A partir de aquellos escopetazos que resonaron en la soledad de las ruinas de Managua el 10 de enero de 1978, y a la vista del cadáver ensangrentado de Pedro Joaquín, el país cobró la conciencia irreductible del cambio que él proponía desde las páginas de su periódico, una propuesta que contradecía las promesas amañadas del dictador, sus elecciones fraudulentas, los pactos de repartición de curules y prebendas. Los andamios podridos de la dictadura, se habían desplomado por fin.
Su muerte pudo significar la piedra de fundación de una nueva forma de convivencia política y de conducta de gobernar, tal como él mismo quiso predecirlo, anunciando que Nicaragua volvería a ser una república. Pero no fue posible tras su asesinato, y treinta años después, tampoco lo ha sido posible hasta ahora, cuando el país parece retroceder de nuevo hacia las formas más primitivas de gobierno autoritario, la confusión entre los intereses familiares y los intereses del estado, la abolición de la independencia de los poderes del estado conculcados bajo una sola mano, la corrupción inducida del sistema judicial para favorecer intereses turbios, la lealtad convertida en servilismo, la voluntad personal como sustituto de las leyes. Y, otra vez, el fantasma de la reelección.
Otra vez la piedra rodando hasta el fondo del abismo.
