Esta escena se desarrolla en el Falklands Club, en Puerto Stanley, la capital de las Islas Malvinas. Afuera nieva. Es invierno, y adentro el vaho nubla las ventanas. Es agosto de 2006.
Cuando salimos, la noche está tachonada de estrellas y una capa de hielo cubre la calle. Con mis dos whiskys encima, me resbalo, y mi “enemigo”, un viejo lobo de mar septuagenario, me agarra del brazo para que no me caiga, pese a que había tomado muchos más whiskys que yo.
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Cuando los militares me mandaron a las islas, en abril de 1982, había tal vez cuatro o cinco árboles en el pueblo, que no tenía más de mil habitantes. La población total de las islas era de dos mil. Hoy son tres mil. El viento sigue silbando siempre, y siempre del mismo lado. La tierra es una turba negra y porosa. La gente es amable y metida en sí misma. Se puede hablar de muchos temas si uno no va con el único tema de las relaciones con Argentina.
Estas islas están llenas de fantasmas. Murieron aquí más de 600 soldados argentinos. Murieron casi 300 soldados británicos. Y por lo que pasaron aquí, en estos 31 años se mataron más ex combatientes de los dos bandos que todos los soldados que murieron en los 74 días espantosos de la guerra.
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No me hice periodista ni me fui metiendo en el periodismo narrativo para aprender a contar mi propia historia. Quería un oficio, una profesión, una forma de contar la verdad, ayudar a los oprimidos. Como dice un viejo dicho norteamericano, el buen periodismo está para “confortar a los afligidos y afligir a los confortables”.
Ese era mi lema. Me metí en esto para hablar de los demás.
Pero en ese viaje tenía que hablar de mí mismo, porque todo lo que hago tiene que ver, de alguna manera, con esa guerra, con el hecho de que a los 19 años la dictadura militar de mi país me envió a la guerra de las Malvinas.
La guerra duró 74 días, y durante la mitad de ese tiempo yo estuve recorriendo las costas rocosas, buscando cadáveres y sobrevivientes, transportando tropas y comida y armamento y sorteando bombas con seis marinos en un velero de madera construido en 1927. Nuestro barquito se llamaba Penélope.
En la guerra vi cadáveres, vi heridos, chicos partidos por la mitad, soldados locos vivos con ojos de muertos. Cuando tenía 6 años mi hijo me preguntó si maté a alguien. Le dije que no, y por supuesto se decepcionó. Yo no soy un héroe de acción. Soy un tipo que mira de otra manera desde que volvió de la guerra. Una parte de mí murió sobre la turba de las Malvinas.
Tardé 24 años en encontrar la forma de escribir sobre lo que me había pasado. Lo pude hacer cuando aprendí que lo que tenía que hacer era escuchar a los otros. Ir a la búsqueda de sus historias, sus puntos de vista. Su guerra, no sólo la mía. Sus islas. Su barco.
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Hice mi investigación en 2006. Durante un mes en Buenos Aires y alrededores me encontré con los seis tripulantes de esa goleta de 16 metros de eslora, el Penélope. En dos viajes a Alemania me encontré con la historia del aventurero loco que mandó construir el barco en 1927 y con la aventura de otro marino alemán, que lo llevó de vuelta a casa.
Para la segunda parte del libro tenía que viajar de vuelta a las Malvinas. Tenía que recorrer los lugares donde pasé la guerra, pero también quería acercarme a la vida de los isleños. Y tenía el deseo y el miedo de encontrarme de vuelta con los que había conocido en la guerra. Sobre todo con el viejo lobo de mar Finlay Ferguson, el capitán del Penélope, el marino al que quitamos su barco contra su voluntad, pero con quien había tenido largas charlas en las guardias nocturnas en el puente de mando.
Las charlas eran sobre todo silencios, pero en ese momento, cuando yo tenía 19 años y sabía muy poco del mundo, me había parecido que nos habíamos tratado con cordialidad y curiosidad. Y respeto.
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Mi viaje de vuelta a las Malvinas fue una de las experiencias personales y profesionales más importantes. Y el momento clave fue cuando llamé a Finlay Ferguson y me dijo que me pasaría a buscar por la casa de la señora donde me estaba quedando. Todos se conocen, sobre todo los mayores. Ferguson había sido novio de la señora de la casa, y su nueva esposa no estaba contenta con que él viniera a buscarme ahí. Yo no sabía nada de eso. Lo supe varias cervezas más tarde.
Fuimos al pub The Rose, donde me presentó a su hija y su yerno. Después de unas cuantas rondas de cerveza, él tomó como diez whiskys. Yo tomé dos, y casi me desmayo. La segunda noche, después de diez horas de entrevista, de contarme toda su vida, Finlay me dijo que quería invitarme a su club.
Yo tampoco lo sabía, pero el Falklands Club es el corazón del sentimiento británico y anti-argentino de las islas. Yo era el primer argentino que pisaba el club. Ni que hablar de que no era un argentino cualquiera: era un ex combatiente, un enemigo.
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En los días siguientes todos los que entrevistaba abrían los ojos como platos. “¿Te llevó al Falklands Club? ¿En serio?”
Y decían tres cosas: que él me había mostrado que me apreciaba mucho, que quería decirles algo a sus viejos amigos del club, y que su prestigio como capitán y como hombre era tal que sabía que nadie me atacaría.
Y nadie me atacó. Pero un marino casi tan viejo como él me preguntó, cuando entendió con quién estaba hablando: ¿A qué vienes, a enterrar viejos fantasmas?
Era un poco cierto. ¿Por qué volvemos al lugar de nuestra guerra, si no es para poder finalmente enterrar nuestros fantasmas.
Aunque después, sobre todo en los meses de escribir, llegué a la conclusión de que lo que buscaba era justo lo opuesto: desenterrar fantasmas.
En muchas de las cosas que escribo desentierro fantasmas de otros. En ese libro, en ese viaje, en esa noche del Falkands Club, entre whisky y whisky, saqué a la luz los míos. Y bailé un vals lento y triste y reparador con mis fantasmas.