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Respeto e ignorancia

En ese trance final en el que el editor te entrega las pruebas para que les des el repaso definitivo se agradecen todo tipo de apoyos y no fue el menor de ellos el comentario acerca de la última parte de la novela: “nabocoviana” dijo en voz baja pero no lo suficiente para que no lo oyeran la correctora y la de los derechos de autor. Ahora, por respeto a quien va a permitir que publique en colección tan señalada, no me atrevo a incomodarle demandando más precisión, que me dijera (o que incluso diga en voz alta o semi alta) qué pasajes le parecen nabocovianos y, dentro de esta categoría, qué tipo de nabocovianidad es la que reside en ellos: me refiero a si ve reminiscencias de la noción de avance, de trayecto, de viaje, si considera enmarañado el desenlace, con ese enmarañamiento que Nabokov sabe urdir para que el lector se esfuerce algo más de lo acostumbrado, casi algo más de lo aconsejable, o, si mi pasión por las aves y el póquer tuvieran algo que ver con mariposas y ajedrez. Aunque lo que preferiría es que me tildara de nabocoviano por la inteligente construcción del dictado o incluso por el desdén con que trato la definición de los personajes. Mas nunca lo sabré.   

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2 de septiembre de 2016
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Lectores, espectadores

 

Una resistencia creciente a admitir la ficción.

 

Los lectores se sienten defraudados cuando sospechan que tal o cual personaje o tal o cual situación son fruto de la inventiva del narrador. Resultan habituales las expresiones “¿pero esto es verdad?”, “¿pero este personaje existió?”. Confiesan que recurren a la consulta inmediata en Google, a la búsqueda que confirme la deseada existencia real de un personaje, de una historia. Se produce una equiparación entre mentira y ficción (a veces hay que soportar insultos del calibre de “eres un mentiroso” tendentes a situarte en esa categoría de apestados a los que no se les concede crédito).

 

El público ha olvidado cualquier vínculo con la esencia de la ficción, ha perdido la capacidad de comprender qué es la imaginación y por tanto considera imposible que alguien pueda crear. Toda narración se convierte en una biografía, en un roman à clef.

 

A menudo (cada vez más) he de oír, entre las personas que me leen, comentarios maliciosos en la línea de “¡pero qué imaginación tienes!”, “¡cómo se te pueden ocurrir estas cosas!”.

 

“Esta película está basada en hechos reales” es un rótulo de uso común en telefilmes, otorga un marchamo de seriedad, alejado del juego de la ficción, tan poco apreciado por los consumidores del género.

 

Otro latiguillo inmisericorde es el que hace referencia a la curiosidad del escritor, a la que confunden con el chismorreo; te recriminan, se asombran, ante el ejercicio de interrogar a la gente, a no quedarse en la superficie de lo que se cuenta, a forzar a que se diga algo más de lo que se dice en una conversación rutinaria en la que los participantes repiten fórmulas de relación y no traspasan el límite de la evidencia. Es pecado interesarse por lo que normalmente se guarda por razones de pudibundez o cortesía; no está bien visto hablar de determinados asuntos. Sin embargo, a menudo ocurre que la persona interrogada descubre que exhibir lo tradicionalmente oculto le proporciona placer y, esta nueva actitud, genera en ella una violenta complicidad con el interrogador, una complicidad en extremo pegajosa que requiere ser cercenada.

 

 

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16 de diciembre de 2015
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