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Literatura argentina,

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El planeta Cortázar

Juraría que fue en octubre de 1975 cuando conocí a Cortázar. Me había enterado de su dirección gracias a la información que daba de su persona la revista Triunfo, y una tarde ventosa y plomiza me dirigí a su domicilio. Me abrió la puerta de su casa Ugné Karvelis y le pregunté si estaba Julio como si fuese un amigo de toda la vida. Desconcertada, Ugné contestó que sí y me dejó pasar. Cuando vi la larga silueta de Cortázar recortándose en la penumbra del vestíbulo de su pequeño apartamento de la rue de l´Éperon por poco me desmayo.

 

A pesar de que no me conocía, Cortázar se comportó conmigo con una cordialidad exquisita, y mantuve con él una conversación dubitativa y absurda, por culpa de mi nerviosismo y mi admiración. Ya para entonces había leído casi toda su obra, pero lo ignoraba todo acerca de su vida. Nunca he sentido demasiado interés por la vida de los escritores, pero Jesús Marchamalo me está curando de esa enfermedad con sus penetrantes y sugestivas semblanzas de autores que venera y que venero. La última que acaba de aparecer adquiere la forma de un cómic, y tiene por protagonista a Cortázar.

El libro se lee sin querer, y más que un cómic parece una película. El dibujante, Marc Torices, que se dedica también a la animación, consigue trasmitir a este excepcional tebeo toda la viveza del cine. La voz en off es la de Jesús Marchamalo, que posee un estilo tremendamente acogedor y un distinguido sentido del humor que nunca resulta hiriente. La ironía sin vinagre que tanto valoraba Torrente Ballester, y que es la verdadera ironía.

A través de un prólogo fulgurante (utilizo el adjetivo que más le gustaba a Julio), donde asistimos al advenimiento del planeta Cortázar, y de dieciocho capítulos en los que se utilizan los colores de forma significativa y simbólica, como lo suele hacer el cine, nos vamos adentrando en la vida y los hechos de Julio Cortázar, de forma elíptica y al mismo tiempo precisa.

 

La lectura resulta tan envolvente como divertida, y adquiere la velocidad que suelen tener las secuencias en los sueños. Cuando lo acabas, escuchando la última música de Cortázar (la que oía cuanto estaba a punto de morir) crees haberte perdido en una alucinación bendita: la vida azarosa del autor de Rayuela y de Historia de cronopios y famas, que estuvo siempre presidida por la magia: la magia que le salía al paso y la que él mismo buscaba en su perpetuo divagar entre la realidad y el deseo, convirtiendo sus encuentros y desencuentros con las personas, los animales y las cosas en deslumbrantes y laberínticos territorios de ficción.

Cortázar, Jesús Marchamalo y Marc Torices

 

Nórdica ediciones, 2017

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10 de abril de 2017
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Viaje a las profundidades de un amor perdido

Aunque soy devoto de la obra de Fogwill, aún no me había acercado a su Help a él, si bien tras haber leído Los pichiciegos, creía que no me iba a decepcionar. Y así fue.

En Help a él, Fogwill narra la historia del duelo por una muerte, y lo hace desde una perspectiva moderna, si bien desliza a lo largo del texto elementos simbólicos que no conviene desdeñar. Al comienzo de la historia el narrador nos habla de Vera, a la que amó en el pasado, al principio de forma insistente, y más tarde esporádicamente. Vera se ha suicidado precipitándose desde el piso donde vivía con su padre y con su primo. La familia pertenece a la clase alta bonaerense, y es bastante corrupta, salvo Vera, que vive al margen de las ganancias y las pérdidas.

Vera es drogadicta, mística, melancólica, apasionada y de una belleza desgarbada y envolvente. El narrador la puede vencer dialécticamente, pero ella lo derrota siempre a través de la intoxicación. Es una experta en drogas, en brebajes. Es una hechicera de nuestra época.

Tras la muerte de Vera el narrador acude al cuarto en el que la ausente pasó sus últimos días. Vera ha dejado para él una caja llena de recuerdos y un brebaje, que Adolfo, el primo de la ausente, le aconseja tomar. Y lo toma.

El brebaje es la representación de Vera, su espíritu, su sustancia anímica, podríamos decir, sintetizada en un elixir.

El brebaje conducirá al narrador a una dimensión intermedia entre la vida y la muerte, en la que se llevará al cabo el verdadero duelo.

Los antiguos griegos solían experimentar duelos de varios días, en los que tenían prohibido hablar. En esos días el doliente se dejaba poseer enteramente por el alma del muerto. En esos días solo existía el muerto. Tras ese período de silencio, se organizaba un gran banquete, en el que los asistentes regresaban finalmente al mundo y se desfogaban riéndose, bebiendo y festejando la vida. Al parecer se trataba de un proceder de gran eficacia psicológica. Tras la intimidad con el fantasma del muerto, la intimidad y el jolgorio con los que aún habitaban el seno de la vida.

En el relato de Fogwill las cosas acontecen de forma similar. A través del brebaje de Vera, el narrador llega a una intimidad sofocante con el alma de la difunta, y con su cuerpo.

De la misma manera que Vera se precipitó en el vacío, ellos se precipitan, la difunta y el narrador, en el vació sideral.

Al final del relato, el duelo se habrá llevado a cabo de forma tan real como exponencial, y el fantasma de Vera irá quedando atrás. El narrador ha experimentado el más íntimo, el más atroz, y el más liberador de los duelos, convirtiendo a su antigua amante en el más definitivo objeto de su amor, y en el más envolvente objeto de ficción.

El narrador ha muerto a su manera con Vera, ha conocido la inmensidad y la simplicidad de la muerte, en todas sus facetas, y le ha dicho adiós para siempre.

Ya lo decían los antiguos japoneses: la muerte es tan grande como una montaña y tan leve como un cabello. En el relato de Fogwill nos adentramos en esa terrible paradoja.

El fantasma del Vera será para el narrador el aleph a través del cual accederá al enigma del amor y a los misterios del universo. Help a él me ha llevado a territorios de una brevedad y una vastedad acordes con lo que quiere contar. No se puede pedir más de una novela de cien páginas.

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4 de abril de 2017
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Aníbal el alquimista y Julio Cortázar

Me contaron que había un alquimista porteño que materializaba rosas, como Paracelso y como Borges. Tratándose de un argentino, no lo puse en duda. Siempre he pensado que los argentinos hacen milagros.

Si me dicen que un alquimista belga ha materializado una azucena, o que un alquimista holandés ha materializado un tulipán, puedo gritar: ¡Mentira! Básicamente porque no creo en la magia de los Países Bajos. Pero ahora mismo me dicen que un alquimista argentino ha materializado un elefante del siglo III antes de Jesucristo, y lo creo de inmediato y hasta me parece normal.

Los argentinos pueden materializarlo todo: tragedias, dramas, melodramas, comedias. Poseen un registro amplísimo como actores de la vida, que perciben como un teatro. Son seductores natos porque participan de un sentimiento dramático de la existencia, y los dramas se representan además de vivirse.

Uno de los amigos más nobles y bondadosos que tuve en París fue un argentino que se llamaba Aníbal y que se parecía a Cortázar. No sé qué habrá sido de él. Nos encontrábamos a menudo en el Barrio Latino, nos ofrecíamos cigarrillos, charlábamos un rato. Aníbal también practicaba la alquimia.

Una noche Aníbal dobló una cucharilla sin tocarla, predijo una muerte, nos hizo creer que materializaba una cajetilla de Gitanes, y nos llevó a un café (La Palette) donde estaban cenando Julio Cortázar, un cronopio y una fama. ¿Caben más milagros en una sola jornada?

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12 de diciembre de 2016
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El infierno de la repetición y la invención de Morel

Ahora vivimos bajo la galaxia de Borges, bajo el embrujo de sus juegos intelectuales y sus adjetivos arcaizantes, y la figura de Bioy Casares queda un poco en la sombra. Seguramente Bioy ya lo había previsto.

Nacido en 1914, como Octavio Paz y Borges, es algo más joven que los escritores de la generación del 27, y vivió de cerca y de lejos una época de grandes mutaciones literarias, que juzgaba con ironía y humor. Y así como hay escritores marcados por un sentimiento trágico de la vida (entre los que se hallarían Kierkegaard, Unamuno y el mismo Borges), los hay también marcados por el sentimiento cómico de la vida, y ahí estaría Bioy Casares para demostrarlo.

El humor que recorre toda su obra así como la naturaleza de sus personajes, en buena medida delirantes, no le hacen descuidar la trama y jamás se olvida de lo que significa contar y narrar. Sin embargo su preocupación por la narratividad (que comparte enteramente con Borges) no evita que Bioy Casases sea un gran innovador y se anticipe con sus novelas a escuelas que van a reinar después que él y al margen de él. Sirva como ejemplo su obra más conocida y emblemática: La invención de Morel, publicada en 1944. Detengámonos en aquel año: está a punto de acabar la Segunda Guerra Mundial y la escuela que impera y va a imperar hasta 1960 es el existencialismo. Tras las grandes construcciones novelescas de entreguerras, de marcado tono coral y “colectivo”, la literatura occidental se vio obligada a sumergirse en los abismos del yo y a intentar explicarse desde dentro la tragedia, operación que tenía mucho que ver con un examen de conciencia. Y La invención de Morel tiene algo de existencialista, en la medida que nos enfrenta a la soledad extrema de un naufrago en una isla desierta. ¿Desierta? No, en la isla parece haber gente que habla, que coquetea, que establece extraños juegos de seducción, y que repite una y otra vez las mismas frases y las mismas escenas. Para volverse loco.

Más tarde nos daremos cuenta de que la isla es, en sí misma, un generador de virtualidad debido a una máquina que se mueve con la energía de las mareas y que reproduce secuencias del pasado, con personajes del pasado, encerrados en una eternidad virtual y llena de repeticiones.

Decíamos que La invención de Morel tenía algo de existencialista, y lo tiene en su exploración explícita de la soledad, pero sobre todo tiene mucho de Nouveau roman, bastantes años antes de que el Nouveau roman apareciera.

Las repeticiones casi seriales que vamos a encontrar en Robbe-Grillet, en Michel Butor y en más de un escritor alemán de la misma época, están ya, anticipadas y desarrolladas con una gran maestría, en La invención de Morel. Pero hay una diferencia: las repeticiones en La invención de Morel no son una imposición más o menos artificial del autor en busca de una determinada estructura narrativa (como ocurre en Robbe-Grillet): son una necesidad, si tenemos en cuenta la trama de la novela y si advertimos en qué consiste la máquina inventada por Morel: una especie de ordenador primitivo y totalmente integrado en la naturaleza de la isla, que reproduce secuencias de vidas pasadas, siempre las mismas, naturalmente.

Dicho lo cual, hay que añadir una virtud más a la novela de Bioy: no sólo se anticipó al Nouveau roman, también se anticipó a este momento que estamos viviendo y en el que parecen cada vez más borrosas las fronteras entre materialidad y virtualidad, entre presente y pasado, entre pasado y futuro, entre el cuerpo y sus fantasmas, entre la realidad y el deseo, como ocurre todo el tiempo en La invención de Morel.

La eternidad fantasmal en la que viven algunos personajes en la isla de Morel es muy parecida a lo que es y va a ser la eternidad virtual. ¿Toda la aldea global es ya la invención de Morel?

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22 de septiembre de 2016
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