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Hablan las musas

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Truman Capote: Ícaro quemado por las luces de la fiesta

Hace treinta años murió Truman Capote, el gran niño viejo de la narrativa. Capote inventó géneros y modos de contar, se inventó a sí mismo y terminó inventando una destrucción a su medida, consumido por su propio genio y quemado por las luces de una fiesta que él organizó y de la que fue echado a patadas.

Fue el más inexacto de los genios de la no ficción. Y el más genial de los inexactos.

Cuando hace cuatro años mi exquisito editor de Cultura/s de La Vanguardia Sergio Vila-Sanjuan me pidió un ensayo sobre el aporte de Truman Capote al periodismo actual, pergeñé un retrato a partir de sus grandes obras no ficticias y de los caminos en muchas direcciones que esos libros abrieron.     

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Cuando en la década de 1940 un jovencísimo aspirante a escritor de éxito comenzó a escribir crónicas de viaje para hacerse famoso y ganar el dinero suficiente para sentarse a escribir sus novelas, nadie supuso que estaba despuntando una nueva forma de escribir. Truman Capote había llegado a Nueva York desde el profundo Sur norteamericano y desde una infancia de abandono y desamor.

Tenía voz de pito, cara de niño y una extraordinaria capacidad para contar historias y llamar la atención. A los 20 años ya se había convertido en una celebridad literaria con un puñado de cuentos en revistas de moda, y a los 23, con la novela breve Otras voces, otros ámbitos, ya era considerado un escritor maduro.

Pero poco a poco, junto con obras de ficción, fue soltando algo nuevo y excitante. Primero fue un picante relato del viaje de una troupe de cantantes y bailarines negros a la Unión Soviética (Se oyen las musas, 1956), luego una serie de perfiles de íconos culturales de su tiempo, sobre todo un agudo y malicioso retrato de Marlon Brando (El duque en sus dominios, del mismo año), y finalmente su obra maestra, A sangre fría (1965).

Al terminar, exhausto tras seis años de absoluta inmersión en el mundo de esta “novela real”, Capote se había convirtió en el padre y el genio fundador del ecléctico y brillante grupo inventor de lo que su más colorido representante, Tom Wolfe, bautizó como Nuevo Periodismo.

Cuando murió en 1984, a punto de cumplir los 60, solo y abandonado por los ricos y famosos a los que aspiró con desesperación a acercarse, Capote dejó una extraña obra inacabada, Plegarias atendidas (1987), que a los tumbos y fragmentariamente otra vez abría caminos en el afán de contar lo real.

Tal vez la forma más ordenada de presentar lo que Capote aportó a quienes desde entonces buscan aunar periodismo y literatura sea recorrer algunos de los “inventos” de estas cuatro obras emblemáticas, y citar algunas libros posteriores que siguieron de alguna manera sus pasos.

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Se oyen las musas. Los relatos de viajes tenían mucha tradición, pero esta deliciosa crónica de una compañía que llevó Porgy and Bess de Gershwin a Leningrado y Moscú en plena Guerra Fría muestra cómo el análisis puede ceder primacía a recursos narrativos y descriptivos para que se comprenda una situación y se entienda la lógica y el drama de personajes inolvidables, sin que se pierda el ritmo y el interés de cada pasaje.

El género de la crónica de giras musicales, en el que la revista Rolling Stone basó gran parte de su prestigio y sin el cual quedaría muy pobre el conocimiento de la generación del rock parte de esta pequeña joya.

Capote perfeccionó el recurso de la narración por escenas, más tributaria del cine que de la literatura, ideal para narrar las estaciones de un viaje. Hoy tanto las crónicas músico-sociales como los relatos corales de viaje llevan su impronta. 

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El duque en sus dominios. Este perfil en profundidad de Brando muestra de forma a la vez divertida y atroz el momento en que sus demonios internos y su excentricidad externa estaban a punto de transformarlo de ídolo de masas en genio huraño e intratable. Como casi todas las grandes obras de Capote, el texto apareció en la revista New Yorker, que desde los años treinta se ufana de haberle dado forma al perfil periodístico literario.

Capote no inventó ni la combinación de diálogo extenso y a corazón abierto, ni la narración de escenas que muestran al perfilado “en su salsa”, ni la  descripción perceptiva en la que lo que se selecciona y presenta es imagen y metáfora de lo que sucede con el personaje. Pero en perfiles como este o el que realizó sobre Marilyn Monroe en Música para camaleones hizo del género arte perdurable. Sus perfiles han influido en muchos de los que siguieron.

Adrien Nicole Le Blanc y Susan Orlean, por ejemplo, publican en New Yorker perfiles donde informan sobre lo complejo de una vida y presentan trozos brillantes e incompletos de experiencia humana, como pequeñas piezas de cristal quebrado.

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A sangre fría. Será éste, el libro más largo y ambicioso de Capote, el que cimiente su prestigio literario y periodístico. A sangre fría cuenta el asesinato premeditado y cruel de cuatro miembros de una familia en el pueblo de Holcomb en Kansas por una pareja de delincuentes comunes, Dick y Perry. Capote sigue la vida de las víctimas hasta su final, que se nos presenta tan inevitable y espantoso como el de una tragedia griega, y acompaña a sus asesinos hasta la horca.

Para Gerald Clarke, el gran biógrafo de Capote, éste logra trasformar a los criminales en dos personajes formidables de la literatura del siglo XX. Para Ben Yagoda, coautor de la antología El arte de los hechos, el gran mérito del libro es la exhaustiva investigación y las entrevistas tan intensas que le permiten contar hechos que no presenció con la fuerza y el colorido que emplearía un novelista con un argumento de su invención. “Con su oído de novelista, (Capote) escuchó lo que sus personajes pudieron haber dicho y lo transcribió más fielmente que ningún periodista antes o después”, apunta Yagoda.

A diferencia de sus reportajes anteriores, A sangre fría se noveliza sin meter en ningún momento al autor como personaje ni como comentador de lo que muestra. Pero por supuesto, su mirada no está ausente sino todo lo contrario. Albert Chillón, en Literatura y periodismo: una tradición de relaciones promiscuas, enfatiza que “In Cold Blood resulta ser, en definitiva, un alegato contra la pena de muerte, pero no al estilo franco y declamatorio de un manifiesto o una novela de tesis, sino a la manera sutil de aquellas narraciones que extraen su fuerza persuasiva del ensanchamiento que provoca en la mente del lector el mundo que ponen en pie”.

La espeluznante historia de Perry y Dick influyó en generaciones de periodistas. Joe McGinnis se internó como pocos en el “relato de crímenes verdaderos” en libros como Visión fatal. Gourevitch también siguió la senda de Capote en una fábula moral, Caso cerrado, sobre un asesino capturado tras pasar décadas escondido. En España, Vázquez Montalbán en Galíndez o Arcadi Espada en Raval adaptan a sus personales estilos y temas algo del legado de Capote.

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Plegarias atendidas. Esta colección de fragmentos, que Capote soñó en convertir en su En busca del tiempo perdido, es un retrato colectivo amargo y mordaz de la clase alta norteamericana.

Hoy revistas como Vanity Fair, que critican con fascinación el mundo de los ricos y famosos, abrevan en este modelo. Pero desde su muerte, hace más de dos décadas, nadie ha conseguir contar anécdotas de opulencia y degradación como el perverso niño prodigio que nunca dejó de perseguir la gloria.

 

Las plegarias atendidas producen más lágrimas que las desoídas, decía Capote que había escrito Santa Teresa. Pero legiones de periodistas y “escribidores” igual siguen elevado plegarias. Las elevan a las musas  o a los santos más literarios, como San Juan de la Cruz, y en sus plegarias siguen implorando el don de poder escribir, al menos una vez, como Truman Capote. 

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26 de agosto de 2014
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