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Michael Haneke

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La comedia de enredos más triste del mundo: Mozart ‘oscurecido’ por Michael Haneke

En principio, parecía un encargo imposible: juntar la que habitualmente se presenta como la ópera más divertida de Wolfgang Amadeus Mozart con el director de algunas de las películas más deprimentes, más inquietantes de la última década.

Così fan tutte es la última obra de la extraordinaria trilogía que Mozart compuso sobre libretos del cura libertino (una combinación muy del siglo XVIII) Lorenzo da Ponte. Después de Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, da Ponte le propuso a Mozart una comedia de enredos de tema exquisitamente amoral: dos soldados comprometidos con dos hermosas hermanas, están tan seguros de la fidelidad de sus chicas que aceptan el juego perverso del viejo tutor Don Alfonso: disfrazarse de albaneses y tratar de seducir cada uno a la novia del otro. Para lograr su propósito, el maestro de amoralidad se alía con la criada de las chicas, Despina, una adolescente práctica y precoz en cuestiones de sexo.

Pocas horas pasan desde que los soldados marchan a la guerra (otro engaño de Don Alfonso), cuando las novias ya están dispuestas a divertirse con los visitantes albaneses. En el momento en que firman los contratos de matrimonio (que hace 200 años era sinónimo de poder irse a la cama con sus nuevos amantes), suena la marcha militar que había despedido a los soldados. Los jóvenes quieren castigar a sus casquivanas prometidas, pero Don Alfonso canta con filosofía que no vale la pena enojarse porque “así hacen todas” (così fan tutte). Al final, se vuelven a formar las parejas originales. Todos aprendieron la lección y Don Alfonso ganó su apuesta.

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¿A quién se le podía ocurrir encargarle la puesta en escena de esta comedia rococó al director de la espeluznante La pianista, una película sobre la autodestrucción de una mujer torturada por su psiquis y por una madre perversa? ¿O al director de La cinta blanca, un oscuro relato de la maldad de los niños en el universo asfixiante de un pueblo feudal en la Alemania de hace cien años? Eso por no hablar de la última y más exitosa película de Michael Haneke, Amour, el angustioso final de una pareja de ancianos destruidos por la senilidad. 

Pero el director artístico del Teatro Real de Madrid, el belga Gerard Mortier, ya había emparejado a Haneke con el lado oscuro de Mozart. Cuando era director artístico de la Opera de París le había encargado un sorprendente Don Giovanni.  Sin embargo, ese encargo era más lógico: la historia del burlador de Sevilla, un libertino que mata al padre de una de sus efímeras conquistas, desafía a Dios y se quema en el infierno, tiene su costado oscuro mucho más a flor de piel.

¿Qué haría Haneke con esta comedia? Confieso que no esperaba mucho: en general, la idea de poner a directores de cine famosos a dirigir la parte teatral de las óperas es algo que proliferó en la España de los años del despilfarro. En el Palau de les Arts de Valencia Carlos Saura dirigió una Carmen deslavazada, pese a contar con cantantes de ensueño, el chino Chen Kaige perpetró una Turandot de péplum y Werner Herzog metió una imagen del edificio de Calatrava en su sonrojante final de Parsifal. Estas aventuras suelen fracasar por falta total de afinidad con el género. Una ópera es algo muy distinto de una película.

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Pero Haneke me sorprendió: es un artista de una cultura tremenda, conocedor a fondo de la música clásica, y estaba dispuesto a poner su sello, incluso si en algunos momentos su visión iba en contra de lo que habían querido decir Mozart y Da Ponte.

Para armar una fábula tristísima del desamor, lo primero que hizo el director fue vestir a los personajes como jóvenes burgueses actuales, cultos y aburridos. En las escenas de seducción, los soldados no llevan disfraz: son ellos mismos. Quieren jugar a ligar con sus parejas reales.

Entonces son ellas las que deciden cambiar, ser cada una seducida por el novio de su hermana. Ellas terminan siendo las seductoras, las que juegan, las que engañan, las que dan una lección a sus chicos aburridos.

Pero el elemento que cambia por completo esta comedia genial de Mozart y la convierte en una tragedia sofisticada de Haneke es el papel que juegan Don Alfonso y sobre todo Despina, que en las habituales producciones de la ópera se limitan a organizar el juego de enredos. Ella ya no es una sirvienta pizpireta que ayuda al viejo Don Alfonso en su plan. Es un personaje al borde del llanto o de la violencia, que está en escena desde el principio, viéndolo todo con amargura, sufriendo el seguro desenlace que es el triunfo de la hipocresía y la banalidad del sexo.

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La lección de Don Alfonso es que el amor romántico no existe, y cuando surge – las dos chicas se enamoran y sufren por sus nuevas conquistas – tiene que ser barrido, desterrado por las convenciones sociales.

Esta Despina es la pareja de Don Alfonso (eso no está en el libreto). Él es muy rico, la tiene amarrada en una perversa red de dinero y falsa felicidad, y no soporta ver a sus amigos enamorados.

Don Alfonso necesita demostrar que el amor es solo lo que él tiene y quiere: comprar a una jovencita, someterla a su poder. Despina llora, se enfurece, abofetea a Don Alfonso, soporta su beso violento (tampoco está, por supuesto, en el libreto), y su mirada desgarrada transforma la comedia mozartiana en otra cosa.

Los seis cantantes son soberbios actores, bellos y creíbles. Como marionetas en manos de Haneke, hacen que esta ópera de hace 200 años vuelva a la vida convertida en una historia actual, profunda, tristísima. 

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11 de abril de 2013
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