La sensación que queda después de leer el ambicioso, amplio y desigual estudio de Fernando Báez sobre el expolio de libros, edificios, esculturas y otros objetos culturales en la historia de América Latina es que el impulso destructivo es tan fuerte como el constructivo, que en todas las épocas se saqueó y atacó con saña las obras representativas de ‘el otro’ y que, como una amarga ironía de la historia, los expoliadores se convierten, más tarde o más temprano, también en expoliados.
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El saqueo cultural de América Latina. De la Conquista a la globalización (Debate, 414 páginas) comienza con el ‘identicidio’ de los pueblos originarios de América, el mayor genocidio y plan de destrucción de que se tenga memoria, pero pudo haber empezado antes incluso: los arqueólogos han descubierto que los pueblos indígenas destruían los vestigios del poder y el conocimiento de los grupos precedentes, y esta corriente ‘memoricida’ llegó a extremos como la tradición de cada rey maya de Copán, que destruía ritualmente las estelas e imágenes de su antecesor.
Pero la sistemática destrucción de seres humanos, su cultura, identidad y memoria que desembarcó con Colón en 1492 fue de una amplitud y saña sin igual. En los capítulos más ponderados y bien estructurados de su libro, Báez explica cómo la conquista de América fue llevada a cabo por un par de generaciones de españoles en cuya mente se dio la trágica combinación de codicia, crueldad y el más alto grado de fanatismo religioso de su historia.
Entre la furia destructiva de los frailes e inquisidores, la voracidad por el oro de los adelantados y el sadismo de quienes servían a ambos poderes, antes de que terminara el siglo XVI se calcula que había perecido tres cuartas partes de la población del llamado Nuevo Mundo, y también se habían destruido – por fuego, a martillazos, bajo tierra, en el mar o en la fragua – la mayor parte de los tesoros artísticos y también los escritos, los jeroglíficos, los cuadros narrativos o explicativos y los quipus con los que los miles de pueblos indígenas habían transmitido sus historias y sus conocimientos a lo largo de los siglos.
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Sin embargo, en la narración de Báez esta destrucción del arte y la cultura precolombinos es sólo el comienzo de la historia. El arte colonial que los españoles pusieron en el lugar de los altares indígenas también cayó presa, con el correr de los siglos, del expolio de ladrones y coleccionistas, de la desidia de gobiernos con nulo interés por preservar el pasado, y en algunos casos (como la revolución mexicana de principios del siglo XX), del furor anticlerical.
Y así seguimos: tampoco los objetos de valor y conocimiento que reemplazaron a lo precolombino y lo colonial se salvaron. Ante la miseria y la falta de puesta en valor de lo propio, todo lo que puede ser vendido se vende. Latinoamérica es víctima hoy más que nunca del tráfico de obras de arte de todas las épocas, incluido el contemporáneo. La razón es por lo general la codicia de opulentos coleccionistas conjuntada con la miseria material y espiritual de sus secuaces locales. Pero también perviven las razones de los inquisidores: durante las sangrientas dictaduras del Cono Sur, los mismos que desaparecieron a una generación de intelectuales destruyeron también sus libros ‘sospechosos’ y expoliaron bibliotecas y museos.
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Esta triste colección de historias de la desmemoria necesitaba un recolector, analista y divulgador, y nadie mejor que el venezolano Fernando Báez, actual director de la Biblioteca Nacional de su país. Báez es considerado uno de los mayores expertos mundiales en expolio cultural, luego de su imprescindible Historia universal de la destrucción de libros, traducida ya a 12 idiomas.
En el 2003 fue miembro de la comisión de la UNESCO que documentó la destrucción del patrimonio iraquí, especialmente de la Biblioteca y el Museo Nacional de Bagdad. En La destrucción cultural de Iraq, con prólogo de Noam Chomsky, prueba que las destrucciones y robos de patrimonio no fueron frutos de la desidia e ignorancia de los invasores, sino de un plan bien orquestado.
En esta nueva obra Báez cubre un continente entero y más de 500 años. Y abarca más de lo que puede apretar. Parece como si hubiera querido decir todo lo que tenía atragantado tras años de investigación, y el libro termina siendo una extraña mezcla de historia, alegato político y tratado ideológico.
Pero es un libro imprescindible, y en muchas de sus páginas, ameno y aterrador. Además, es una escalofriante historia de horror ante la que empalidecen esas películas llenas de gritos, ketchup y vísceras de goma.