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Mirta Ojito

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Mirta Ojito: Cuba, la inmigración y el recuerdo de El Mañana

A los 16 años desembarcó en las costas de Florida, muerta de susto y de sueño. Había vivido hasta entonces en la cerrada y orgullosa Cuba castrista. Cuando Fidel Castro abrió las fronteras, durante unos días alucinados de 1980, y el gobierno de Jimmy Carter los dejó entrar a Estados Unidos, Mirta Ojito se acurrucó entre las tablas de un viejo bote de pesca.

 

Mirta Ojito vivió en carne propia uno de los episodios más importantes de la historia de su país en el último medio siglo: el éxodo de miles de cubanos en el único ‘permiso’ del régimen castrista en 50 años. Ese verano de 1980, más de 125.000 cubanos salieron del puerto del Mariel en lanchas, botes, catamaranes y veleros. Cientos de capitanes de barcos de Florida colaboraron con esta salida, entre ellos el capitán Mike Howell y su barco, el Mañana.

Mirta tenía 16 años y apenas sabía unas pocas palabras en inglés, pero se embarcó en el Mañana con su familia rumbo a la vida con la que siempre había soñado. La libertad que les faltaba en Cuba como a quien le falta el aire.

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En los años siguientes aprendió inglés, se hizo periodista, trabajó en el Miami Herald, fue fichada por el Times, ganó el Premio Pulitzer junto con varios compañeros por una serie de reportajes que trazan el mapa de la inmigración de una forma tan profunda y compleja que cambiaron la forma en que se cubría este fenómeno, cada vez más universal, más dramático, más incomprendido y más usado por políticos y periodistas demagogos.

El trabajo de Mirta Ojito en ese proyecto es un ejemplo de llegar al fondo de la construcción de la personalidad en este siglo de identidades astilladas. Best of Friends, Worlds Apart (algo así como Los mejores amigos en mundos separados), es la historia de dos cubanos, uno ‘blanco’ (aunque los estadounidenses dirían que es de etnia ‘latina’) y el otro ‘negro’, que eran grandes amigos en la isla. Ambos emigraron a Miami, y al llegar, poco a poco, de forma sutil pero determinante, se fueron apartando, se fueron colocando en mundos culturales e identitarios separados.

En Cuba eran cubanos, y punto. En Estados Unidos, uno es latino y el otro es negro. Les tocan barrios distintos, se van sintiendo cómodos con amistades diversas, vistiendo ropa diferente, divirtiéndose por separado, cada uno en su universo. En ambos países lo que significa ser blanco o ser negro es muy distinto.

La crónica de Mirta Ojito, a la que dedicó cerca de un año, es tan profunda como un tratado de antropología. Pero es periodismo. Es el tipo de periodismo que nos permite ver cuán lejos, cuán profundo se puede llegar mirando, preguntado, contando.

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En 1998, Mirta regresó a Cuba. No había vuelto desde que zarpó el Mañana.

Fue como enviada del New York Times a cubrir la visita del Papa. Contó el fascinante viaje de Juan Pablo II, la extraña alianza hostil entre las autoridades comunistas y la Iglesia, las misas y los encuentros.

Y visitó su vieja casa en La Habana, donde una familia aterrada le abrió la puerta, pensando que venía a reclamar algo. Al final de la tarde se habían contado, entre risas y llantos, las vidas mutuas.

Fue ahí donde empezó a tomar forma la idea de su libro: Finding Mañana, que juega, por supuesto, con su búsqueda del barco, su capitán y toda la historia del Mariel, y por otro lado con el viaje en busca de un ‘mañana’ que ella había emprendido hacía casi dos décadas.

El libro fue un gran éxito en Estados Unidos, y la misma editorial, Vintage, lo tradujo al español, reduciendo su título a El Mañana.

 “En mis recuerdos, Mariel era algo que sencillamente me había sucedido a mí, a todos nosotros –en Cuba, en Miami y en Washington”, escribe en su prólogo. “Después de quince años de reportera en Miami y Nueva York, cubriendo mayormente temas de inmigración, estaba al tanto de las consecuencias y los rasgos generales del puente marítimo: las fechas, las estadísticas, el impacto –bueno y malo– y las imágenes televisadas de desesperación y esperanza, pero mi propia historia era una página en blanco”.

Mirta Ojito necesitaba recuperar, investigar y contar la historia ‘oficial’ del Mariel, porque faltaba la crónica indagada con profundidad escrita como una novela, de ese episodio histórico. Y eso hace en sus capítulos pares.

Pero en los impares, empezando por el primero, cuenta su propia historia y la de su familia. Su entusiasmo por la revolución como niña, su desencanto, la desesperación por huir de sus padres, el viaje peligroso, la llegada al país desconocido.

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La autora leyó miles de documentos y entrevistó a cientos de fuentes para poder contar, en sus capítulos de Historia, por qué y cómo un extraño personaje se acercó al gobierno de Jimmy Carter con la insólita petición de que las autoridades cubanas dejaran ir a los ‘marielitos’. Y la aún más sorprendente historia de cómo y por qué la administración norteamericana accedió, y luego el gobierno de la isla dio el sí. En esos capítulos no aparece la primera persona.

 Pero en los otros, los impares, la historia con minúscula es la de la propia autora, y tiene toda la razón para ser así. Para transformar los números y las negociaciones internacionales en dramas, sufrimientos y alegrías de personas concretas, usa un caso que conoce bien. El suyo propio.

Sus recuerdos son nítidos, y además, como ya soñaba con ser escritora, había anotado todo en un diario íntimo. Cuando se lanzó a investigar para El Mañana, entrevistó a su familia con la precisión y el profesionalismo con los que había ganado el Pulitzer entrevistando a desconocidos. Y con esos mimbres armó su emocionante y reveladora historia.

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 “Cuba ya no es una obsesión en mi vida”, dice en el anteúltimo párrafo de El Mañana.

“Más bien es la experiencia definitoria de mi identidad, un dolor sordo que late a la más leve provocación: una palabra que creía olvidada; un himno que sólo antiguos pioneros comunistas, como yo, todavía se saben; una fotografía en blanco y negro de mi familia alrededor de 1970 que mi madre conserva en un álbum; y aquel lápiz labial color chocolate que traje conmigo y que está guardado en mi botiquín”.

Recuerdos tan personales no suelen formar parte del periodismo narrativo. Pero cuando sabemos que el desnudar el alma y el pasado es una herramienta que el autor usa no sólo para hacer las paces consigo mismo y su historia sino porque es necesario y útil para contarnos algo del mundo, el ‘yo’ se convierte en herramienta de gran valor.

El camino de un tema desconocido o poco comprendido hacia nuestra propia sensibilidad pasa, entonces, por los detalles concretos albergados en la memoria del periodista.  Pero para eso hay que aprender a tratarse a uno mismo con la misma mezcla de presión, confianza y escepticismo con la que tratamos a nuestras mejores fuentes.

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15 de julio de 2013
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