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Oscar Wilde

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Oscar Wilde y la amistad como final

Oscar Wilde ilumina, como  ningún otro autor que yo haya leído, el espesor, el valor y el drama de la amistad. En sus manos, el verdadero y el falso amigo son personajes literarios de la misma profundidad y complejidad que tienen el guerrero sin miedo en Homero o el enamorado hasta más allá de la muerte en el Dante. 

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En su colección de aforismos Unas cuantas máximas para la instrucción de los sobre-educados, Wilde escribió: “La amistad  es mucho más trágica que el amor. Dura más.

Uno de los cuentos más tristes de su colección El príncipe feliz, su primer éxito editorial, desarrolla este tema hasta las últimas consecuencias. Es El amigo fiel, la historia del pequeño Hans, un joven campesino que, en su ingenuidad, cree que el gran Hugo el Molinero es su amigo.

Hugo lo usa, lo explota y le exige agradecimiento por favores que nunca le hace. Cuando Hans tiene hambre, Hugo no lo ayuda ni lo visita “para no avergonzar a su amigo”. Cuando su situación mejora, Hugo le da a su amigo la posibilidad de trabajar para él y hacerle regalos nunca retribuidos, y lo deja gozar de sus edificantes discursos sobre la amistad.

Finalmente, el hijo de Hugo enferma y Hans, quién si no, debe ir en medio de una noche tormentosa en busca del médico. Hugo no le presta su linterna “porque es nueva y sería una gran pérdida si algo le pasara.” El pequeño Hans muere, y el gran Hugo reclama el lugar de preferencia en el funeral. Allí el amigo fiel se lamenta: “Fue una gran pérdida. Uno sufre por ser tan generoso.”

No hay tanta amargura ni tanto desprecio por la hipocresía en ninguna obra posterior de Wilde. No se puede concebir mayor ruindad que la de Hugo por Hans, que se cree afortunado por tener un amigo.

La última obra en prosa de Wilde, una larguísima carta que lleva el sombrío título de De profundis, cuenta la misma historia, pero esta vez es verdad. Hugo es el bello, joven y vanidoso lord Alfred Douglas. Oscar Wilde se atribuye el papel del pequeño Hans.

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Los que han leído sus obras de teatro más mundanas y populares (La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia), los que vieron alguna de las películas que se hicieron sobre su vida o escucharon alguno de sus punzantes juegos de palabras, suelen construir un Oscar Wilde enamorado de sí mismo: eternamente disfrazado de dandi, con trajes impecables de colores imposibles, desgranando brillanteces para una corte de jóvenes seguidores. Creador más que seguidor de la última moda, dictador de gustos literarios, personificación para su época de lo culto y lo moderno.

“Ser dandi es la afirmación de absoluta modernidad de la Belleza”, reza uno de sus aforismos.

Es difícil encajar un sentimiento como la amistad en este personaje excéntrico, amante del estilo, la belleza del artificio y el oropel. Un propagandista siempre abierto al monólogo, que parecía buscar más discípulos que iguales. “Hasta el discípulo tienen sus usos,” escribe en una más de sus Máximas…: “Se para detrás de nuestro trono, y en el momento de nuestro triunfo, nos susurra en el oído que, después de todo, sí que somos inmortales.”

En su momento de gloria, Oscar bien pudo sentirse inmortal. Los mayores genios de su época se agolpaban en las tabernas londinenses donde Wilde impartía cátedra, y muchos años después, sorber su genial ingenio es aún el sueño de los que no llegaron a conocerlo. Cierta vez preguntaron a Winston Churchill con quién le hubiera gustado sentarse a conversar. No lo dudó ni un instante: “Con Oscar Wilde.” Aún hoy, un famoso ‘mentalista’ británico asegura desde su página web que cumplió el deseo y habló con Oscar en la ultratumba.

¿En qué creía Wilde? En el arte más que en la realidad. En la belleza como valor ético. En el genio artístico como posesión suprema.“El esteticismo era el punto central de su credo y declaró que la belleza era el ideal al que todos debían acercarse,” recuerda su hijo Vyvyan Holland.

En la introducción a las Obras Completas de Wilde, Holland declara que, en su opinión, el ensayo más interesante de su padre es La decadencia de la mentira. “Tiene la forma de un diálogo, en el que el tema dominante es la gran superioridad del Arte sobre la Naturaleza, y llega a la conclusión de que la Naturaleza sigue al Arte.”

Pero esta imagen frívola y sólo interesada por lo estético es percibida cada vez más por los críticos como un hábil disfraz que oculta y ayuda a ‘vender’ en la época victoriana unas ideas sociales y políticas de avanzada, y que además le permite a Wilde mantener en la sombra una sensibilidad extrema.

Oscar Wilde era socialista en una época conservadora, un patriota irlandés en medio de un Londres eufórico de imperialismo inglés, y un creyente total en la libertad individual sobre el cuerpo y la mente de cada cual en una sociedad pacata y puritana. Sus trajes extravagantes, sus modales excesivos, sus retruécanos vacíos le permitieron construirse el personaje de brillante bufón inofensivo, cuando en realidad su discurso era revolucionario. 

Cuando Wilde cayó – y ningún pensador desde Sócrates cayó tanto desde tan alto en tan poco tiempo – su condena a prisión fue la condena de las “fuerzas morales” de la sociedad victoriana a todos los valores e ideales que por mucho tiempo se le perdonaron, pero no se le olvidaron.

En la cárcel, Oscar Wilde descubre la situación tremenda en que sufren y vegetan los presos. Sus dos cartas a la prensa denunciando esta situación y proponiendo reformas penitenciarias son la mejor demostración de su humanismo y su preocupación por los más débiles. Arrancada a la fuerza su careta de dandi, Wilde ya no puede ni quiere esconder la indignación que late en todo su obra detrás de la sonrisa del cínico disfrutador de la vida.

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Muchos han interpretado la obra del genio irlandés como un reflejo de su vida breve, azarosa y demasiado pública. Wilde es sobre todo conocido por su famoso juicio, donde se desplegó ante una sociedad victoriana hipócritamente horrorizada los detalles de su debilidad por los muchachos.

Wilde, que provenía de una familia de nobles irlandeses empobrecidos, se estableció muy jóven en Inglaterra, donde su genio literario y su conversación profunda y chispeante brillaron de inmediato, primero en Oxford, donde estudió, y luego en los círculos de artistas de Londres.

Cuentan sus biógrafos que desde sus años de universidad buscó la compañía de bellos jóvenes. Creyó encontrar sosiego en un matrimonio del que nacieron dos niños. Pero pronto comenzó a frecuentar los dormitorios de sus acólitos y los salones de madamas que facilitaban compañía masculina. En estos ambientes trabó amistad con Lord Alfred Douglas, hijo del colérico y conservador Lord Queensberry.

Wilde se enamoró locamente de Alfred, y Lord Queensberry lo persiguió y fustigó por todos los medios a su alcance. “Lo que ocurrió después se ha contado muchas veces,” dice Vyvyan Holland. “Alfred Douglas, cuyo solo objetivo era llevar a los tribunales a su padre, convenció a Oscar Wilde de que iniciara una querella contra él por difamación. Lord Queensberry fue absuelto gloriosamente y su lugar en el banquillo de los acusados fue ocupado por Oscar Wilde, que resultó sentenciado a dos años de prisión” por escándalo y prácticas reñidas con la moral.

Fue la ruina. Tuvo que venderlo todo, incluida su preciada biblioteca. Todos los amigos y admiradores de antaño salvo un puñado de compañeros fieles y valientes, como Robert Ross, lo abandonaron. Le fue prohibido ver a sus hijos, y éstos tuvieron que cambiar de apellido (de ahí que Vyvyan se llame Holland).

Este episodio no sólo quebró emocional y espiritualmente a Wilde, quien murió en Francia, pobre y abandonado, poco tiempo después. También sirvió para teñir toda su obra con el mote de “homosexual.” Así, se notó que en sus obras de teatro, los noviazgos y matrimonios son meras imposiciones sociales. Ninguno de sus personajes se hunde por una relación amorosa que fracasa. De lo que sí se muere en sus obras es de las amistades traicioneras, o en el supremo sacrificio, por salvar a un amigo.

Por amistad muere el ruiseñor en el cuento El ruiseñor y la rosa: Un poeta pobre quiere llevar a la joven de la que está enamorado al baile. Esta le pide un rosa roja, pero es invierno. El ruiseñor escucha la plegaria de su amigo y se desangra sobre una flor blanca. Con el preciado regalo, el poeta va donde su amada, pero ella ya aceptó ir al baile con el sobrino del burgomaestre, un patán rico que le ofrece presentes más valiosos.

En De profundis Wilde disecciona una relación apasionada y compleja con el dolor de un alma traicionada y la maestría de un artista. Está hace meses en la cárcel, y recibe su primera noticia de su antiguo amigo. Lord Alfred Douglas le escribe al director de la prisión pidiéndole que interceda para que Oscar Wilde de su aprobación para un artículo en una revista francesa en el que Douglas pretende incluir fragmentos de cartas que el escritor le envió desde la celda. “¡Las cartas que debían ser para ti cosas sagradas y secretas por sobre cualquier otra en el mundo!”, aúlla de dolor el prisionero.

Pero aún en el más terrible desgarro, el sentimiento hacia su joven amigo es mucho más y muy distinto que una relación amorosa que tiene que disfrazarse de amistad por las convenciones victorianas. Las raíces de esas amistades amorosas entre hombres que tanto florecieron entre los artistas de la reprimida Inglaterra del siglo XIX están en el modelo griego. El amor es amistad y la amistad es amor, y cuando se traiciona, la traición es doble.

Así también, es doble el lazo que une a compañeros que comparten el lecho y la pasión por el arte y las aficiones de los mejores amigos. Douglas fue un convertido al credo artístico de Wilde. De esta amistad artística nos queda un trabajo conjunto: Salomé, el drama bíblico que Wilde escribió directamente en francés, fue traducido al inglés, en la versión que aún hoy se representa, por Alfred Douglas.

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En su resumen biográfico, Vyvyan Holland destaca que su padre trabajó con ahínco y sin pausa en un ensayo en particular, al que volvió una y otra vez. Era su obsesión. Se llama El retrato del señor W.H., y es una más de las conjeturas sobre quién podría ser el destinatario de los sonetos de amor de William Shakespeare.            

Pasada la época victoriana, casi ningún entendido se atreve a argumentar que los sonetos fueron escritos para una dama. Fueron con casi total certeza para un caballero, pero ¿cuál? Una opinión muy difundida entre los críticos literarios es que se trata de un noble, tal vez Lord Pembroke o quizás Lord Southampton.

El ensayo de Wilde, de más de 50 páginas, intenta demostrar que los sonetos fueron compuestos para un joven actor de la compañía del bardo, llamado Willie Hughes. Se trata de un sentimiento amoroso por un artista, una sensibilidad afín, una inteligencia alerta. Es, en la versión de Oscar Wilde, un igual que despierta ternura, admiración, el ímpetu de crear y la pasión amorosa. Y la búsqueda que hace Wilde de datos sobre este Willie Hughes, su análisis de los sonetos para que encajen en su versión y el recuerdo de sus propias discusiones con otros “shakesperianos” conforman una novela de misterio, la afanosa construcción de una historia que, para Wilde, demostraría que su modelo de amistad existe y fue posible.

No es extraño que se dedicara tanto y le diera tanta importancia a este ensayo. La relación que quiso ver entre el autor teatral y su actor es la que Oscar anhelaba para sí, la que buscó infructuosamente en Lord Douglas.

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La amistad para Wilde no es un escudo para ocultar una relación amorosa que la sociedad de su época no le permite confesar. Es una relación plena y polifacética, la relación enriquecedora entre iguales que para él es la base de la sociedad socialista que sueña en su largo ensayo, demasiado moderno para su tiempo, El corazón del hombre bajo el socialismo.

Mientras los marxistas de su tiempo planeaban una sociedad que liberara al hombre de sus cadenas económicas, colocándolo en un sistema que a la larga significó la imposición de nuevas cadenas, Wilde, iluso y lúcido al mismo tiempo, soñaba con un mundo de hombres libres donde cada uno se libere a sí mismo desde adentro, donde nadie sea perseguido por sus ideas o sus costumbres.

Wilde se construyó una Grecia antigua a la medida de su sueño, donde la relación ideal era el amor platónico, una abierta y tolerante sociedad de amigos. Se discute hoy con ardor si Platón y sus discípulos y pares eran realmente “platónicos” o si en sus relaciones había “algo más”. Lo que la obra de Oscar Wilde nos viene a decir es que, sin necesidad de entrar en el “algo más”, la amistad verdadera ya es mucho, muchísimo.

 

Ojalá muchos nuevos lectores encuentren en los libros de Oscar Wilde al amigo que su autor nunca encontró. 

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18 de mayo de 2015
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