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Plácido Domingo

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La ópera también celebra a Shakespeare

A 400 años de su muerte, William Shakespeare está más vivo que nunca: en los teatros, en el cine, en los libros, en los debates intelectuales… y también en la ópera.

El crítico literario Harold Bloom lo “acusó” de haber inventado “lo humano”, al hombre moderno. El idioma inglés le debe cientos de palabras y una capacidad única para la precisión y la ironía. El teatro le debe todo. Y la política, casi todo: sin él serían incomprensibles las campañas electorales, las series de televisión. No se puede contar ni ejercer el poder sin sus tragedias de reyes y emperadores.  

No es extraño entonces que haya sido fuente de inspiración de tantos músicos. La musicalidad de sus sonetos y monólogos parecen pedir melodías, y muchas de sus obras, sobre todo las comedias románticas, incluyen canciones. Pero fue a partir de Henry Purcell que los compositores empezaron a excavar la profunda mina de su obra.

Primero farsa, después tragedia

En 1692, a menos de un siglo de la  muerte de Shakespeare, el más grande de los compositores ingleses puso música incidental a una versión ligera del Sueño de una noche de verano. The Fairy Queen se interna en lo fantástico, lo divertido del juego de disfraces, la alegría del amor. Ritmos ágiles, melodías frescas y un uso chispeante de los instrumentos de viento.

En 1976, Aribert Reiman compuso una ópera áspera, angulosa, con un acusado sentido dramático que lamentablemente no abunda en la lírica contemporánea. Lear fue estrenada con gran éxito en la Ópera de Múnich. Pocas veces la música contemporánea sin melodía discernible ha sido capaz de transmitir tanta emoción, de delinear con lentas punzadas musicales un puñado de personajes marcados por la desesperación.

Entre estos dos extremos, más de una veintena de compositores de todas las épocas y tradiciones sucumbieron al embrujo de Shakespeare.

Este año de aniversario presenta una muestra de esta riqueza y variedad en los principales teatros de ópera de la península. En diciembre, el tenor devenido barítono Plácido Domingo estrenó en el Palau de les Arts de Valencia su personificación de uno de los más grandes papeles verdianos, Macbeth, el “primer Shakespeare” del italiano. Dos meses más tarde, el Teatro Real de Madrid estrenó una rareza de Wagner: Das Liebesverbot (La prohibición de amar), su segunda ópera, basada en la comedia Medida por medida. Y en mayo, el Liceu de Barcelona presentará una joya del bel canto, I Capuletti e i Montecchi, la versión de Vincenzo Bellini sobre Romeo y Julieta.  

Bel canto, Verdi, ¡Wagner!

Sin duda, el compositor más marcado por el bardo fue Giuseppe Verdi. Macbeth es su décima ópera, compuesta a los 33 años, y con ella los especialistas dicen que comienza una nueva relación, más profunda y moderna, con la dramaturgia.

Como Macbeth y Lady Macbeth, Domingo y la imponente soprano rusa Ekaterina Semenchuk se sumergen en la locura del poder, el crimen y la culpa en una puesta en escena oscura: una sucesión de paredes que se van cerrando sobre la pareja protagonista. En esta versión, Macbeth es vencido más por sus propios fantasmas y su fragilidad que por la fuerza de sus enemigos.

Verdi volvió a Shakespeare al final de su vida, en lo más alto de su carrera: cuando ya consideraba cerrada su obra, el libretista y compositor Arrigo Boito lo convenció para que volviera: a los 74 años compuso Otello, su obra maestra. Y a los 80, Falstaff, la comedia llena de piedad y empatía por las debilidades humanas, basada en el personaje del adorable gordinflón lascivo que aparece en Enrique IV, Enrique V y en Las alegres comadres de Windsor. El gran trágico Verdi se despide con una sonrisa comprensiva.

El gran rival de Verdi en la ópera en el siglo XIX, Richard Wagner, está mucho más alejado del universo de Shakespeare. Por eso fue una agradable sorpresa descubrir este año su segunda ópera, la única comedia que había compuesto antes de Los maestros cantores de Nuremberg, que termina de una forma tan wagnerianamente seria y solemne.    

Das Liebesverbot (La prohibición de amar) es la historia de un hipócrita gobernador que impone un código moral estricto y sentencia a muerte a un joven que se acostó con su novia. Cuando la hermana del joven, una monja, le ruega piedad, al gobernador se le despierta la misma libido que castigaba en los otros, y ofrece a la monja clemencia a cambio de sexo. Todo termina bien: en la obra original de Shakespeare, Medida por medida, el gobernador es castigado por su superior, un duque. En la versión de un Wagner revolucionario de 20 años, es el pueblo el que se rebela.

En el Teatro Real, como parte de la divertida puesta en escena de Kaspar Holten, todo termina con un aquelarre final, con el gobernador entrando disfrazado en el carnaval que él mismo había prohibido para encontrarse con la religiosa que lo desvela. Los personajes aparecen en el carnaval vestidos como los adustos héroes del Wagner maduro: el más desopilante es el jefe de policía, que lleva larga peluca rubia y cuernos, como una valquiria.  

Para terminar con las celebraciones operísticas de Shakespeare, el Liceu de Barcelona programa en mayo y junio una joya del bel canto: I Caputelli e i Montecchi, de Vincenzo Bellini. Aunque para muchos estudiosos el libreto de Felice Romani puede haberse basado en las mismas leyendas renacentistas italianas en que se basó Shakespeare, al ojo y al oído de hoy no hay duda: es el Romeo y Julieta de Shakespeare hecho ópera.     

Y a diferencia de su “rival”, el Roméo et Juliette de Charles Gounod, en el que Romeo es un tenor, aquí el joven enamorado está interpretado por  una mezzosoprano. En el estreno de 1830 fue la legendaria Giudita Grissi. En el Liceu lo interpretará la gran mezzo de coloratura Joyce di Donato.

¿Y qué le aporta la música al gran bardo?

Shakespeare enriqueció enormemente el mundo de la lírica. ¿Pero qué aporta la ópera a las obras tan completas y redondas que el gran dramaturgo inglés creó para el teatro hablado? ¿Qué les agrega la música orquestal y el canto?

Creo que tres cosas, que se ven patentes en Macbeth, en La prohibición de amar y en Montescos y Capuletos. La primera, la más obvia, es la inclusión del coro: nunca el teatro hablado tendrá un personaje coral tan potente y locuaz. El coro es el pueblo que clama, grita e implora con una sola voz en decenas de gargantas.  

En la ópera, lo coral que bulle en los argumentos de Shakespeare se magnifica: el pueblo escocés llora por su opresión y al final celebra la caída de Macbeth. Wagner cambia el final de Medida por medida para que al gobernador hipócrita no lo venza el duque que lo nombró sino el pueblo, harto de sus arbitrariedades. Es el coro que triunfa sobre la injuticia. Y en la versión de Bellini, Romeo y Julieta son antes que nada miembros de familias rivales. No es extraño que esta obra tan coral se llame I Capuletti e i Montescchi.

En segundo lugar, los personajes de Shakespeare detienen la acción para hablar consigo mismos. El monólogo filosófico de Hamlet; el delirio heroico de Falstaff; la confesión feroz de maldad de Iago. Los libretistas de ópera transforman con facilidad estos momentos en grandes arias. Y los compositores, en música sublime.  Lo mejor del desparejo Hamlet de Ambroise Thomas es el aria de la locura y muerte de Ofelia, que enloquece cantando en una cascada aterradora de notas agudas, con las que deslumbró hace una década la soprano Natalie Dessay en el Liceu.  

Por último, las descripciones de estados de ánimo, las tormentas y amaneceres y noches estrelladas, las escenas de alegría y tristeza colectiva, las batallas… El paso del teatro al libreto de ópera elimina o reduce muchas de las escenas en las que personajes secundarios cuentan lo que pasa fuera de escena. Los compositores lo reemplazan por paisajes sonoros: Otelo rumia en silencio sus celos y la música es el taladro de la duda insidiosa dentro de su cabeza; el bosque encantado del Sueño de una noche de verano florece en las cuerdas y los oboes de Purcell; en mundo se vuelve hostil y maligno en la música angulosa e inquietante del Lear de Aribert Reimann.

En estas obras geniales, la música completa y acaricia las palabras de Shakespeare.  

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3 de mayo de 2016
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Woody Allen llega a la ópera desde la banda sonora

El 30 de junio se estrena en el Teatro Real de Madrid la primera (y probablemente la última) ópera con puesta en escena de Woody Allen. Se trata de la única comedia de Giacomo Puccini, la ópera corta Gianni Schicchi. ¿Cómo es una ópera dirigida por Allen? ¿Cómo llega este cómico y cineasta al arte lírico? ¿Qué le aporta?

Este artista único sigue en esto la línea de otros directores de cine como Ingmar Bergman, Luchino Visconti, Franco Zefirelli, Anthony Minghella, Chen Kaige, Carlos Saura y Werner Herzog. Pero hay una diferencia, creo yo.

La música fue siempre  un elemento central en sus películas, pero hasta hace muy poco la sensibilidad sonora de Allen estaba en otra música, en otra cadencia. Este acercamiento audaz a dirigir una ópera viene de un cambio: con el nuevo siglo, Woody Allen encontró un diálogo entre su cine actual y una música aparentemente más lejana en el tiempo y en la geografía, pero que le calza como un buen guante. 

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En el comienzo fue el jazz. Desde Manhattan hasta Días de radio, de Annie Hall a Sweet and Lowdown, la música siempre formó parte importante en las películas de Woody Allen, pero durante casi toda su carrera, la banda sonora de sus imágenes fue el hot jazz de raíz sureña. Y como modesto clarinetista, viaja por el mundo montado en su fama, soplando los estándares de los clubes de Nueva Orleans.

Sin embargo, a partir de Match Point, la ópera entró en su filmografía. Hay una escena clave y obvia en un palco durante una función de ópera, pero a lo largo de la acción, es la voz de Enrico Caruso la que acompaña y enfatiza el clima moralmente ambiguo del filme. Hay más ópera en Conocerás al hombre de tus sueños y otras películas recientes, y en A Roma con amor, la ópera está en el centro de la acción: el personaje que interpreta Allen, un productor musical neoyorquino, descubre en su suegro dotes extraordinarias para el canto lírico… siempre que sea en la ducha.

Por eso no vino como gran sorpresa el hecho de que en 2008, Plácido Domingo, en su enésimo rol como director artístico de la Ópera de Los Ángeles, le propusiera dirigir por primera vez una ópera. Obviamente, no iba a ser una de Wagner: uno de los chistes más repetidos de Woody Allen es que al escuchar la música de Wagner le dan ganas de invadir Polonia. No: tenía que ser una ópera italiana.

La propuesta fue curiosa: Gianni Schicchi, la única comedia de Giacomo Puccini, estrenada hace 99 años.

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Durante los meses más duros de la Primera Guerra Mundial, el genial compositor, que ya había logrado fama, prestigio y dinero con Tosca, La bohème y Madama Butterfly, se enfrascó en un proyecto original y extraño: Puccini compuso tres obras breves que debían presentarse como si fueran los tres actos de una pieza larga.

Pero sus obras eran muy distintas en tema, en carácter y en género: Il tabarro era un dramón verista y moderno de celos y asesinato; Suor Angelica, solo para intérpretes femeninos, la tragedia de una monja con un lenguaje musical que miraba al pasado; y la última, Gianni Schicchi, una comedia de enredos basada en una breve escena del Infierno del Dante.

¿Por qué pensó Domingo que esta ópera corta de Puccini podía despertar la vena lírica del viejo jazzero? Para mí está claro: tiene muchos puntos de contacto con sus películas. Es una comedia con personajes de trazo grueso pero definidos y entrañables, es la historia de un pícaro de la ‘clase emergente’ que se alía y engaña a la vieja aristocracia, es una ópera donde la acción transcurre casi a ritmo cinematográfico, casi sin arias, sin que la acción se detenga para que los cantantes compartan sus sentimientos con el público.

De una mínima anécdota de La Divina Comedia, Puccini y su libretista Giovacchino Forzano construyeron la historia de la familia de un rico anciano que muere dejando toda su fortuna al convento: uno de los jóvenes de la familia llama en su auxilio al padre de su novia, el pícaro Schicci, quien se hace pasar por el muerto, engaña al notario y reparte los bienes entre los deudos… con la excepción de lo más valioso, incluyendo su casa, que lega a “mi caro amigo Gianni Schicchi”. En el aquelarre final, el flamante dueño echa a la familia de la que ahora es su casa, y los aristócratas, olvidando toda mesura, arrean con la vajilla y los muebles que pueden acarrear.  

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En el exitoso estreno del Gianni Schicchi de Allen en 2008, el protagonista fue el gran barítono inglés Sir Thomas Allen. Woody, fóbico en las galas y mucho más en un teatro de ópera, ni salió a saludar.  

Según la mayoría de los críticos y foros de ópera, la puesta del viejo novato es respetuosa con el original. Sitúa la acción en los años cincuenta en un ambiente más parecido al sur de Italia que a la Florencia de la historia original. Es un homenaje al neorrealismo italiano. Allen, con su inteligencia habitual, se acercaba a un arte nuevo desde su conocimiento del que domina, del lenguaje propio: Italia es para él el gran cine de Visconti, de Sica y Fellini.  

Los detalles graciosos de su puesta incluyen el encuentro del testamento en el fondo de una olla humeante de macarrones, la vestimenta del protagonista como un mafioso de sátira (gracias al fiel escenógrafo y vestuarista de siempre de Woody, Santo Loquasto), y el cortejo al pillo de las rollizas damas de la casa, imitando la pose de las tres gracias de Rubens.

Pero el momento donde el director de escena más se escapa del argumento de la ópera es, curiosamente, el último.

Como si quisiera mostrar en un solo y breve ejemplo todas sus ideas sobre la ópera, Allen no deja que el pícaro se salga con la suya en un amable monólogo final. Al quedar solo y enfrentar al público, Schicchi se ve atacado por la tía Zita, que esperaba mayor porción del botín. Tras ser atravesado con un cuchillo de cocina, se escucha de otra manera la admonición del protagonista: en el original, el Gianni Schicchi triunfante hace un reverencia al público y entona su irónico pedido de disculpas final: sabe que irá al infierno pero espera ser perdonado por el respetable.

En la versión de Woody Allen, la comedia es a la vez tragedia, y la conjunción de los dos elementos deja perplejo al público. Su personaje está yendo al infierno en ese mismo momento: ¿debemos reír o llorar? Nos vamos a casa, apagamos la luz y todavía no sabemos cuál es la moraleja.

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Esta semana los vericuetos y enredos de la única comedia de Puccini llegan a Madrid con una nueva vuelta de tuerca.

El papel de Gianni Schicchi iba a ser protagonizado en el Teatro Real a partir del 30 de junio por el mismo Plácido Domingo, a sus 74 años y en su nueva tesitura de barítono. Los diarios lo anunciaron con bombos y platillos (yo mismo en Cultura/s de La Vanguardia, donde publiqué una versión de este texto hace unas semanas). Pero la muerte de su hermana, una persona muy cercana al cantante, le hizo tomar una decisión comprensible pero insólita en su carrera: no podía cantar una comedia en estas circunstancias. Se descabalgaba del proyecto.

Al final, aceptó cantar una colección de arias de otras óperas (todas trágicas) entre la representación de Gianni Schicchi (con otro protagonista) y la ópera breve que se interpretará antes, Goyescas de Enric Grandados.  

No habrá por tanto ópera dirigida por Woody Allen y protagonizada por Plácido Domingo en Madrid en estos días. Pero tal vez haya una oportunidad de verla: este Gianni Schicchi de Allen-Domingo estaba también programada para setiembre en la Ópera de Los Ángeles. Tal vez allí sí se pueda ver, finalmente, este encuentro artístico entre el más musical de los directores de cine y el mejor actor de entre los cantantes clásicos.

Para Woody Allen será, sin duda, completar un cambio radical: empezó dirigiéndose a sí mismo en sus desopilantes tartamudencias y termina dirigiendo al gran Plácido Domingo en un escenario de ópera. 

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28 de junio de 2015
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En los zapatos del Maestro: herederos y pupilos en la ópera

Era el mismo teatro (el Metropolitan de Nueva York), la misma ópera (Otello de Verdi), la misma puesta en escena (ampulosa y anticuada, de Franco Zefirelli), los mismos trajes y decorados, la misma orquesta con el mismo director (James Levine). Pero la chaqueta de cuero color tierra con la que en 2001 había visto a Plácido Domingo, ahora vestía el corpachón del canadiense Ben Heppner.

La primera palabra que canta el protagonista – Esultate! – es el grito de triunfo de un poderoso señor de la guerra. Es un comienzo dificilísimo, un lanzarse a hacer tres vueltas en el trapecio en el primer salto, en frío. Domingo lo hacía con escalofriante maestría, como si fuera fácil.

En 2004, Heppner, un buen tenor, habituado a las maratones wagnerianas pero incómodo en Verdi, falló. Después fue mejorando su actuación, pero jamás logró que el público abandonara la extraña sensación de que el cantante que tenían delante era una especie de impostor ocupando el papel, la producción y el grito heroico hechos a la medida del gran Domingo, que ya había jubilado su Otello.

No recuerdo otro momento tan claro en que se viera lo que es habitual en la ópera e inexistente en cualquiera de las otras artes: el momento en que el cantante joven debe ponerse – literalmente – en los zapatos del Maestro.

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Hollywood tiene sus galanes maduros, sus malos sinuosos, sus amigas simpáticas de ‘la chica’, sus alcaldes corruptos y sus sargentos de mal carácter pero buen corazón. A los largo de los años, nuevos actores llenan los mismos tipos de papeles, pero no hacen una vez y otra y otra más la misma película.

Tenía que ser un loco como David Kronenberg el que pensara en volver a filmar Psicosis, de Alfred Hitchcock, con el mismo guión, similares escenarios y el plan del maestro, plano a plano, con nuevos actores. Resulta un ejercicio de estilo interesante para estudiantes de cine, pero lo mejor que se puede decir de la nueva película es que es innecesaria.

Hoy sólo se vuelve a hacer una obra maestra si no quiere jugar con la referencia, la traición y el homenaje: nadie más que los esforzados estudiantes de pintura tratan de pintar otra vez La Gioconda. La sofisticación del siglo XX llevó a que la recreación se convierta en un cambio, una nueva lectura, un homenaje disfrazado de traición a su vez disfrazada de homenaje, como las versiones pop de Andy Warhol, las deconstrucciones de las Meninas de Picasso o el cuento de Borges donde Paul Menard escribe, letra a letra, el Quijote.

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Pero la ópera es otra cosa. En el único arte donde se aplica sin pudor la palabra ‘contemporáneo’ a creaciones de comienzos del siglo XX, los teatros son mezcla de laboratorios donde se prueban nuevas puestas en escena – rompedoras, vanguardistas, desafiantes – con un arte canoro que aspira a ser un museo vivo. Año tras año se repite en los grandes templos de la ópera la treintena de títulos canónicos, con cantantes que aspiran a calzarse los zapatos de sus ilustres predecesores.

Entre los cantantes siempre hubo herederos. En el siglo XVIII sucedió con los castrati, en el XIX con las sopranos y los tenores, pero la manía de designar sucesores se disparó a partir de la posibilidad de grabar y traer las voces del ayer y compararlas nota a nota con las actuales. Enrico Caruso fue el primer cantante de la era del gramófono, y en su declive fue lógico que las compañías discográficas le buscaran sucesor. En los años 30 designaron a Beniamino Gigli como ‘el nuevo Caruso’.

Mientras los papeles de tenor dramático eran cubiertos en la posguerra por una sucesión de italianos sin problemas de autoestima, como Mario del Monaco, Franco Corelli o Carlo Bergonzi, muchos pensamos que el verdadero ‘sucesor’ de Caruso y Gigli fue el sueco Jussi Bjorling.

En el mundo de las sopranos, María Callas cayó como un terremoto sobre el mundo de la ópera. Mientras Renata Tebaldi y Victoria de los Ángeles ocupaban con honores el trono que había sido de Maria Caniglia o Toti Dal Monte, la Callas reinventaba todos los papeles y cantaba La Traviata o Tosca como si hubieran sido compuestas para ella y para la función que estaba cantando en ese momento.

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Pero en los noventa se produjo un gran cambio: un puñado de genios de la mercadotecnia inventaron la figura del nuevo divo, mediático, abierto al ‘crossover’ con la música pop y capaz de dar un lustre cultural a la más despojada discoteca, en una época en donde tiene valor parecer un poquito culto.

Ese fenómeno comenzó con los Tres Tenores, Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y Josep Carreras. Cuando en 1990 el representante de Pavarotti inventó el fenómeno de masas de un show genuinamente popular con cantantes líricos, se inició un boom comercial que las discográficas no quieren ni pueden dejar caer con la muerte o jubilación de sus estrellas.

Es un buen momento para hablar de los candidatos a sucesores del trío tocado por el dedo del rey Midas, porque todos han pasado por el Liceu de Barcelona, el Teatro Real de Madrid y el Palau de les Arts de Valencia en los últimos años. Primero, el menos controvertido: Pavarotti designó como su ‘sucesor’ al peruano Juan Diego Flórez, y el joven tenor se está consolidando como un gran cantante sin rodeos ni desfallecimientos.

Su voz ligera, ágil, se asemeja, más que a la de Pavarotti, al tono incisivo de su compatriota Luis Lima o al elegante fraseo del mexicano Francisco Araiza, pero es mejor que ellos. Ha adquirido rápidamente fama extra-operística (su disco de canciones populares latinoamericanas es un éxito y su país ya le dedicó una estampilla), pero su repertorio – principalmente Rossini y Donizetti – es por ahora mucho más limitado que el del gran Luciano.

Por ahora el poner al delgado Flórez en los zapatotes de Pavarotti es más un movimiento de marqueting que de coherencia musical.

En una cosa coincidió en sus inicios con el tenor de Modena: era mucho mejor en lo musical que en lo teatral. Como cantante vino a Europa ya seguro, formado, con una técnica pasmosa. Pero como actor – algo importante en las comedias de ‘locura organizada’ de Rossini – fue creciendo desde un Conde Almaviva algo duro en El barbero de Sevilla que se vio en Madrid en el 2008 hasta el comediante suelto, que disfrutó e hizo disfrutar dos años más tarde en  La Cenerentola de Barcelona.

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Muy distinto es el caso del mexicano Rolando Villazón, un histrión nato que se encuentra todavía reponiéndose de una dolencia en las cuerdas vocales. Ojalá logre volver a ser el que fue hace 10 años, porque tres elementos podrían hacer pensar que Villazón está destinado a convertirse en el sucesor natural de Domingo. El primero es su relación con el maestro, que ha actuado y grabado con él más que con ningún otro joven intérprete de su cuerda. El mejor ejemplo de esto es el álbum Gitano, con arias y romanzas de zarzuela, cantadas por Villazón y dirigidas por Domingo. En el DVD que acompaña al disco, más que la usual relación entre director y cantante, se ve al maestro enseñando y aconsejando a su discípulo dilecto.

Villazón es un actor formidable con una muy bella voz, como demostró en el Liceu, la última vez hace un par de años un Elisir d’amore antológico que lo llevó a detener la acción y volver a cantar Una furtiva lagrima en cada una de las funciones.

El mexicano es un cantante mucho más volcánico y temperamental que su colega peruano. Parece estar siempre al borde del abismo, lo que hace que emocione hasta el tuétano al público, pero que también corra el peligro de dejarse ganar por la emoción. Domingo pareció siempre tener su carrera y cada movimiento sobre el escenario bajo control.

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Tres tenores más, uno europeo (el alemán Jonas Kaufmann) y dos  atinoamericanos, han sido también mencionados como posibles herederos del mítico trío. Estos últimos son los argentinos Marcelo Álvarez – una voz bella y muy cultivada, una imponente presencia escénica, como la que mostró hace tres años en el Liceu con Rigoletto – y José Cura – un tenor spinto, con la potencia y los graves que permiten hacer un Otelo de referencia, como el que trajo a Barcelona el año pasado. Pero ninguno de los dos se ha prestado hasta ahora al juego del divo mediático como Flórez o Villazón.

La polémica no se cerrará nunca, porque en la ópera hay casi tantos opinadores como en el fútbol, y más desde la proliferación de blogs y foros en Internet. Y mientras los empresarios de la música buscan crear nuevos divos para enfrentar la batalla ya perdida con las descargas y las grabaciones caseras, los forofos de la ópera seguiremos acudiendo a los templos de la lírica para tratar de recuperar una emoción de hace años, una función que sepa como aquella magdalena de Proust.

Tal vez ese sea el reto imposible de todo gran artista: llevar a su público a revivir los mejores momentos del pasado, a anular el tiempo, a recuperar lo perdido. 

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6 de octubre de 2014
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Para escribir crónicas tengo una herramienta secreta. Se llama Lisa.

Acaba de cumplir tres años. Es negra azabache y saca una lengua descomunal cuando está cansada. Es un hermoso perro labrador hembra. ¿O debería decir una labradora?

Lisa tiene las cualidades perfectas para el periodismo: se detiene a oler cada pis y caca que encuentra en la calle, mete la nariz en el culo de todos los perros con los que se encuentra, tiene mucha paciencia y se adapta con gran inteligencia emocional a los juegos que proponen los otros chuchos.

En nuestra división del trabajo familiar, yo la saco a primera hora de la mañana y  después de cenar. Cuando volvemos de una cena o un espectáculo, ni siquiera me quito el abrigo. Abro la puerta, tomo la correa y la acompaño a la calle, aunque sean las cuatro de la mañana.

Cuando Lisa y yo salimos, mientras espero que de vueltas por el pasto y se decida a bajar las patas y levantar la cola, aprovecho para pensar, meditar, decidir, evaluar. Trabajo muy concentrado. Como mis salidas con Lisa son pura acción y alegría (Lisa siempre me pone contento), me deja toda la cabeza libre para darle vueltas a la crónica, el reportaje, el perfil, la clase o el capítulo de libro que estoy tramando.

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Creo que todos tenemos que tener uno o más momentos en el día en que nos obliguemos a desempeñar una tarea que nos dé tiempo para pensar. Tenemos que estar solos – puede ser en el baño, o caminando por la calle, o en la cama, o en un sillón – o mejor aún, con una perra como Lisa, que nos mira como diciendo: ¿Ya está? ¿Ya te diste cuenta de cómo tiene que empezar esa crónica? ¿Podemos volver?

Hace un par de años estaba trabajando en un largo perfil de Plácido Domingo para la revista Gatopardo. No lo hubiera podido hacer sin esas mañanas y noches con Lisa. ¿Qué tengo hoy? ¿Cómo voy?, me preguntaba cada día mientras recogía la caca en su bolsita negra y le hacía el moño.

En uno de esos momentos me vino la primera escena como una iluminación.

En un momento de la última función de ópera que cantó Domingo antes de cumplir los 70, las chicas del coro lo elevan sobre sus cabezas, y él, acostado sobre las manos de las bailarinas, descalzo, se pone a caminar por la pared mientras canta un aria muy difícil.

Es en parte una escena circense, pero es mucho más: es gran arte, es un auto-desafío de un artista único y es la escena en la que veo, escucho, percibo con mis sentidos la locura de un hombre a punto de cumplir 70 años, que ya lo ha hecho todo, pero que necesita seguir caminando por las paredes.

Creo que es un buen comienzo, y muchos me lo comentaron después. Pero para que llegue la inspiración uno tiene que ponerse en situación, estar abierto, ayudarse. Y yo se lo debo a mi perrita negra.

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Nunca me siento a proponer, a organizar o a escribir un texto largo sin haber dedicado conscientemente dos, tres o cuatro salidas con Lisa a darle vueltas en la cabeza.

Por eso les recomiendo a los que quieran escribir algo complejo (y casi todo lo que vale la pena es complejo), que se impongan una tarea diaria que no les implique estar con otra gente, ni frente a la tele, ni ante la pantalla. Cocinar es bueno. Lavar los platos, mejor.

Pero lo mejor de todo, para mí, es hacerse con un perro como la que duerme ahora a mis pies. ¿Verdad, Lisa?  

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24 de abril de 2013
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