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Realidad

 

Todo el dispositivo de la realidad es semejante a una maquinaria mecánica de relojería que, hasta donde la ciencia alcanza a saber, podría continuar funcionando indefinidamente de igual forma, sin que existan en ella conciencia, voluntad, esfuerzo, dolor ni placer.

Erwin Schrödinger.

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Citado por Alejandro Duque Amusco en su libro de poemas A la ilusión final, Renacimiento, Sevilla, 2008.

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10 de noviembre de 2017
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Lectores, espectadores

 

Una resistencia creciente a admitir la ficción.

 

Los lectores se sienten defraudados cuando sospechan que tal o cual personaje o tal o cual situación son fruto de la inventiva del narrador. Resultan habituales las expresiones “¿pero esto es verdad?”, “¿pero este personaje existió?”. Confiesan que recurren a la consulta inmediata en Google, a la búsqueda que confirme la deseada existencia real de un personaje, de una historia. Se produce una equiparación entre mentira y ficción (a veces hay que soportar insultos del calibre de “eres un mentiroso” tendentes a situarte en esa categoría de apestados a los que no se les concede crédito).

 

El público ha olvidado cualquier vínculo con la esencia de la ficción, ha perdido la capacidad de comprender qué es la imaginación y por tanto considera imposible que alguien pueda crear. Toda narración se convierte en una biografía, en un roman à clef.

 

A menudo (cada vez más) he de oír, entre las personas que me leen, comentarios maliciosos en la línea de “¡pero qué imaginación tienes!”, “¡cómo se te pueden ocurrir estas cosas!”.

 

“Esta película está basada en hechos reales” es un rótulo de uso común en telefilmes, otorga un marchamo de seriedad, alejado del juego de la ficción, tan poco apreciado por los consumidores del género.

 

Otro latiguillo inmisericorde es el que hace referencia a la curiosidad del escritor, a la que confunden con el chismorreo; te recriminan, se asombran, ante el ejercicio de interrogar a la gente, a no quedarse en la superficie de lo que se cuenta, a forzar a que se diga algo más de lo que se dice en una conversación rutinaria en la que los participantes repiten fórmulas de relación y no traspasan el límite de la evidencia. Es pecado interesarse por lo que normalmente se guarda por razones de pudibundez o cortesía; no está bien visto hablar de determinados asuntos. Sin embargo, a menudo ocurre que la persona interrogada descubre que exhibir lo tradicionalmente oculto le proporciona placer y, esta nueva actitud, genera en ella una violenta complicidad con el interrogador, una complicidad en extremo pegajosa que requiere ser cercenada.

 

 

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16 de diciembre de 2015
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