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Kirguistán

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Enseñando con Orwell en Kirguistán

Estoy en Bishkek, capital de la república de Kirguistán, enseñando periodismo "con una mirada sensible a los conflictos" a jóvenes periodistas de Asia Central. Hoy ellos están buscando información en las calles y plazas, hablando con los poderosos, los desposeídos, los valientes y los débiles, y por eso puedo sentarme a escribir en el blog.

El otro día les hablé de George Orwell, de la manipulación y la propaganda como formas de mantener un sistema totalitario. Les conté el argumento de 1984, con su Gran Hermano, su Ministerio del Amor, en cuyas catacumbas se tortura a los rebeldes, y su Ministerio de la Verdad, en cuyas oficinas se inventa el pasado. Jamás habían oído hablar de Orwell, pero mientras la traductora vertía mi inglés al ruso, iban moviendo la cabeza y sonriendo. Entendieron la fábula orwelliana a la primera.  

Esa sesión me hizo acordar de mi trabajo con la obra de Orwell en mi libro Periodismo narrativo. Aquí les comparto una versión abreviada, que publiqué hace un par de años en el suplemento de Cultura del diario argentino Perfil. Les aseguro que desde mi hotel en Bishkek, la mirada limpia y las lúcidas profecías de Orwell adquieren otra dimensión.

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En una de sus noches en pensiones de mala muerte en el Londres mugriento de grasa y hollín de principios de los años treinta, tras dormir sólo una hora por culpa de los gritos, las toses y los ladridos, George Orwell se despertó con “la vaga impresión de una cosa larga y marrón viniendo hacia mí”.

 “Abrí los ojos y vi que era el pie de uno de los marineros que salía de la cama y avanzaba hacia mí”, escribe el autor de Rebelión en la granja y 1984.

“Era marrón oscuro, como el pie de un indio con suciedad. Las paredes daban grima y las sábanas, lavadas hace tres semanas, estaban de un color umbrío crudo. Me vestí y bajé al sótano. Abajo había una hilera de bacinicas y dos rollos de toallas. Tenía un pedazo de jabón en mi bolsillo, y estaba a punto de lavarme, cuando me di cuenta de que cada recipiente estaba repleto de suciedad. Sólida, pringosa y negra como betún. Me fui sin lavarme”. 

No sé si se me permitirá dar nombre a un nuevo género periodístico-literario. Lo llamaría ‘Sufrir para contarlo’, y es el método de los tres libros de no ficción de George Orwell. La serie empieza con Sin blanca en París y Londres, publicado en 1933, el libro del que sale la historia del pie del marinero, y sigue con El camino de Wigan Pier, un viaje a las horribles condiciones de trabajo y vida de los mineros del norte de Inglaterra, de 1937, y Homenaje a Cataluña, el relato las experiencias del autor como combatiente antifranquista y víctima de la represión estalinista dentro del bando republicano, de 1938.

Así funciona el método: el escritor se convierte en uno de los personajes de los que quiere escribir, por lo general gente de mal vivir y peor comer. Pasa frío, hambre, miedo, enfermedades, y va anotándolo todo. Después lo escribe en una larguísima carta a sus camaradas de la izquierda. Está seguro de que ellos sí entenderán las razones y las consecuencias de sus viajes a los márgenes, los bajos fondos y las violencias del sistema.

Al vivir las vidas de los oprimidos y las de los que se rebelan contra los opresores, el escritor va anotando sus observaciones y también lo que piensa y siente a lo largo de su camino. Escribe sobre su propio frío, su hambre, su escozor de piojos, sus problemas respiratorios, sus ataques de fiebre. Y comparte además sus ideas, juicios y prejuicios. Y también relata sus peleas con sus propias percepciones y los instintos que adquirió en la infancia, y también sus debates con el lector, al que imagina quisquilloso, inquisitivo, sensible a los problemas sociales, pero anclado en el sentido común de su tiempo.

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El método Orwell consiste en sufrir en nombre del lector. Mejor dicho, en el lugar del lector. Al mostrarnos lo que pasa a su alrededor como un periodista y al mismo tiempo meternos en su cabeza y confiarnos sus pensamientos, aunque se sienta avergonzado de ellos, logra una combinación asombrosa y muy original de periodismo y literatura testimonial.

Nunca pierde de vista que está sufriendo, está tomando notas y está escribiendo para que nos demos cuenta de algo, algo muy superior a sus propios padecimientos. Tan grande es su ‘misión’ que no se encuentran en sus libros ni el humor ni la levedad de la crónica de costumbres. Las obras de Orwell son ascéticas y severas.

Sin embargo, y pese al ceño fruncido de su estilo, lo “salvan” siempre dos grandes cualidades. Por un lado, la alegría que produce la perfección del estilo, la descripción atinada, la metáfora feliz, el análisis inteligente y certero. Por otro, su enorme capacidad para autoexaminarse, criticarse y hasta burlarse de sí mismo. Soportamos que ponga en el microscopio nuestras confortables certezas porque puso antes sus amores, odios, miserias y cobardías bajo la misma lente.

Esas virtudes ya brillan en Sin blanca en París y Londres, que es su primer libro de observación y testimonio, se agudizan en el segundo, El camino de Wigan Pier y estallan con la perfección de una bomba mortífera en su último y más dramático libro de no ficción, Homage to Catalonia. Su novela de hechos ciertos tienen un sentido de urgencia, de necesidad, de claridad buscada que para mí tiene que ver con esa pasión por ser entendido. No se entiende su estilo sin la ética práctica a la que estaba atado.

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La Guerra Civil Española fue la caída final de la venda en los ojos de Orwell. Cuando estalló el conflicto, no dudó en alistarse. Henry Miller, quien lo recibió en París a su paso hacia Barcelona, lo describió como imbuido de un fervor casi religioso y una seguridad total en que la batalla es entre el bien y el mal. Aunque no compartía ni su análisis ni su entusiasmo, el americano hedonista le regaló un abrigo. Orwell le dijo que iba como cronista y reportero, pero Miller estaba seguro de que su amigo se disponía a tomar las armas.

En España, Orwell combatió con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, filo-trotskista) y vivió, tanto en Barcelona como en el frente, lo más parecido a su sueño de igualdad, de hermandad, de generosidad, la revolución que suprime la injusticia y la sociedad sin clases. Por supuesto –y esto lo han marcado bien los estudiosos catalanes de Orwell– su paraíso era una mezcla entre cambios reales y lo que él quería y soñaba ver.

Al volver herido a Barcelona desde el frente en Aragón, Orwell se encontró con que el POUM estaba prohibido, sus líderes asesinados, detenidos o buscados, y que su vida corría peligro. Los comunistas los acusaban de haber traicionado a la república pasando información a Franco. Se salvó por los pelos.  El libro lo enfrentó a sus antiguos camaradas, quienes no querían oír hablar de rencillas internas entre los republicanos.

Homenaje a Cataluña, para muchos el mejor libro de Orwell, es un tardío viaje de descubrimiento. En cierto sentido, las miserias e iniquidades que describe en Sin blanca en París y Londres y en El camino de Wigan Pier eran cosas que ya conocía o intuía. Le faltaban los detalles, el ‘cómo’, pero las penurias físicas y psíquicas y las contradicciones de los pobres que describe son parte de su experiencia pasada en Birmania y en Inglaterra, y son congruentes con sus ideas y su ideología.

Pero en España descubre dos cosas nuevas: el santo desorden de la Barcelona libertaria y la feroz represión dentro del bando republicano. Es un libro complejo; comienza feliz y termina desesperanzado. Todo parece fácil y posible al comienzo, y al final todo es mucho más complejo de lo que suponía. Y su proceso interno también está narrado con trazos más precisos, porque lo que le sucede no es siempre de entender y porque no es lo que se esperaba que le pasara. Ahí está ya el germen de la amarga fábula con animales Rebelión en la granja y en la cruel distopía futurista 1984.

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Con peligro para su vida y efectos letales para su salud, siguió hasta su temprana muerte a los 47 años describiendo sin cerrar los ojos lo que encontraba en el fondo cienagoso al que había bajado.

Si seguimos con detenimiento la carrera de Orwell, vemos que la observación y la descripción de lo real son a la vez caminos hacia la ficción última y formas de comunicar sus ideas y sus ideales.

En su proceso de escribir como quien respira, por necesidad, nos fue limpiando la mirada y el estilo. Leer a Orwell nos hace volver a la mesa de trabajo con la pluma limpia de sentimentalismos y palabrerías, y con una sensación más noble y ética de la profesión de escritor, de periodista, o simplemente de ciudadano de nuestro tiempo. 

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24 de junio de 2013
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Invitación al viaje

Una de las estrategias narrativas que más me sirven para escribir lo que en Latinoamérica llamamos una crónica es el relato de viaje.

En los diarios y revistas el relato de viaje se ha degradado. Se relega a las páginas de turismo, y pareciera como si el autor sólo pudiera viajar como adelantado de un supuesto lector que comprará en su agencia de viajes una gira rápida, superficial, previsible, a los sitios donde no disfruta estando sino que se enorgullece de haber estado. Ir para haber estado es dar por perdida la posibilidad de la experiencia desde antes de partir.

Obviamente, esto se debe a que el viaje es un negocio: negocio para los anunciantes. En sus manos están los suplementos y las revistas de turismo.

Pero todos sabemos que el viaje del turista que consume experiencias como quien consume productos no es el único viaje posible.

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El romanticismo comenzó, tal vez, con el viaje de Goethe a Italia. Fue un viaje transalpino, y en él descubrió otra forma de vivir – la de los italianos, que para Goethe representaban lo emotivo, lo vital, el placer de disfrutar el momento. Y la cultura, las ruinas, Roma como legado común. El viaje de Goethe a Italia fue un viaje de descubrimiento, de cambio, de crecimiento. Un viaje filosófico.

La historia de la literatura está llena de viajes transformativos: en los mares del sur D. H. Lawrence descubrió la llave para abrir los tabúes del erotismo como experiencia espiritual, en la India E. M. Forster se enfrentó con su propia homosexualidad, en Tahití Gaugain descubrió la libertad absoluta, incluida la libertad abyecta de disfrutar de los cuerpos de las niñas. No siempre los viajes nos cambian para bien.

Pero los que a mí me sirven como ejemplo son los viajes que transforman, por ejemplo, a Hermann Hesse, a Mark Twain y a Josep Pla. Cada uno aprendió a ver y entender su propia sociedad con mayor profundidad y ojo crítico después de haber convivido con sociedades distintas. Es de Yeats ese verso de que el buen viaje es aquel del que uno vuelve y mira su casa como si la viera por primera vez. Y, agrego, se mira en el espejo de su baño y se descubre con extrañeza.

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En el periodismo moderno hay un pequeño pero fascinante grupo de reporteros que usan el relato de viaje para contar un camino de descubrimiento y transformación. No siempre se trata de un cambio personal. Muchas veces es el viaje de la ignorancia al conocimiento, y en vez de hacer que el lector conozca nuestro cambio, lo llevamos de viaje para que, al terminar el libro o el artículo, se vea transformado.

¿Qué es un gran libro sino una propuesta de transformación? Que el que cierra la última página sea alguien ya distinto del que abrió la primera. A veces con respuestas a sus viejas preguntas. Pero otras veces con nuevas preguntas. Cosas que creía resueltas se le abren y complejizan a lo largo del viaje.

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El mejor viajero que conozco en América Latina es Martín Caparrós. Con una maestría verbal prodigiosa, una impresionante capacidad para ver, escuchar, describir y contar detalles que pintan todo un mundo, Caparrós es autor de dos grandes colecciones de crónicas de viaje: Larga distancia y La guerra moderna. Crónicas como el viaje al lujo insano de Hong Kong, el viaje al turismo sexual en Sri Lanka o el viaje a la dictadura implacable de Camboya ya son clásicos, estudiados en las escuelas de periodismo de Argentina y alrededores.

Caparrós puede llevarte a un lugar que creías conocer, como las ciudades y paisajes rurales de Argentina, en su guía de lo inesperado El interior. O contarte una historia desconocida, como el periplo vital de la chica argentina que se convirtió en okupa y terminó perseguida como enemiga del estado italiano, sentenciada y suicidada.

El yo que viaja en los libros de Caparrós es siempre reconocible: es brillante, socarrón, deslenguado, erudito, y entre frase y frase se atusa el bigote decimonónico. Es como un mago que nos muestra el mundo como si nos hiciera un truco de prestidigitación.

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Hay infinidad de formas de escribir relatos de viaje. Como hay infinidad de formas de viajar. Lo que a mí me gusta es que un buen viaje se cuenta solo: tiene su arco narrativo incorporado.

Me gustan sobre todo los viajes de vuelta a lugares donde pasaron cosas importantes. Es un viaje al recuerdo del pasado y al mismo tiempo un recuento de lo que se encuentra allí ahora. Fernando Benítez siguió La ruta de Hernán Cortés desde Veracruz hasta el DF, por las tierras sobrepoblados, los bosques explotados y los pueblos indígenas oprimidos de hoy, hasta la alucinante capital de lo que fue el imperio azteca.

El periodista catalán Placid García Planas aprovechó sus viajes a sitios donde hay guerras y conflictos hoy – es corresponsal de La Vanguardia – para revisitar los sitios donde transitaron los viejos reporteros de guerra de Barcelona, sobre todo el genial Gaziel, gran cronista de la Primera Guerra Mundial. Su libro se llama La revancha del reportero.

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Viajar para encontrar al otro. Viajar para encontrarse a uno mismo. Viajar para descubrir el pasado y entender el presente.

Una crónica puede ser el viaje del personaje a lo largo de la vida. O un viaje particular del personaje. O el viaje de nosotros, los periodistas. Pero siempre es una invitación al viaje del lector.

Este jueves parto para Bishkek, la capital de Kirguistán, en el centro de Asia. ¡Deséenme suerte!  

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10 de junio de 2013
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