Scotty Bowers fue durante décadas el alcahuete de Hollywood, el “conseguidor” de sexo anónimo, de pago o gratuito, y disfrutador él mismo de los placeres lúbricos de la Babilonia de América. A los 90 y con la mayoría de los pecadores ya muertos, lo cuenta casi todo en Servicio completo. La secreta vida sexual de las estrellas de Hollywood .
Este chispeante y modesto libro de chismes inicia, además, el segundo centenar de títulos de una colección memorable: la del borde gris de Crónicas Anagrama, que vertió al castellano los clásicos de Ryszard Kapuscinski, Günter Wallraff, Truman Capote y Tom Wolfe.
En homenaje a esta colección y por la agradable lectura del viejo y deslenguado Bowers, escribí esto que salió la semana pasada en Cultura/s de La Vanguardia:
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El cinéfilo supremo Roman Gubern lo define así en la primera frase de su prólogo: “Este libro es un compendio de chismografía sexual de high class del Hollywood opulento.”
Obviamente, lo que más llamará la atención de los lectores es la profusión de anécdotas y detalles escabrosos y escondidos durante décadas, casi todos de naturaleza sexual, de los actores y actrices, directores, productores y sus amigos de la realeza y las finanzas. Pero Servicio completo es también el relato de la vida de un personaje fascinante, como salido de la picaresca del Siglo de Oro español.
Empecemos por el personaje: si hemos de creerle, el sexo fue el eje de la vida del hoy nonagenario Scotty Bowers. Nacido en una granja de Illinois, en su primera infancia en un colegio religioso ya los curas se turnaban para abusar sexualmente de él, pero en su relato no lo presenta como violación o tortura sino como el inicio de una carrera centrada en servir y hacer felices a personas necesitadas de sexo. Nada, ni la pederastia, es motivo de condena o crítica en este libro. Hasta lo más sórdido parece simpático.
En sus años como marine en el Pacífico en la Segunda Guerra Mundial, hay más páginas sobre sus encuentros sexuales en sus días libres que sobre las batallas y masacres en las que participó. Y apenas terminada la guerra, comienza la farra sin frenos: Bowers consigue trabajo en una gasolinera de carretera cerca de la meca del cine, y en unos meses ya desfila por allí toda clase de buscadores de sexo ocasional.
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El mismo Scotty proporciona lo que puede, comenzando con sus primeros ligues: el legendario actor Walter Pidgeon y el mítico director George Cukor. Aunque con los calzoncillos bajos, no parecía ni legendario el uno ni mítico el otro. Como no daba abasto, empezó a proporcionar a sus “amigos” jóvenes de ambos sexos para sus aventuras. Muchos revolcones tuvieron lugar en el baño de la gasolinera o en una caravana que un amigo le pidió que le “cuidara”.
¿Era esto prostitución? Bowers evita la definición, pero para mí como lector, esa es la palabra que aplicaría a esos encuentros rápidos entre ricos y famosos, muchos de ellos de 50 o 60 años, como el actor Charles Laughton o el dramaturgo Nöel Coward, con jovencitos pobres, donde al “encuentro por placer mutuo” sigue una jugosa “propina”. El precio usual, elevado en los cuarenta y cincuenta, era de 20 dólares.
¿Eran todos encuentros entre hombres? La mayoría, porque la represión de las homosexualidad y el cuidado de los grandes estudios por la reputación de sus actores requerían sigilo y nocturnidad. Fue recién en los ochenta, cuando el SIDA hizo saber al mundo que Rock Hudson, el galán por quien suspiraban las mujeres de medio mundo, era gay. Scotty Bowers lo sabía hacía décadas: Hudson estaba en su grupo habitual de clientes, junto con Cary Grant, Montgomery Cliff y hasta los duques de Windsor. Pero también había quien buscaba mujeres, sobre todo jovencitas.
Caso aparte eran las lesbianas secretas, como Katherine Hepburn. Mientras la Metro Goldwyn Meyer promocionaba en todas las revistas su romance con su compañero de reparto Spencer Tracy, Bowers asegura haberle proporcionado a ella cientos de morenitas (su preferencia) y a él alguna que otra noche de borrachera y sexo en su propia compañía.
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El libro se lee de un tirón y proporciona muchas historias subidas de tono (la descripción de los gustos de cada uno es “explícita”) con un estilo elegante, reflexivo, y una sabia estructura donde el cotilleo se mezcla con reflexiones sobre lo variado e irreprimible del impulso lúbrico, una mirada sorprendente a los entretelones de Hollywood y su forma de hacer películas y crear mitos, y más en lo profundo, una reflexión sobre el extraño peso de la conducta personal en el imaginario de un país fundado en las ideas de la libertad y el puritanismo.
A esto contribuye ciertamente la maestría del co-autor Lionel Fiedberg, un guionista de Hollywood quien grabó cientos de horas de entrevistas con Bowers y las armó en esta narración no lineal. Se nota la mano del experto contador de historias, junto con la memoria prodigiosa del celestino de las estrellas, que al final de su vida sale del armario de los secretos, para regocijo de los mitómanos del cine.