El CD mató al casete. La música por Internet y los dispositivos móviles están matando al CD. Pero el viejo Long Play, el disco negro de 33 revoluciones por minuto, está volviendo. Puede que con ellos vuelva esa parte de nosotros que tiramos al desván de los trastos viejos.
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Esto para los que se acuerdan del siglo XX: así era nuestro templo.
Lo describo: en la sala, entre el televisor y el equipo de música, debajo del mueble con puertas de vidrio que guardaba los whiskis y las copas, o detrás del sillón, ese era el sitio de los discos. Al costado de nuestros sueños, como banda sonora de amores y desengaños.
Al levantarnos del colchón que hacía de sofá para poner el lado B, sentíamos que nosotros también colaborábamos en hacer nuestra música. ¿No les parece que perdimos algo ahora que no existe más el lado B de la vida? Tal vez tenga algo que ver con la pérdida del otro lado de la sociedad, de la política, de las ideas.
Con los discos, agarrábamos la música a manos llenas, veíamos cómo la púa le arrancaba emociones a punta de diamante, podíamos poner este o aquel surco con una caricia y sentir el crujir granuloso del frote. En el disco había una realidad física, como si alguien estuviera haciendo música en ese momento. El sonido digital nos hace escuchar una pulcra lista de números reproducidos con perfección japonesa.
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Y no nos engañemos. La diferencia no es sólo de sonido. En los discos escuchábamos otra música, que prefiero acordarme como menos comercial, más producto de la locura creativa de unos delirantes de garaje que de las estrategias de mercado de las grandes discográficas. Por supuesto, comercio hubo siempre. Pero estaba mucho más repartido. Si hasta los discos clásicos y de jazz se prensaban (mal, pero era parte de su encanto) en Buenos Aires, en México, en Colombia, con textos poéticos y emocionados en las contratatapas.
En los sesenta y los setenta, las tapas de los discos (sobre todo los de rock) se transformaron en un arte. He visto paredes tapizadas con esas alucinantes tapas de Led Zepelín, de Pink Floyd, de Genesis. Nunca olvidaré el día en que compré Santana Abraxas: esa negra voluptuosa y psicodélica era, percibía yo en mi turbación adolescente, la puerta de entrada a un mundo que todavía no conocía.
¿Podemos tirar así como así, como quien se saca una camisa vieja, los colores y las formas, las imágenes que se colocaron en la adolescencia como anteojos entre la retina y el mundo, esos dibujos raros y familiares que nos ayudaron a formarnos una visión de la vida?
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Pero los elepés están volviendo. ¿No los ven, en un rincón de las disquerías, en negocios especializados para nostálgicos y exquisitos, en librerías de viejo y en las plazas, entre libros de aventura de la editorial Thor y artesanías de cerámica, de madera o de tenedor? A veces veo la mirada extrañada del que siguió la orden perentoria del progreso. Parece estar pensando: “¿Cómo puede ser que estén aquí? Yo tiré o dejé morir de tristeza mis viejos discos, para no caer en el ridículo de ir en contra de la modernidad, y aquí están, los mismos, con sus mismas tapas que me despiertan una sonrisa involuntaria, presentados como artículos de colección.”
Sí, son esos. Ahí está el ‘Let it be’ con la tapa divididas en cuatro, o el de Mercedes Sosa dedicado a Violeta Parra, en un tono violeta que ya no existe. Y mirá este, ¿te acordás?, el Lado Oscuro de la Luna. Hay para todos los (viejos) gustos: las elegantes tapas negras de Blue Note para los jazzeros, el logo amarillo con volutas de Deutsche Grammophone para los amantes de lo clásico, y para los tangueros, aquellos dibujos de Gardel, Troilo y Piazzolla con alas de Hermenegildo Sabat. Las mejores tapas de los CDs nunca fueron más que torpes imitaciones, pálidos remedos de aquellos años gloriosos.
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Quiero creer que el retorno de aquellos discos es la vanguardia de una revancha. Y no son cosa sólo de viejos. La última generación de disc-jockeys saben tan bien como sus antecesores que en las discotecas se comunican mucho mejor con esa multitud sudorosa y ondulante a través del sonido pastoso, la flexibilidad, la capacidad de juego del elepé.
Aunque se rayaran de vez en cuando, siempre respondieron con fidelidad a nuestro amor. ¿Por qué no los rescatamos del depósito? Tal vez esté allí lo mejor de nosotros mismos.