Partituras como las que John Williams compuso para las sagas de La guerra de las galaxias y Harry Potter, o la de Howard Shore para El señor de los anillos ya se han convertido en bandas sonoras de nuestra imaginación y nuestros recuerdos personales. Nos atacan en nuestra pantalla de computadora, en la publicidad de la tele, en los móviles y los videojuegos: las buenas melodías cinematográficas se nos meten bajo la piel y nos conectan con la historia de nuestras emociones.
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Desde principios del cine sonoro, la banda de sonido fue considerado un elemento fundamental de la identidad, el mensaje, el tono y la capacidad de comunicar de las películas. De hecho, el sonido entró a las grandes salas de cine cantando, con Al Jolson , la cara tiznada de negro y manos enguantadas de blanco, entonando “My Mammy” (El cantor de jazz, 1927).
De entretenimiento, la música del cine pronto pasó a arte. El primer gran “compositor para el cine”, Sergei Prokofiev, trabajó codo a codo con el director Sergei Eisenstein en el montaje de Alejandro Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1943), y en ambas películas hay escenas que son verdaderas coreografías donde el montaje danza con la orquesta.
Mucho celuloide ha pasado desde entonces, el cine se ha convertido en una de las más importantes industrias del mundo globalizado y las bandas de sonido se han vuelto objeto de comercio y de culto en sí mismas. Las fabulosas ventas así lo atestuguan: cuatro discos de bandas sonoras (El guardaespaldas, Fiebre del sábado noche, Purple rain y Titanic) han superado ya los 10 millones de dólares en ventas.
Hasta las tradicionales marchas nupciales de Mendelssohn y Wagner se vieron desplazas en los casamientos por la canción de amor de Titanic, My heart must go on de Celine Dion.
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La música de películas ha llegado incluso a las salas de conciertos. Varias orquestas sinfónicas, de Nueva York a Costa Rica y de Buenos Aires a Medellín, incluyen en su programación sesiones de música de películas. Ya es común que de vez en cuando Beethoven, Mozart y Brahms cedan protagonismo a John Williams (E.T., La guerra de las galaxias, Parque Jurásico), Jerry Goldsmith (Patton, Chinatown, Papillon) o Elmer Bernstein (Los siete magníficos, El gran escape, La edad de la inocencia).
Recuerdo un precioso concierto, de hace una década, en el que la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) programó un homenaje al gran compositor italiano Nino Rota, cuya música está indisolublemente asociada a las mejores películas de Federico Fellini (La strada, La dolce vita, Amarcord).
Cuando la orquesta interpretó el célebre tema de amor de El Padrino de Francis Ford Coppola, la sala entera se vio invadida por el recuerdo de la gran película y por la contradictoria mezcla de atracción y repulsión que produce el personaje del capo mafioso interpretado por el inmortal Marlon Brando.
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Esa es la magia de la gran música para películas: nos transporta al corazón emotivo de la historia que vimos en el cine sin necesidad de recordar la trama o las imágenes del filme. Es emoción pura. Si la película es romántica, épica, triste o hilarante, la música nos lleva a sentirnos melosos, tristes o divertidos. Nos acerca al centro de nuestros sentimientos; al hacerlo, se convierte en la banda sonora de nuestra propia vida.