaba a un compositor hecho y derecho, aunque no había escuchado una sola nota de su música. Pero “la realidad terminó siendo muy distinta. Ante mi puerta se presentó una persona que parecía recién salida del instituto. Quería hacer una ópera a partir de cierta película fin de siècle de René Clair que, una vez vista, me dio la impresión de tener aún menos potencial del que pensé cuando él me la describió con luminoso entusiasmo. Sin embargo, Jake se aferró a su idea. ‘Ah, ya veo’, me dije a mí mismo, entendiéndolo. ‘El compositor y yo tenemos que ponernos de acuerdo en el tema de la ópera primero’.”

Entonces McNally propuso Dead Man Walking, que para él tenía un enorme potencial porque toca un tema esencial en lo ético, espiritual, político, social y cultural: la pena de muerte, y porque lo hace sin maniqueísmos. Busca mostrar la crueldad, inhumanidad y horror de la pena de muerte no usando el caso de un inocente o alguien acusado de un crimen menor.

Parece decir: si en verdad estamos discutiendo la pena de muerte, pongamos sobre la mesa el caso de un criminal abominable. Si alguien como Joseph DeRocher (mirémoslo) merece vivir, todos lo merecen. En la primera escena, debería recrearse crudamente el crimen cometido por Joseph DeRocher: el espantoso asesinato de dos adolescentes. Es culpable, claramente, aunque en todo momento clama su inocencia. Y en cierto momento la hermana Prejean, su asesora espiritual, ya no clama por evitar su ejecución sino que busca su redención, su salvación: que confiese y acepte su crimen y muera sin odios.    

  2. "Contemporánea e intemporal; americana y universal”

A diferencia de la mayoría de las óperas contemporáneas, Dead Man Walking busca desde la melodía, la tonalidad tradicional, la armonía reconocible, una identidad musical en la voz de cada personaje. Es genuino teatro musical, donde la escritura vocal define, otorga espesor y ayuda a empatizar con cada personaje, como sucede en las óperas de Mozart, Verdi o Wagner.  Por eso es una ópera que conmueve, emociona, sacude. La escena del enfrentamiento entre la madre del asesino y los familiares de sus víctimas es logro dramático. Podemos entender al mismo tiempo el sufrimiento y las razones de ambos. Por su parte, la voz del convicto, casi siempre un recitativo cercano a las inflexiones del habla natural, permite entender su miedo, su confusión, su eventual transformación.   

En una reciente entrevista con la revista Scherzo, Heggie explica que la idea lo atrapó desde el momento en que McNally lo propuso, porque “es contemporánea y al mismo tiempo intemporal; muy americana y a la vez universal; trata de algunos de los más importantes trayectos emocionales que podemos emprender los seres humanos: la vida, la muerte, la redención, la venganza, el perdón.”

Tal vez por esto y por la calidad de la partitura y el libreto es que esta que levanta el telón en Madrid es la puesta número 60 en los 18 años que pasaron desde su estreno, algo absolutamente inusual para una ópera contemporánea.

La que se verá en el Real no es la producción original de San Francisco, de Joe Mantello. Será la más difundida, con puesta en escena de Leonardo Foglia, comisionada por la Lyric Opera de Chicago y otros seis teatros norteamericanos, y que ya pasó por varios escenarios europeos. La protagonista, la mezzosoprano Joyce DiDonato, es la más aclamada intérprete de la hermana Prejean en la actualidad. 

Al celebrar esta nueva representación y el estreno de su primera ópera en España, Heggie dice: “El viaje continúa y el diálogo se intensifica según se plantea la difícil pregunta central de la historia, pregunta que ha acompañado toda la historia del ser humano: ¿estamos a favor de la venganza o del perdón?”

 3.      El cine, fuente principal de la ópera del siglo XXI

Si bien Dead Man Walking tiene su origen en el libro de memorias de Helen Prejean, claramente una parte de su interés y éxito lo debe a la película de 1995 del mismo nombre dirigida por Tim Robbins con actuaciones estelares de Susan Sarandon como la hermana Prejean y Sean Penn como el convicto DeRocher. Los tres ganaron Oscars, junto con Bruce Springsteen por el lento, hipnótico blues Dead Man Walking

¿Cómo llegamos a óperas basadas en películas?

En los comienzos de la ópera barroca, los temas y las historias venían de los mitos y la historia de Grecia y Roma (Orfeo, la Odisea, Julio César). Luego se basaron en poemas épicos y obras de teatro clásico: muchas óperas románticas tienen su origen en obras de Shakespeare, Goethe y Schiller (Otello, Fausto, María Estuardo). El siglo XX encontró mucha de su inspiración en las novelas de la época (La guerra y la paz, Muerte en Venecia, Manon Lescaut). 

En estas dos primeras décadas del siglo XXI la búsqueda de argumentos de los compositores y libretistas de ópera parece dirigirse al arte más popular del siglo pasado: el cine. Los teatros de ópera (sobre todo de Estados Unidos) encargan o están dispuestos a financiar y poner en escena nuevas obras cuyo argumento el espectador ya conoce. Una de las primeras fue precisamente Dead Man Walking, encargo de la Ópera de San Francisco en 2000. 

El famoso crítico Norman Lebrecht sitúa otras dos óperas basadas en películas entre las que considera las diez mejores compuestas en lo que va del siglo XXI. En esa lista figura, a propósito, otra ópera de Heggie: The Great Scott, una reflexión sobre el lugar de la ópera y el arte en la sociedad actual. 

En su lista Lebrecht coloca tercera a Il Postino (2010), del fallecido compositor mexicano Daniel Catán. Está claro que esta ópera sobre la relación de Pablo Neruda y el joven cartero inculto pero sensible a quien el poeta introduce en el arte de la seducción por las palabras no se basa en la novela original, Ardiente paciencia de Antonio Skármeta, sino en la película de Michael Radford y su título en italiano.

Y en octavo puesto, menciona Cold Mountain (2015), obra de Jennifer Higdon basada en la película del mismo nombre de Anthony Minghella, nominada a cinco Oscars.

En la época más vanguardista del Teatro Real, bajo la dirección artística de Gerard Mortier, se estrenó Brokeback Mountain, una ópera de Charles Wourinen originada en un cuento breve de Annie Proulx (autora también del libreto) pero sobre todo base de la exquisita película de Ang Lee con Heath Ledger y Jake Gyllenhaal.

Y en su última y exitosa ópera, Jake Heggie vuelve al cine: es una adaptación de It’s a Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!), el clásico de 1946 de Frank Capra.

¿Se está convirtiendo el cine en la fuente principal de argumentos, glamour y entrada a un nuevo público para la ópera de este siglo?

Es muy probable. Incluso no sería extraño que pronto viéramos óperas basadas en las series de moda, que están reemplazando a las películas de Hollywood en la imaginación popular. ¿Óperas de Mad Men, Los Sopranos, House of Cards, Juego de Tronos? Yo ya me estoy imaginando una versión lírica de The Walking Dead con zombies cantando arias y coros en los grandes escenarios de la ópera…

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21 de enero de 2018
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La ópera también celebra a Shakespeare

A 400 años de su muerte, William Shakespeare está más vivo que nunca: en los teatros, en el cine, en los libros, en los debates intelectuales… y también en la ópera.

El crítico literario Harold Bloom lo “acusó” de haber inventado “lo humano”, al hombre moderno. El idioma inglés le debe cientos de palabras y una capacidad única para la precisión y la ironía. El teatro le debe todo. Y la política, casi todo: sin él serían incomprensibles las campañas electorales, las series de televisión. No se puede contar ni ejercer el poder sin sus tragedias de reyes y emperadores.  

No es extraño entonces que haya sido fuente de inspiración de tantos músicos. La musicalidad de sus sonetos y monólogos parecen pedir melodías, y muchas de sus obras, sobre todo las comedias románticas, incluyen canciones. Pero fue a partir de Henry Purcell que los compositores empezaron a excavar la profunda mina de su obra.

Primero farsa, después tragedia

En 1692, a menos de un siglo de la  muerte de Shakespeare, el más grande de los compositores ingleses puso música incidental a una versión ligera del Sueño de una noche de verano. The Fairy Queen se interna en lo fantástico, lo divertido del juego de disfraces, la alegría del amor. Ritmos ágiles, melodías frescas y un uso chispeante de los instrumentos de viento.

En 1976, Aribert Reiman compuso una ópera áspera, angulosa, con un acusado sentido dramático que lamentablemente no abunda en la lírica contemporánea. Lear fue estrenada con gran éxito en la Ópera de Múnich. Pocas veces la música contemporánea sin melodía discernible ha sido capaz de transmitir tanta emoción, de delinear con lentas punzadas musicales un puñado de personajes marcados por la desesperación.

Entre estos dos extremos, más de una veintena de compositores de todas las épocas y tradiciones sucumbieron al embrujo de Shakespeare.

Este año de aniversario presenta una muestra de esta riqueza y variedad en los principales teatros de ópera de la península. En diciembre, el tenor devenido barítono Plácido Domingo estrenó en el Palau de les Arts de Valencia su personificación de uno de los más grandes papeles verdianos, Macbeth, el “primer Shakespeare” del italiano. Dos meses más tarde, el Teatro Real de Madrid estrenó una rareza de Wagner: Das Liebesverbot (La prohibición de amar), su segunda ópera, basada en la comedia Medida por medida. Y en mayo, el Liceu de Barcelona presentará una joya del bel canto, I Capuletti e i Montecchi, la versión de Vincenzo Bellini sobre Romeo y Julieta.  

Bel canto, Verdi, ¡Wagner!

Sin duda, el compositor más marcado por el bardo fue Giuseppe Verdi. Macbeth es su décima ópera, compuesta a los 33 años, y con ella los especialistas dicen que comienza una nueva relación, más profunda y moderna, con la dramaturgia.

Como Macbeth y Lady Macbeth, Domingo y la imponente soprano rusa Ekaterina Semenchuk se sumergen en la locura del poder, el crimen y la culpa en una puesta en escena oscura: una sucesión de paredes que se van cerrando sobre la pareja protagonista. En esta versión, Macbeth es vencido más por sus propios fantasmas y su fragilidad que por la fuerza de sus enemigos.

Verdi volvió a Shakespeare al final de su vida, en lo más alto de su carrera: cuando ya consideraba cerrada su obra, el libretista y compositor Arrigo Boito lo convenció para que volviera: a los 74 años compuso Otello, su obra maestra. Y a los 80, Falstaff, la comedia llena de piedad y empatía por las debilidades humanas, basada en el personaje del adorable gordinflón lascivo que aparece en Enrique IV, Enrique V y en Las alegres comadres de Windsor. El gran trágico Verdi se despide con una sonrisa comprensiva.

El gran rival de Verdi en la ópera en el siglo XIX, Richard Wagner, está mucho más alejado del universo de Shakespeare. Por eso fue una agradable sorpresa descubrir este año su segunda ópera, la única comedia que había compuesto antes de Los maestros cantores de Nuremberg, que termina de una forma tan wagnerianamente seria y solemne.    

Das Liebesverbot (La prohibición de amar) es la historia de un hipócrita gobernador que impone un código moral estricto y sentencia a muerte a un joven que se acostó con su novia. Cuando la hermana del joven, una monja, le ruega piedad, al gobernador se le despierta la misma libido que castigaba en los otros, y ofrece a la monja clemencia a cambio de sexo. Todo termina bien: en la obra original de Shakespeare, Medida por medida, el gobernador es castigado por su superior, un duque. En la versión de un Wagner revolucionario de 20 años, es el pueblo el que se rebela.

En el Teatro Real, como parte de la divertida puesta en escena de Kaspar Holten, todo termina con un aquelarre final, con el gobernador entrando disfrazado en el carnaval que él mismo había prohibido para encontrarse con la religiosa que lo desvela. Los personajes aparecen en el carnaval vestidos como los adustos héroes del Wagner maduro: el más desopilante es el jefe de policía, que lleva larga peluca rubia y cuernos, como una valquiria.  

Para terminar con las celebraciones operísticas de Shakespeare, el Liceu de Barcelona programa en mayo y junio una joya del bel canto: I Caputelli e i Montecchi, de Vincenzo Bellini. Aunque para muchos estudiosos el libreto de Felice Romani puede haberse basado en las mismas leyendas renacentistas italianas en que se basó Shakespeare, al ojo y al oído de hoy no hay duda: es el Romeo y Julieta de Shakespeare hecho ópera.     

Y a diferencia de su “rival”, el Roméo et Juliette de Charles Gounod, en el que Romeo es un tenor, aquí el joven enamorado está interpretado por  una mezzosoprano. En el estreno de 1830 fue la legendaria Giudita Grissi. En el Liceu lo interpretará la gran mezzo de coloratura Joyce di Donato.

¿Y qué le aporta la música al gran bardo?

Shakespeare enriqueció enormemente el mundo de la lírica. ¿Pero qué aporta la ópera a las obras tan completas y redondas que el gran dramaturgo inglés creó para el teatro hablado? ¿Qué les agrega la música orquestal y el canto?

Creo que tres cosas, que se ven patentes en Macbeth, en La prohibición de amar y en Montescos y Capuletos. La primera, la más obvia, es la inclusión del coro: nunca el teatro hablado tendrá un personaje coral tan potente y locuaz. El coro es el pueblo que clama, grita e implora con una sola voz en decenas de gargantas.  

En la ópera, lo coral que bulle en los argumentos de Shakespeare se magnifica: el pueblo escocés llora por su opresión y al final celebra la caída de Macbeth. Wagner cambia el final de Medida por medida para que al gobernador hipócrita no lo venza el duque que lo nombró sino el pueblo, harto de sus arbitrariedades. Es el coro que triunfa sobre la injuticia. Y en la versión de Bellini, Romeo y Julieta son antes que nada miembros de familias rivales. No es extraño que esta obra tan coral se llame I Capuletti e i Montescchi.

En segundo lugar, los personajes de Shakespeare detienen la acción para hablar consigo mismos. El monólogo filosófico de Hamlet; el delirio heroico de Falstaff; la confesión feroz de maldad de Iago. Los libretistas de ópera transforman con facilidad estos momentos en grandes arias. Y los compositores, en música sublime.  Lo mejor del desparejo Hamlet de Ambroise Thomas es el aria de la locura y muerte de Ofelia, que enloquece cantando en una cascada aterradora de notas agudas, con las que deslumbró hace una década la soprano Natalie Dessay en el Liceu.  

Por último, las descripciones de estados de ánimo, las tormentas y amaneceres y noches estrelladas, las escenas de alegría y tristeza colectiva, las batallas… El paso del teatro al libreto de ópera elimina o reduce muchas de las escenas en las que personajes secundarios cuentan lo que pasa fuera de escena. Los compositores lo reemplazan por paisajes sonoros: Otelo rumia en silencio sus celos y la música es el taladro de la duda insidiosa dentro de su cabeza; el bosque encantado del Sueño de una noche de verano florece en las cuerdas y los oboes de Purcell; en mundo se vuelve hostil y maligno en la música angulosa e inquietante del Lear de Aribert Reimann.

En estas obras geniales, la música completa y acaricia las palabras de Shakespeare.  

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3 de mayo de 2016
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En los zapatos del Maestro: herederos y pupilos en la ópera

Era el mismo teatro (el Metropolitan de Nueva York), la misma ópera (Otello de Verdi), la misma puesta en escena (ampulosa y anticuada, de Franco Zefirelli), los mismos trajes y decorados, la misma orquesta con el mismo director (James Levine). Pero la chaqueta de cuero color tierra con la que en 2001 había visto a Plácido Domingo, ahora vestía el corpachón del canadiense Ben Heppner.

La primera palabra que canta el protagonista – Esultate! – es el grito de triunfo de un poderoso señor de la guerra. Es un comienzo dificilísimo, un lanzarse a hacer tres vueltas en el trapecio en el primer salto, en frío. Domingo lo hacía con escalofriante maestría, como si fuera fácil.

En 2004, Heppner, un buen tenor, habituado a las maratones wagnerianas pero incómodo en Verdi, falló. Después fue mejorando su actuación, pero jamás logró que el público abandonara la extraña sensación de que el cantante que tenían delante era una especie de impostor ocupando el papel, la producción y el grito heroico hechos a la medida del gran Domingo, que ya había jubilado su Otello.

No recuerdo otro momento tan claro en que se viera lo que es habitual en la ópera e inexistente en cualquiera de las otras artes: el momento en que el cantante joven debe ponerse – literalmente – en los zapatos del Maestro.

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Hollywood tiene sus galanes maduros, sus malos sinuosos, sus amigas simpáticas de ‘la chica’, sus alcaldes corruptos y sus sargentos de mal carácter pero buen corazón. A los largo de los años, nuevos actores llenan los mismos tipos de papeles, pero no hacen una vez y otra y otra más la misma película.

Tenía que ser un loco como David Kronenberg el que pensara en volver a filmar Psicosis, de Alfred Hitchcock, con el mismo guión, similares escenarios y el plan del maestro, plano a plano, con nuevos actores. Resulta un ejercicio de estilo interesante para estudiantes de cine, pero lo mejor que se puede decir de la nueva película es que es innecesaria.

Hoy sólo se vuelve a hacer una obra maestra si no quiere jugar con la referencia, la traición y el homenaje: nadie más que los esforzados estudiantes de pintura tratan de pintar otra vez La Gioconda. La sofisticación del siglo XX llevó a que la recreación se convierta en un cambio, una nueva lectura, un homenaje disfrazado de traición a su vez disfrazada de homenaje, como las versiones pop de Andy Warhol, las deconstrucciones de las Meninas de Picasso o el cuento de Borges donde Paul Menard escribe, letra a letra, el Quijote.

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Pero la ópera es otra cosa. En el único arte donde se aplica sin pudor la palabra ‘contemporáneo’ a creaciones de comienzos del siglo XX, los teatros son mezcla de laboratorios donde se prueban nuevas puestas en escena – rompedoras, vanguardistas, desafiantes – con un arte canoro que aspira a ser un museo vivo. Año tras año se repite en los grandes templos de la ópera la treintena de títulos canónicos, con cantantes que aspiran a calzarse los zapatos de sus ilustres predecesores.

Entre los cantantes siempre hubo herederos. En el siglo XVIII sucedió con los castrati, en el XIX con las sopranos y los tenores, pero la manía de designar sucesores se disparó a partir de la posibilidad de grabar y traer las voces del ayer y compararlas nota a nota con las actuales. Enrico Caruso fue el primer cantante de la era del gramófono, y en su declive fue lógico que las compañías discográficas le buscaran sucesor. En los años 30 designaron a Beniamino Gigli como ‘el nuevo Caruso’.

Mientras los papeles de tenor dramático eran cubiertos en la posguerra por una sucesión de italianos sin problemas de autoestima, como Mario del Monaco, Franco Corelli o Carlo Bergonzi, muchos pensamos que el verdadero ‘sucesor’ de Caruso y Gigli fue el sueco Jussi Bjorling.

En el mundo de las sopranos, María Callas cayó como un terremoto sobre el mundo de la ópera. Mientras Renata Tebaldi y Victoria de los Ángeles ocupaban con honores el trono que había sido de Maria Caniglia o Toti Dal Monte, la Callas reinventaba todos los papeles y cantaba La Traviata o Tosca como si hubieran sido compuestas para ella y para la función que estaba cantando en ese momento.

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Pero en los noventa se produjo un gran cambio: un puñado de genios de la mercadotecnia inventaron la figura del nuevo divo, mediático, abierto al ‘crossover’ con la música pop y capaz de dar un lustre cultural a la más despojada discoteca, en una época en donde tiene valor parecer un poquito culto.

Ese fenómeno comenzó con los Tres Tenores, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y Josep Carreras. Cuando en 1990 el representante de Pavarotti inventó el fenómeno de masas de un show genuinamente popular con cantantes líricos, se inició un boom comercial que las discográficas no quieren ni pueden dejar caer con la muerte o jubilación de sus estrellas.

Es un buen momento para hablar de los candidatos a sucesores del trío tocado por el dedo del rey Midas, porque todos han pasado por el Liceu de Barcelona, el Teatro Real de Madrid y el Palau de les Arts de Valencia en los últimos años. Primero, el menos controvertido: Pavarotti designó como su ‘sucesor’ al peruano Juan Diego Flórez, y el joven tenor se está consolidando como un gran cantante sin rodeos ni desfallecimientos.

Su voz ligera, ágil, se asemeja, más que a la de Pavarotti, al tono incisivo de su compatriota Luis Lima o al elegante fraseo del mexicano Francisco Araiza, pero es mejor que ellos. Ha adquirido rápidamente fama extra-operística (su disco de canciones populares latinoamericanas es un éxito y su país ya le dedicó una estampilla), pero su repertorio – principalmente Rossini y Donizetti – es por ahora mucho más limitado que el del gran Luciano.

Por ahora el poner al delgado Flórez en los zapatotes de Pavarotti es más un movimiento de marqueting que de coherencia musical.

En una cosa coincidió en sus inicios con el tenor de Modena: era mucho mejor en lo musical que en lo teatral. Como cantante vino a Europa ya seguro, formado, con una técnica pasmosa. Pero como actor – algo importante en las comedias de ‘locura organizada’ de Rossini – fue creciendo desde un Conde Almaviva algo duro en El barbero de Sevilla que se vio en Madrid en el 2008 hasta el comediante suelto, que disfrutó e hizo disfrutar dos años más tarde en  La Cenerentola de Barcelona.

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Muy distinto es el caso del mexicano Rolando Villazón, un histrión nato que se encuentra todavía reponiéndose de una dolencia en las cuerdas vocales. Ojalá logre volver a ser el que fue hace 10 años, porque tres elementos podrían hacer pensar que Villazón está destinado a convertirse en el sucesor natural de Domingo. El primero es su relación con el maestro, que ha actuado y grabado con él más que con ningún otro joven intérprete de su cuerda. El mejor ejemplo de esto es el álbum Gitano, con arias y romanzas de zarzuela, cantadas por Villazón y dirigidas por Domingo. En el DVD que acompaña al disco, más que la usual relación entre director y cantante, se ve al maestro enseñando y aconsejando a su discípulo dilecto.

Villazón es un actor formidable con una muy bella voz, como demostró en el Liceu, la última vez hace un par de años un Elisir d’amore antológico que lo llevó a detener la acción y volver a cantar Una furtiva lagrima en cada una de las funciones.

El mexicano es un cantante mucho más volcánico y temperamental que su colega peruano. Parece estar siempre al borde del abismo, lo que hace que emocione hasta el tuétano al público, pero que también corra el peligro de dejarse ganar por la emoción. Domingo pareció siempre tener su carrera y cada movimiento sobre el escenario bajo control.

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Tres tenores más, uno europeo (el alemán Jonas Kaufmann) y dos  atinoamericanos, han sido también mencionados como posibles herederos del mítico trío. Estos últimos son los argentinos Marcelo Álvarez – una voz bella y muy cultivada, una imponente presencia escénica, como la que mostró hace tres años en el Liceu con Rigoletto – y José Cura – un tenor spinto, con la potencia y los graves que permiten hacer un Otelo de referencia, como el que trajo a Barcelona el año pasado. Pero ninguno de los dos se ha prestado hasta ahora al juego del divo mediático como Flórez o Villazón.

La polémica no se cerrará nunca, porque en la ópera hay casi tantos opinadores como en el fútbol, y más desde la proliferación de blogs y foros en Internet. Y mientras los empresarios de la música buscan crear nuevos divos para enfrentar la batalla ya perdida con las descargas y las grabaciones caseras, los forofos de la ópera seguiremos acudiendo a los templos de la lírica para tratar de recuperar una emoción de hace años, una función que sepa como aquella magdalena de Proust.

Tal vez ese sea el reto imposible de todo gran artista: llevar a su público a revivir los mejores momentos del pasado, a anular el tiempo, a recuperar lo perdido. 

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6 de octubre de 2014
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Ópera en Madrid y Barcelona: exquisitos regalos de despedida de Mortier y Matabosch

Gerard Mortier cayó derrotado por el cáncer en marzo, pero dejó al Teatro Real de Madrid una exquisita temporada. Un ejemplo, este abril, fue un Lohengrin esencial hasta los huesos, presentado como una aguerrida fábula política. El lugar de Mortier en Madrid lo ocupa ya el talentoso director artístico del Liceu, Joan Matabosch. Como regaldo de despedida, Matabosch dejó a su teatro barcelonés de siempre una hermosa leyenda rusa, La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh. Gran música, servida con pasión y delicadeza; gran cultura en tiempos de miseria cultural y material.  

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El Teatro Real dedicó las funciones de la arrebatadora opera romántica Lohengrin, de Richard Wagner, a su director artístico recientemente fallecido, y el espíritu de Gerard Mortier se corporizó apenas se alzó el telón. Fue el soñador belga el que pensó en juntar la poderosa visión teatral del director alemán Lukas Hemleb con la mirada inquietante del artista plástico Alexander Polzin: juntos crearon un espacio cerrado, mezcla de cueva sagrada prehistórica y escondite subterráneo apto para las confabulaciones de una sociedad secreta y perseguida de hoy. En ese espacio, como esculpido a mano en arcilla y con aperturas violentas donde en momentos clave entra la luz, se desarrolla toda la acción.

El aspecto de leyenda mítica se enfatizó con la entrada y salida del caballero de la reluciente armadura en su cisne metafórico: todo se resolvió con impactantes efectos de luz. En este ambiente inquietante, los movimientos de los cantantes, precisamente coreografiados por Hemleb, mostraban una masa peligrosa y voluble, sometida a la capacidad de la música para mover a la acción. (Aunque algunos disfrutemos sin medida de las óperas de Wagner, no debemos olvidar su uso por los nazis. Hay un famoso cuadro que eterniza a Hitler disfrazado de Lohengrin.)

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En el momento del anuncio de la entrada del caballero, Hemleb hace surgir un rectángulo de luz de entre las piedras, y la horda lo adora como hacían los monos con el monolito al comienzo de la genial película de Stanley Kubrick 2001: Una odisea del espacio.

La precisión y vigor de la orquesta del Real es otro legado de Mortier. Durante sus cuatro años, no nombró director titular, sino que hizo rotar a sus favoritos, y entre ellos destaca la batuta de este complejo mosaico orquestal y vocal, Hartmut Haenchen. La orquesta se disolvía en los pianissimos, refulgía y machacaba en los fortes, bailaba con las intoxicantes melodías de esta gran ópera.

Entre los cantantes, me maravilló la Elsa de Catherine Naglestad. Sonaba, con voz firme y brillante, como una fanática demente, enamorada de su propio sueño. Cuando llegó Lohengrin a salvarla de la falsa acusación del malvado Telramund y su esposa la bruja Ortrud, se lanzó a sus pies en éxtasis. Así, al ser abandonada por el héroe por no poder reprimirse de hacer las preguntas que él le había prohibido (quién eres, cuál es tu linaje, de dónde vienes), su angustia es devastadora.

El tenor Christopher Ventris (Lohengrin), el barítono Tomas Johannes Mayer y el bajo Franz Hawlata (el rey Heinrich) la acompañaron con excelentes dotes actorales y voces de entre lo mejor del canto actual. Pero la rival de Elsa, la que le introduce la duda terrible que termina derrotando a Lohengrin, es Otrud. Y esta era la gran cantante  wagneriana de su generación, la norteamericana Deborah Polaski.

A una edad avanzada para estos trotes, Polaski ya no puede llenar el teatro con el vozarrón de antes, gritándole a Lohengrin que es un farsante y exigiendo al rey que lo desenmascare. Pero en la escena en que le susurra a Elsa que su amor debe tener un secreto terrible que esconder para prohibirle hacerle preguntas… es escalofriante. El juego de la falsa amiga, el comienzo de la tragedia, pone los pelos de punta, y me hizo pensar en lo que sentiría Mortier (que se solía sentar uno o dos asientos delante del mío, en la platea) al ver a sus talentosas marionetas cobrar vida y emocionarnos una vez más.

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Por los mismos días, Barcelona se aprestaba a ver una ópera muy pocas veces representada fuera de su país: La leyenda de la invisible ciudad de Kitezh, del maestro nacionalista ruso de principios del siglo XX Nikolai Rimsky-Korsakov.

Entre los operómanos, Rimsky-Korsakov tiene mala prensa. Durante casi todo el siglo XX, lo más escuchado de su producción musical en teatros de ópera alrededor del mundo fue la versión que hizo de la magistral Boris Godunov, de su amigo, el genio áspero Modesto Mussorgsky. Con la buena intención de que Rusia y Occidente escucharan la gran alegoría del poder absoluto, que en la versión dejada por Mussorgsky tenía disonancias extrañas, armonías poco ortodoxos y ritmos salvajes, la limpió y le limó las asperezas. Ahora esta versión suavizada casi no se escucha. Los músicos y los públicos prefieren el Mussorgsky original, imperfecto y genial.

Pero La leyenda de la invisible ciudad de Kitezh muestra otra cara del gran Rimsky-Korsakov: la del maestro de la melodía inspirada, espiritual, que va al corazón de la Rusia eterna. Un gran contador de historias, un excelente creador de personajes complejos. Su música es excesiva, grandiosa. En su época los rusos llegaron a llamar a esta ópera “la Parsifal rusa”. Y al verla a los pocos días de Lohengrin, pude ver los paralelismos: es rusa hasta la médula así como la música de Wagner es espeluznantemente alemana. Y también es universal.

Pero desde su estreno en 1907, casi nadie fuera de Rusia vio su grandeza. Casi nadie: solo en un teatro lejano La leyenda de la invisible ciudad de Kitezh causó furor: fue aquí, en el Liceu de Barcelona, donde los Ballets Russes del mítico Sergi Diaghilev trajeron esta monumental obra en 1926.

¿Qué despertó la imaginación de la burguesía catalana en plena República? ¿Tendría que ver con la locura wagneriana que para la misma época arrebataba a los ilustrados de Barcelona? ¿Se verían aquí también reflejados en la gran saga de un pueblo en busca de su identidad, luchando contra fuerzas superiores y enlazando su alma a una música envolvente? El hecho es que casi todos los años de la década siguiente, La leyenda de la invisible ciudad de Kitezh tomó por asalto Barcelona, hasta el comienzo de la Guerra Civil.

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La música impresiona por su inspiración constante, y siempre está al servicio de una trama angustiosa: Fevronaia, una joven campesina, cura al príncipe de Kitezh de una herida de caza sin saber quién es, se enamoran y el príncipe le envía mensajeros ofreciéndole casamiento y hacíendola traer a la ciudad. Pero en un pueblo a medio camino, atacan los tártaros, matan a todos menos a Fevronia y a un patético borracho, Grishka, de esos borrachos lúcidos, débiles y pesimistas tan propios de la literatura rusa.  

En Kitezh el príncipe junta a los hombres para enfrentar a los invasores, pero mueren todos en combate. Fevronia y Grishka huyen de los malvados, y la princesa mística ora para que la ciudad desaparezca en la bruma. Los tártaros no la ven, pero su reflejo en el lago los aterra y huyen. En la muerte, Fevronia se reúne con su príncipe y cantan a la gloria de la ciudad eterna salvada por la fe.

Como un último gran regalo al teatro al que dedicó sus mejores años de director artístico, Joan Matabosch programó una hermosa versión de esta ópera rara, con grandes voces, casi todas rusas, especialistas en este repertorio. El controvertido y muy creativo hombre de teatro Dmitri Tcherniakov, aquí en su doble faceta de director y escenógrafo, creó para cada uno de sus cuatro actos un especio cerrado, donde se mezclaban lo ancestral y mítico con lo actual y realista. Un poético campo de trigo, un bar de carretera, un colegio transformado en hospital y el mismo campo del principio, esta vez arrasado por el fuego, se transformaron en espacios simbólicos para un elenco en estado de gracia.

Svetlana Ignatovich recorrió con una voz poderosa y vibrante el paso de campesina a heroína de guerra y finalmente, santa en éxtasis. A su lado, defendieron con precisión y voces bruñidas sus papeles los tenores Maxim Aksenov (el príncipe) y Dmitry Golovnin (gran composición del ambiguo Grishka) y el gran bajo norteamericano Eric Halfvarson como el trágico rey de Kitezh. Y dirigiéndolo todo con pasión y mano segura, el nuevo director musical del Liceu, Josep Pons.

Cada una de estas óperas duró más de cuatro horas. Para muchos, una invitación a estos mamotretos de hace más de 100 años sería un castigo. Para mí fueron dos delicias, dos regalos de programadores musicales que no se resignan a la mediocridad. Uno se fue de casa; el otro nos dejó para siempre. Nos dejaron una visión nueva y original de un clásico de siempre y la recuperación de un título olvidado. Nos dejaron emociones e ideas. Para eso sigue sirviendo, a veces, el gran arte en la vieja Europa. 

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3 de mayo de 2014
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Gerard Mortier, despedida y gratitud al maestro espiritual

La foto que preside este pequeño homenaje es una de las últimas que el fotógrafo del Teatro Real (apropiadamente llamado Javier del Real) le tomó a Gerard Mortier. La jefa de prensa internacional del teatro, Graça Ramos, nos la envió a los corresponsales poco después de saberse la noticia del fallecimiento de Mortier, a los 70 años, el sábado, en su casa en Bruselas. Acababa de perder una valiente batalla contra el cáncer.

En la foto se lo ve consumido, agotado, pero con la mirada viva, inteligente, penetrante, irónica, que recordamos los que tuvimos el privilegio de entrevistarlo.

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Hijo de un panadero belga, Mortier llegó a la cima de la gestión y organización de exquisitos eventos musicales por sus propios méritos y con una auto-exigencia, cultura y ambición artística únicas en las últimas décadas. Fue el sucesor de Herbert von Karajan como director artístico del Festival de Salzburgo, llevó al teatro de ópera de su ciudad natal, La Monnaie, a la vanguardia de la ópera contemporánea, y en la Ópera de París mostró las grandes obras del pasado de una forma nunca antes vista.

Se alió durante su larga carrera con muchos de los creadores más innovadores de la escena teatral y musical contemporánea: directores de escena como Robert Wilson, Peter Sellars, pintores y escenógrafos como Eduardo Arroyo, directores de ópera como Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis o la joven y prometedora batuta española Pablo Heras-Casado.

Eran alianzas artísticas y espirituales: los convocó, los trajo a Madrid para llevar al Teatro Real a cotas nunca vistas de osadía artística. Como en Salzburgo o en París, a muchas sensibilidades conservadores los “inventos” de Mortier no les gustaban: preferían lo de siempre, el brillo y el oropel, el triunfo de las voces famosas, las óperas del repertorio usual, puestas en escena tradicionales.  

En su última etapa como mago y dinamizador cultural, Mortier creyó que la ópera de la capital española se merecía estrenos como The Perfect American de Philip Glass o el reciente Brokeback Mountain de Charles Wuorinen, la recuperación de joyas del pasado remoto, como The Indian Queen de Henry Purcell o del siglo XX, como San Francisco de Asís de Olivier Messiaen o el Wozzeck de Alban Berg.

Todas sus puestas fueron cuidadas al máximo, todas las que ví (más de la mitad de las que puso en escena en Madrid) me dejaron pensando, con preguntas y dudas profundas, en un estado de gozo y desasosiego interior, todo al mismo tiempo. De varias de las que más me impresionaron (como el Cosí fan tutte mozartiano dirigido por Michael Haneke) escribí en este blog.

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El año pasado lo entrevisté en su despacho, cuando todavía no lo habían despedido ignominiosamente por haber opinado que quería participar en la elección de su sucesor. Hablamos de ópera, de música, de teatro, pero sobre todo de espiritualidad. En su discurso percibí algo que pocas veces se escucha en estos días: un llamado pasional por hacer volver, crecer, ganar espacio los valores del espíritu, la cultura y el arte en la sociedad contemporánea, pero no el espíritu como servidor de ninguna religión. Un espiritualidad a-confesional.

Ahora están de vuelta los católicos, con su jefe Francisco en la cresta de la popularidad, llamando a una lucha entre la religión establecida y la superficialidad, el consumismo. Como si fueran las únicas posibilidades. Los valores espirituales por los que predicó, luchó y dio hasta su último aliento Gerard Mortier no son los de la católica ni de ninguna otra iglesia. Son valores ligados por un lado a la ilustración europea, pero por otro lado a una búsqueda personal, universal, en el fondo ácrata, propia de los artistas de verdad, que no sirven a ningún amo.

En su última rueda de prensa, hace un mes y medio, para presentar Brokeback Mountain, con 40 grados de fiebre y con el cáncer royéndole el páncreas, habló de la emoción del amor, de la lucha contra las ataduras y prohibiciones de los censores, y por la libertad individual en su sentido más profundo. En castellano, en inglés, en francés y en alemán, siempre a velocidad de vértigo y con un humor inagotable, hizo su último chiste, después de despotricar contra los ataques del gobierno de España y de Madrid a los derechos sexuales y reproductivos que tanto costó conseguir. “Yo digo lo que pienso. A mí ya me echaron”, dijo con una sonrisa seráfica. “¿Me van a echar otra vez?”

Nadie lo podrá echar de la memoria agradecida de los que disfrutamos de los espectáculos importantes, actuales, desafiantes que creó. Por él sentimos, por un momento, que tiene sentido y valor social y político este arte anquilosado, caro y favorito de los que llenan sus plateas, los encorbatados y las perfumadas que no sufren la crisis.

Gracias, maestro íntegro. Te echaré de menos, Gerard Mortier.  

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10 de marzo de 2014
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La comedia de enredos más triste del mundo: Mozart ‘oscurecido’ por Michael Haneke

En principio, parecía un encargo imposible: juntar la que habitualmente se presenta como la ópera más divertida de Wolfgang Amadeus Mozart con el director de algunas de las películas más deprimentes, más inquietantes de la última década.

Così fan tutte es la última obra de la extraordinaria trilogía que Mozart compuso sobre libretos del cura libertino (una combinación muy del siglo XVIII) Lorenzo da Ponte. Después de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, da Ponte le propuso a Mozart una comedia de enredos de tema exquisitamente amoral: dos soldados comprometidos con dos hermosas hermanas, están tan seguros de la fidelidad de sus chicas que aceptan el juego perverso del viejo tutor Don Alfonso: disfrazarse de albaneses y tratar de seducir cada uno a la novia del otro. Para lograr su propósito, el maestro de amoralidad se alía con la criada de las chicas, Despina, una adolescente práctica y precoz en cuestiones de sexo.

Pocas horas pasan desde que los soldados marchan a la guerra (otro engaño de Don Alfonso), cuando las novias ya están dispuestas a divertirse con los visitantes albaneses. En el momento en que firman los contratos de matrimonio (que hace 200 años era sinónimo de poder irse a la cama con sus nuevos amantes), suena la marcha militar que había despedido a los soldados. Los jóvenes quieren castigar a sus casquivanas prometidas, pero Don Alfonso canta con filosofía que no vale la pena enojarse porque “así hacen todas” (così fan tutte). Al final, se vuelven a formar las parejas originales. Todos aprendieron la lección y Don Alfonso ganó su apuesta.

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¿A quién se le podía ocurrir encargarle la puesta en escena de esta comedia rococó al director de la espeluznante La pianista, una película sobre la autodestrucción de una mujer torturada por su psiquis y por una madre perversa? ¿O al director de La cinta blanca, un oscuro relato de la maldad de los niños en el universo asfixiante de un pueblo feudal en la Alemania de hace cien años? Eso por no hablar de la última y más exitosa película de Michael Haneke, Amour, el angustioso final de una pareja de ancianos destruidos por la senilidad. 

Pero el director artístico del Teatro Real de Madrid, el belga Gerard Mortier, ya había emparejado a Haneke con el lado oscuro de Mozart. Cuando era director artístico de la Opera de París le había encargado un sorprendente Don Giovanni.  Sin embargo, ese encargo era más lógico: la historia del burlador de Sevilla, un libertino que mata al padre de una de sus efímeras conquistas, desafía a Dios y se quema en el infierno, tiene su costado oscuro mucho más a flor de piel.

¿Qué haría Haneke con esta comedia? Confieso que no esperaba mucho: en general, la idea de poner a directores de cine famosos a dirigir la parte teatral de las óperas es algo que proliferó en la España de los años del despilfarro. En el Palau de les Arts de Valencia Carlos Saura dirigió una Carmen deslavazada, pese a contar con cantantes de ensueño, el chino Chen Kaige perpetró una Turandot de péplum y Werner Herzog metió una imagen del edificio de Calatrava en su sonrojante final de Parsifal. Estas aventuras suelen fracasar por falta total de afinidad con el género. Una ópera es algo muy distinto de una película.

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Pero Haneke me sorprendió: es un artista de una cultura tremenda, conocedor a fondo de la música clásica, y estaba dispuesto a poner su sello, incluso si en algunos momentos su visión iba en contra de lo que habían querido decir Mozart y Da Ponte.

Para armar una fábula tristísima del desamor, lo primero que hizo el director fue vestir a los personajes como jóvenes burgueses actuales, cultos y aburridos. En las escenas de seducción, los soldados no llevan disfraz: son ellos mismos. Quieren jugar a ligar con sus parejas reales.

Entonces son ellas las que deciden cambiar, ser cada una seducida por el novio de su hermana. Ellas terminan siendo las seductoras, las que juegan, las que engañan, las que dan una lección a sus chicos aburridos.

Pero el elemento que cambia por completo esta comedia genial de Mozart y la convierte en una tragedia sofisticada de Haneke es el papel que juegan Don Alfonso y sobre todo Despina, que en las habituales producciones de la ópera se limitan a organizar el juego de enredos. Ella ya no es una sirvienta pizpireta que ayuda al viejo Don Alfonso en su plan. Es un personaje al borde del llanto o de la violencia, que está en escena desde el principio, viéndolo todo con amargura, sufriendo el seguro desenlace que es el triunfo de la hipocresía y la banalidad del sexo.

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La lección de Don Alfonso es que el amor romántico no existe, y cuando surge – las dos chicas se enamoran y sufren por sus nuevas conquistas – tiene que ser barrido, desterrado por las convenciones sociales.

Esta Despina es la pareja de Don Alfonso (eso no está en el libreto). Él es muy rico, la tiene amarrada en una perversa red de dinero y falsa felicidad, y no soporta ver a sus amigos enamorados.

Don Alfonso necesita demostrar que el amor es solo lo que él tiene y quiere: comprar a una jovencita, someterla a su poder. Despina llora, se enfurece, abofetea a Don Alfonso, soporta su beso violento (tampoco está, por supuesto, en el libreto), y su mirada desgarrada transforma la comedia mozartiana en otra cosa.

Los seis cantantes son soberbios actores, bellos y creíbles. Como marionetas en manos de Haneke, hacen que esta ópera de hace 200 años vuelva a la vida convertida en una historia actual, profunda, tristísima. 

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11 de abril de 2013
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