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Santa Evita

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Tomás Eloy Martínez: El inventor de la realidad

Se cumplen 20 años de la publicación de Santa Evita y 30 de La novela de Perón, las dos obras maestras de Tomás Eloy Martínez. Su Fundación acaba de anunciar nuevas ediciones de ambas obras, con anexos documentales inéditos. Es un buen momento para recordar al maestro. Yo comencé a recordarlo así, recuperando el día en que lo vi por primera vez.

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El invierno de 1989 fue un tiempo duro en Buenos Aires. Hiperinflación, amenaza de golpe de estado, desabastecimiento, una sensación en el aire de que todo era precario, que la frágil democracia podía caer destrozada en mil pedazos.

A mí me tocó, como a muchos otros periodistas, trabajar a destajo para seis medios a la vez. Había mucho que contar. Buenos Aires era, como casi siempre, una ciudad maravillosa para ser periodista y espantosa para vivir.

Una de las secciones para las que escribía era el suplemento cultural Primer Plano, de Página 12, que dirigía Tomás Eloy Martínez desde su despacho de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey.

Aquel día llegué para entregar una entrevista. Era todavía la época en que los textos se llevaban en papel, a mano. Esperaba discutir mi texto con los editores, pero nadie notó mi presencia. Todos estaban sentados en silencio en el rincón donde se hacía el suplemento. Nadie se movía. En el centro se sentaba un hombre robusto, canoso, de cara llena y ojos llameantes. El hombre estaba contando una historia.

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Yo llegaba justo en la escena, que debía haber contado muchas veces pero que, como actor y profesor consumado, Tomás Eloy Martínez desgranaba como si le hubiera pasado ayer. Era la famosa historia de cómo despegó su investigación sobre el destino del cadáver de Eva Perón.

Era una de las historias más repetidas y secretas que corrían por el Buenos Aires enfermo de historias increíbles de esos días. La historia de cómo Martínez, que había publicado en 1985 La novela de Perón, su fascinante retrato literario y verídico del General, estaba terminando la novela de Evita. 

Las historias de Evita y de Perón eran difíciles de contar, y Tomás Eloy Martínez lo estaba haciendo de forma oblicua y magistral, entrevistando al anciano general en su residencia de Madrid, compartiendo días y días con él, su nueva esposa, Isabelita, y con el rasputinesco lacayo, el cabo de policía y astrólogo José López Rega.

Esta historia espeluznante comienza así, dentro de la cabeza del general:

“Una vez más, el general Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar. Cuando despertó, tuvo la sensación de no estar en ningún tiempo. Sabía que era el 20 de junio de 1973, pero eso nada significaba. Volaba en un avión que había despegado de Madrid al amanecer del día más largo del año, e iba rumbo a la noche del día más corto, en Buenos Aires. El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podía tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte?”. 

Perón estaba volviendo de su exilio, derrotado física y mentalmente pero esperado como una figura sobrehumana, el único que podía salvar a la patria confusa y herida.

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Martínez había nacido en Tucumán en 1934, se había formado en la mejor escuela de periodistas de Sudamérica –el diario La Opinión bajo la tutela del gran Jacobo Timerman. Martínez y otros brillantes jóvenes de su generación siguieron a Timerman en su fundación de la revista Panorama, y desde allí saltó a la fama y al exilio después de cubrir la matanza de 16 guerrilleros en la base aeronaval de Trelew.

Antes aún del golpe del 76 Martínez y estaba exiliado en Venezuela, donde fundó El Diario en Caracas. Allí publicó una serie de ensayos narrativos sobre personajes de la literatura y la historia, captados en el momento de enfrentar el final. Se llamó Lugar común la muerte.

Con una beca se instaló en la Universidad de Maryland y allí fue dando forma a La novela de Perón. Terminó la dictadura, Martínez seguía dando clases en Estados Unidos y viajaba cada tanto a su país, y los jóvenes sobrevivientes lo leíamos con fruición, como uno de los maestros que la dictadura nos había escatimado.

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De esa tarde en la redacción escuchando a Tomás Eloy Martínez recuerdo el extraño efecto de estar ante una gran obra y ante la extrema dificultad para completarla. ¿Cómo contar la historia de Eva?

La esperada salida de Santa Evita se demoró casi seis años más. Cuando llegó a las librerías argentinas, en 1995, fue un éxito sin precedentes. Ya lleva más de treinta ediciones y más de treinta idiomas a los que fue traducida. A casi tres lustros de su publicación, es considerado un clásico de… ¿de qué?

En su ensayo Contar una historia Tomás Eloy intenta responderse: “Desde que intenté narrar a Evita advertí que, si me acercaba a Ella, me alejaba de mí. Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura de mi narración. Pero apenas daba vuelta la página, Evita se me perdía de vista, yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mí, mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío. A veces no sabía si Ella estaba viva o muerta, o si su belleza navegaba hacia adelante o hacia atrás.”

Y así, desde el relato descarnado y poético de la muerte de Eva es que comienza a contarse su vida y la construcción colectiva de su leyenda. “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.

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En el primer párrafo de La novela de Perón, el general también se despertaba de un sueño que le había hecho pensar en la muerte, pero de uno a otro libro cambió la perspectiva, como si estuviera claro que la distancia entre Perón y su mujer fuera la que va de un gran líder político de su tiempo a un arquetipo atemporal y universal.

Y la prosa de Tomás Eloy Martínez también se depuró, concentró y maduró en esos años, para transformarse en la de un heredero de la precisión y el vuelo de Borges, irónicamente para presentar desde la alta literatura a Evita, el personaje que Borges más odiaba.

Lo genial de La novela de Perón y Santa Evita es que en ellos el periodista lleva su oficio hasta el punto máximo de sus posibilidades. Como reportero de la historia, la huele, hunde sus manos en ella, se mete en los sueños de militares, actrices y sindicalistas y vuelve de su viaje con una verdad más densa y más rica que la que cuentan los demás cronistas.

En 2006 el Fondo de Cultura Económica de México publicó una excelente antología que muestra la enorme amplitud de los temas que trató, su erudición, su sensibilidad, su prosa poética y certera. Se llama La otra realidad, y en el prólogo, la antologista Cristine Mattos postula que en su obra lo real y lo inventado están en permanente diálogo, búsqueda, actividad creativa.

Al acercarse a grandes personajes históricos como Perón y Evita, y también a escritores como Julio Cortázar, Macedonio Fernández o Simone de Beauvoir, su acercamiento imaginativo pero siempre a la búsqueda de una verdad profunda sobre el personaje permite crear una mirada poliédrica, multidimensional.

De los muchos textos de La otra realidad que me atraparon, pocos me produjeron tanta emoción como el último, dedicado a una vecina suya de Highland Park quien, cuando supo que llegaba su hora, invitó a sus amigos a una fiesta para celebrar su muerte.

Jane-Julia decía que quería morir con los ojos abiertos.

Así siento que todo lo miró, hasta el final, este gran escritor. Con los ojos bien abiertos – sus ojos – aprendimos a ver a sus personajes reales e inventados.

Tomás Eloy Martínez murió en Buenos Aires el domingo 31 de enero de 2010, a los 75 años. Para todos los que lo trataron, fue un tipo grande y generoso. Para el castellano, un maestro de la precisión. Para su país, la más dolorosa de las lupas. 

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13 de abril de 2015
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Alberto Salcedo Ramos, el gran duende tropical de la crónica latinoamericana

Cuenta Tomás Eloy Martínez, el gran autor de Santa Evita, que a finales de los sesenta formó parte de la delegación que esperó a Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Buenos Aires, en la primera visita del gran colombiano a la ciudad donde acababan de publicarle Cien años de soledad. Ante los escritores australes, ceremoniosos y sobrios, apareció un torbellino de colores y verborragia. Con su camisa imposible y su gesticulación desbordada, Gabo se les apareció como el trópico hecho carne y verbo.

Me acordé de ese relato, que Martínez incluye en su antología La otra realidad, cuando conocí al mejor cronista colombiano actual, el excesivo e irresistible Alberto Salcedo Ramos.

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Lo conocí hace casi un año, en el encuentro en México de Nuevos Cronistas de Indias de la Fundación Nuevo Periodismo, la que fundó García Márquez. Era difícil no notarlo: Salcedo Ramos, un barranquillero picante, lucía camisas no aptas para daltónicos y disparaba más palabras por segundo que ninguno.

En México hablamos de la formación de nuevos cronistas. Me impactó su forma clara de referirse al valor de educar, y su generosidad al dar consejos a los veinteañeros. Lo volví a ver en Madrid. Secuestrado por la gripe, tomando un jugo de naranja tras otro, seguía siendo un huracán. La semana que viene, comeremos en Medellín. No veo la hora de escucharlo. Aunque en cierta forma, su voz me acompaña casi cada hora: en Facebook y en Twitter es tan “mudo” como en vivo. A cada rato, un chiste certero o un comentario ácido.  

Pero como su legendario compatriota, lo que hace memorable a Alberto Salcedo Ramos no es su “personaje”, sino su pluma. Sus dos últimos libros, que empezaron a regar su nombre entre los seguidores de la crónica en los países de habla hispana, muestran a un maestro original y riguroso.

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El oro y la oscuridad es un perfil emotivo y complejo del ex campeón de boxeo colombiano Kid Pambelé. En decenas de conversaciones con el ídolo caído, Salcedo se adentra en su adicción a la fama y su íntima fragilidad. Pero también entrevista en profundidad a su familia, a sus pocos amigos y sus muchos ex socios y promotores.

De este buceo sale con un cuadro inquietante de un boxeador único, que subió a la cima desde lo más bajo y volvió a bajar cuando sus puños perdieron fuerza. Y también con un análisis sobre el país donde Kid Pambelé pudo llenar la imaginación de dos generaciones.

La eterna parranda es, en cambio, una antología de crónicas breves sobre deportistas, cantantes y sorprendentes seres anónimos. No hay repetición, no hay fórmulas: los textos de Salcedo Ramos, publicados en revistas como Soho y Gatopardo, sorprenden, divierten y hacen pensar.

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Por ejemplo, Enemigos de sangre. Cuenta la historia de dos hermanos del interior profundo de su país. Uno se unió a la guerrilla de las FARC; el otro, a los paramilitares. La madre sufrió cada día de su ausencia, pero ambos volvieron con vida. Al desmovilizarse, comparten aula: para cobrar un magro subsidio, deben completar la educación básica y aprender respeto y valores.

Con esta historia, Salcedo Ramos construye un apasionante relato de hermanos angustiados ante la posibilidad de matarse entre sí, y que ahora inician juntos un incierto futuro. Es la historia de su país centrada en un puñado de personajes atrapados por la violencia. Y es la crónica desbordada y sobria de un gran maestro.

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7 de septiembre de 2013
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