Hace doce años, para el inicio del Mundial de Fútbol de Corea y Japón, el diario argentino La voz del interior estaba preparando un suplemento con experiencias personales de escritores y periodistas sobre cada uno de los mundiales pasados. A mí me pidió una columna sobre el Mundial 82, el de la España de naranjito, el que empezó en los días finales de la Guerra de las Malvinas.
Hoy, a dos días del estreno de Argentina en este Mundial de las protestas callejeras en Brasil, rescato ese texto. Mantengo intactas las sensaciones de entonces: las perplejidades ante un fenómeno que me atrapa tanto como me repugna, y un radical rechazo por el sentimentalismo barato y el uso político y económico del opio del fútbol que nos idiotiza en estas fiestas sacras de lo banal.
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Siempre pensé que, para nosotros los argentinos, el fútbol es una guerra y la guerra es un partido, lleno de gritos, de polvo en los ojos y de cerrar los puños. Pero nunca como ese día se nos mezclaron tanto la muerte y los goles, la rendición y el silbato final, los disparos y las patadas.
Fue el 13 de junio de 1982, un día antes del final de la guerra de las Malvinas. Les cuento dónde estaba yo, para que me entiendan mejor: tenía 19 años, era un conscripto flaco y desgarbado, me estaba convirtiendo en un futuro ex combatiente (aunque todavía no lo sabía) y acababa de sonar la alerta roja por los altoparlantes en las calles frías y empinadas de Puerto Argentino.
Estábamos en la casa del funcionario inglés que los oficiales de Marina habían tomado como cuartel general y el teniente acababa de prender la radio que había sobre una mesa con mantel floreado en el centro de la cocina.
Las noticias de la guerra no podían ser peores. Esa mañana un grupo de soldados y suboficiales habían traído a la cocina historias de gurkas nepalíes que degollaban a los pibes que dormían en sus pozos. El general Menéndez había dicho por los altoparlantes que no nos íbamos a rendir, que íbamos a luchar hasta el último hombre. Los ingleses ya habían tomado las montañas alrededor de Puerto Argentino y nos cercaban por tierra, mar y aire.
Y el teniente, mientras tanto, aplicaba su oreja al vetusto aparato sobre la mesa y con la perilla trataba de sintonizar Radio Rivadavia, esmerándose en conectar con la voz familiar del “Gordo” José María Muñoz, el relator deportivo estrella de entonces. Argentina, con Kempes, Bertoni, Maradona y Ramón Díaz, iba a liquidar a Bélgica en el partido inaugural del mundial donde la gloriosa escuadra albiceleste defendía el trofeo conseguido en el Estadio Monumental en el ‘78. La radio era vieja y había que agarrar la antena con la mano para que se escuchara algo, para que se pudiera adivinar un partido remoto en el verano español de la movida y la transición.
Recién había empezado el partido cuando sonó la alerta roja, señal de que los Sea Harriers estaban por atacar y había que correr al pozo que habíamos cavado en el jardín de la casa del funcionario inglés. Pero no podíamos dejar la radio, y el partido, y el Mundial de España. El teniente nos instruyó para que todos nos escondiéramos debajo de la mesa de la cocina, y a mí me tocó levantar la mano para sostener la antena de la radio. Imagínense la escena.
Así estuvimos todo el partido, metidos debajo de la mesa, escuchando el partido, y yo con la mano agarrando la bendita antena, mientras afuera los ingleses cercaban el pueblo y los soldados heridos ya bajaban de las montañas con sus caras de fantasmas y su paso de viejos.
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Al final, Argentina perdió uno a cero ese partido inaugural, y la semana siguiente, cuando volvimos de Malvinas por la puerta de atrás, muchos descubrimos con sorpresa que nuestra guerra y el Mundial eran tomados por los argentinos, los que nosotros llamábamos “del continente”, con el mismo espíritu de banal fiesta deportiva.
Después, Argentina perdió con Brasil y con Italia y se fue de ese Mundial sin pena ni gloria. Después se fueron los militares, vino Alfonsín, el equipo de Bilardo ganó el Mundial de México en el ‘86, vino Menem, se hundió Maradona, y así. Pasaron los mundiales y los presidentes y se nos fue pasando la vida.
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Ayer (esto lo escribí en mayo de 2002), cuando le dije a mi amigo alemán Sebastian Schoepp que estaba escribiendo este artículo y le conté la anécdota de la radio y la mesa y el bombardeo, me regaló una historia suya.
En 1998 Sebastian estaba de vacaciones en las Islas Británicas y vio el partido Argentina-Inglaterra del Mundial de Francia desde un pub en un barrio obrero del norte de Inglaterra.
Mi amigo dice que cuando empezó la tanda de penales, después del partido intenso y empatado, no se escuchaba ni las respiraciones. Cuando Argentina ganó y los jugadores ingleses se tiraron en el pasto a llorar, se hizo un silencio de muerte en el pub. Entonces un viejo aficionado, de esos con venas en la cara, se paró sobre una mesa y empezó a gritar: “¡Nos ganaron un partido pero nosotros les ganamos la guerra! ¡Ganamos todas las guerras!” Y empezó una arenga pastosa sobre el imperio.
Cuando Sebastian me lo contó, vi una secreta y sutil relación entre ese encallecido obrero inglés trepado a una mesa gritando que ellos perdieron al fútbol pero ganaron en las Malvinas y mi teniente, agachado debajo de una mesa escuchando el partido en medio del bombardeo. Ahora siento que tal vez la relación sea demasiado tenue, demasiado traída de los pelos.
Cuando la vida es absurda, a veces tratamos de buscar relaciones y darles un sentido a las cosas.
Lo que sí es seguro es que cada vez que empieza un Mundial, yo me acuerdo de las Malvinas, del terror de las historias de los gurkas, de la radio y su antena, de la guerra y sus momentos de comedia delirante.
Y me sube por la garganta una risa tan triste que ni les cuento.