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Robert Boynton

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Tom Wolfe en Barcelona: el hombre del traje blanco no puede dejar de contar historias

Ahora sí lo puedo contar. El 11 de diciembre acompañé a mi amiga Marina Artusa, del diario Clarín de Buenos Aires, a su entrevista con el mítico Tom Wolfe en el elegantísimo hall del hotel Casa Fuster de Barcelona (me cobraron 5,70 euros por un cortado, ya se imaginan qué elegante), y le prometí que hasta que ella no publicara su entrevista, o no diría nada en este blog. Esta semana salió en el suplemento literario EÑE su profunda charla con el “creador” del Nuevo Periodismo, y ya estoy liberado.

¿Qué cómo es Tom Wolfe? Como un ser de otro planeta y al mismo tiempo un viejo colega risueño y nada pretencioso. Cuando apareció en la puerta, encorvado por la artrosis y por sus 82 años pero sonriendo como un niño, fue como una aparición bíblica: la piel casi traslúcida, los ojos hirientes de tan celestes, los huesos de papel, y el eterno traje blanco, inmaculado. La camisa, a rayas blanca y celeste. La corbata azul cobalto, los zapatos en dos colores y unas imposibles medias cuadriculadas.

Marina centró su entrevista en su cuarta y última novela, Bloody Miami, que venía a presentar. Yo había leído dos de sus tres novelas anteriores (La hoguera de las vanidades, atrapante y profética sobre el mundo corrupto de las finanzas pero a ratos tediosa) y Yo soy Charlotte Simmons (para mí un mamotreto insufrible y moralista). La pura verdad, no quería enfrascarme en las 700 páginas de su fábula oscura de la ciudad invadida por los cubanos.

Yo quería conocer al gran periodista narrativo, al autor de Ponche de ácido lisérgico y de La izquierda exquisita y Mau-Mauando al parachoques y de Lo que hay que tener, adalid de una nueva forma de contar la realidad, con escenas vistas con ironía y captadas al vuelo, que pasan con la rapidez de su estrambótica invención verbal. A la locura y el desenfreno de los sesenta y setenta, a la seguridad insultante de la generación del rock y las drogas y el sexo y a esa fascinante jungla de izquierdistas de sofá les faltaría algo si no las hubiera descrito el sarcasmo y el talento de Wolfe. faltaría algo sin la mirada impiadosa y la prosa a salto de mata del gran Tom.   

*          *          *

El día anterior a nuestra entrevista, el viejo Wolfe había dado una rueda de prensa y una conferencia en La Pedrera. Habló de literatura, de su libro, pero pareció despreocuparse del presente y futuro del periodismo. Mi gran amiga María Angulo se lo reprochó en una columna en El Periódico de Aragón. Dice, con razón, que Wolfe no habló, no pudo o no supo hablar, de los avatares del periodismo literario o narrativo actual. “fue descorazonador escuchar al maestro decir que no conoce medio alguno que se dedique al New Journalism y que en el mundo digital este periodismo no tiene cabida,” se lamenta  María Angulo en un texto que se llama Los genios también se equivocan.

En mi corta charla con él y viendo la entrevista de Marina, me quedó una fuerte impresión de que Wolfe no habla “sobre” nada. No hace más que contar historias. Cuando le pregunté por el “Nuevo nuevo periodismo” y por el libro de ese nombre de Robert Boynton me quedó claro que no lo había leído. Pero me recomendó uno de los nuevos cronistas estadounidenses: Michael Lewis, y su libro sobre los fraudulentos corredores de bolsa en el Nueva York de los ochenta: Liars’ Poker. Ese libro desnuda al mismo tipo de personajes que La hoguera de las vanidades, y Tom Wolfe, enamorado de esos personajes extremos, se lanzó a contarme el argumento, y se quedó varios minutos narrando una escnea del libro, entre un trader ambicioso y su maestro, mientras sus manos temblorosas trataban de abrir la bolsita del azúcar para echárselo a su café.

Cuando Marina le dijo que ambos éramos argentinos, nos contó su encuentro y su fascinación con la música de Astor Piazzolla, y su desastroso intento de aprender a bailar el tango. “Buenos Aires es la única ciudad a la que fui sin tener que escribir, sin un assignment”, nos dijo.

Y después nos contó la escena en el enorme apartamento de Leonard Bernstein frente a Central Park con los Panteras Negras, sus invitados, predicando que en un piso como ese deberían vivir 20 familias. Y Benstein, sentado entre sus dos pianos de cola, aplaudía con entusiasmo ese llamado a despojarlo de su casa.

Nunca supe a cuenta de qué empezó a contar esa historia, que yo había leído hace más de 20 años en La izquierda exquisita. ¡Pero qué gusto oírlo! A cada pregunta que pedía un análisis, él contaba una historia. No me pareció profundo. Me pareció un hermoso abuelo cuentacuentos. La profundidad estaba en lo feroz de sus cuentos del pasado. Hoy le queda las irrefrenables ganas de seguir contando.

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Y entonces, hacia el final, le pregunté por el traje blanco. Dicen que tiene 40. Miles de veces le deben haber preguntado por eso y miles de veces lo debe haber contado, pero por su gusto al zambullirse en una historia, uno siente – yo sentí – que me estaba contando a mí algo que no había contado nunca antes.

Que iba a la entrevista para su primer trabajo en Nueva York, a principios de los sesenta. Que al pasar por una tienda se acordó de que su padre siempre usaba trajes blancos de lino en verano, y hacía mucho calor. Que entró en la tienda y se compró un traje blanco, pero era de tweed con poliéster. “Solo se puede usar a partir de noviembre, así que me tuve que comprar otro”, y le parpadeaban los ojos celestes. Y me dijo que lo primero que le sorprendió fue que lo empezaban a tomar como un desafío, como un insulto.

“Cuando empecé a publicar libros, me venían a entrevistar. Yo no estaba acostumbrado a estar del otro lado, yo era el que entrevistaba”, me dijo. “Y me fui dando cuenta que el traje blanco hacía que me vieran como alguien especial, con un estilo propio”. Y agregó, con una risita malévola que delataba que ya había usado antes ese giro: “Otros tenían personalidad; yo tenía un traje blanco”.

Nunca olvidaré mi breve encuentro con Tom Wolfe, el viejito frágil e insustituible que no puede dejar de contar historias.    

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12 de enero de 2014
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Periodismo literario: vivo, vigente y cálido – incluso en Finlandia

Acabo de volver de la 8ª conferencia de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS).

Es la cuarta a la que acudo, y ya siento que formé una familia a la distancia con esta treintena de académicos enamorados del periodismo narrativo, veteranos periodistas convertidos en profesores y estudiantes de doctorado hambrientos de descubrir nuevos autores (qué antiguo suena eso).

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La primera vez fui de la mano de mi viejo amigo Pablo Calvi, antiguo periodista de Clarín que saltó sin red a la academia. Pablo es el primer latinoamericano en doctorarse en periodismo en la Universidad de Columbia. Su tema es la comparación entre el Nuevo periodismo del norte de América y la crónica del Sur.

En 2010, en la Universidad de Roehampton, en Londres, en un panel sobre nuevas formas de contar, escuché a la profesora Leonora Flis, de Eslovenia, hablar del gran Joe Sacco, autor de Notas al pie de Gaza y maestro del cómic de no ficción.

En 2011, en Bruselas, el doctor Todd Shack, quien en otra vida fuera barman en Amsterdam, me abrió los ojos a la obra poética y terriblemente real de Charles Bowden, el cronista de la frontera entre EEUU y México, el autor de Ciudad del crimen.

Ya les hablé en este blog tanto de Notas al pie de Gaza como de Ciudad del crimen. Esos descubrimientos empezaron para mí en los congresos de la IALJS.

Y siguieron brotando autores y descubrimientos. En 2012, en Toronto, la imponente voz del noruego Jo Bech-Karlsen me introdujo en el debate moral alrededor del relato de no ficción El librero de Kabul, de su compatriota Asne Seierstad. ¿Cuáles son los límites de la no ficción?

Este año la conferencia central corrió a cargo de Robert Boynton, el influyente autor de El nuevo nuevo periodismo: nos habló de las formas en que Internet, los blogs, los libros digitales y la auto-edición están abriendo nuevos rumbos para el oficio.

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Pero en las dos salas de la Universidad de Tampere, bajo un calor inesperado (bueno, inesperado para mí, que llevé toneladas de abrigo innecesario a Finlandia), se sucedían decenas de presentaciones.

Voces de Australia, de Brasil, de Suecia, de Sudáfrica, de Canadá, de Bélgica, de Inglaterra y Alemania recuperaban a grandes cronistas del pasado y llamaban la atención de nuevos periodistas literarios que de otra forma no pasan las fronteras de su país o de su idioma.

¿Sala 1 o sala 2? Era como pedir a un niño que elija entre una juguetería y una dulcería. 

Y en las cenas y desayunos, departir con los popes de esta creciente disciplina, como el gran Norman Sims (autor de la indispensable antología El periodismo literario), el maestro paternal David Abrahamson (experto en historia de las revistas norteamericanas) o la profunda escudriñadora de los abismos humanos Sue Joseph (creadora de la escalofriante serie de perfiles Speaking Secrets, de la que les hablaré algún día).

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Tras cuatro años, ya sabiéndome arropado en esta cofradía, me animé a hablarles de mi reverenciado Gabriel García Márquez y sus tres libros de no ficción (Relato de un náufrago, La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro), y a contarles la historia de mi guerra, la de Malvinas de hace ya 31 años. Creo que los hice viajar un poco con la historia de mi crónica Los viajes del Penélope.

Vuelvo más rico, más seguro del camino que emprendí hace una década, y esperando ya la 9ª conferencia de IALJS.

Mayo de 2014: Bonjour, París!



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23 de mayo de 2013
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