Durante todo el siglo XIX, unas pocas familias se hicieron dueñas de las tierras, el dinero, el comercio y las conciencias en la más pequeña de las repúblicas centroamericanas.
En la primera mitad del siglo XX, los sindicatos y el Partido Comunista intentaron quebrar ese sistema feudal: fueron masacrados. En la segunda mitad, el Frente Farabundo Martí (FMLN) y el ejército, con fuerte apoyo de los Estados Unidos, se enfrascaron en una cruenta guerra civil con miles de muertos y desaparecidos. Más de un millón de salvadoreños emigró a Estados Unidos.
En 1992, los acuerdo de paz de Chapultepec, declararon el fin de la guerra. Y a diferencia de muchos otros países de la región, los ex guerrilleros entraron exitosamente en la contienda política. Hoy preside el país el ex comandante del FMLN Salvador Sánchez Cerén.
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¿Es esta entonces una historia de redención? Nada de eso: El Salvador está peor que nunca. Los hijos de las víctimas y los victimarios de ayer se enzarzan en una nueva guerra civil (hoy llamada “encubierta”): maras, bandas de narcotraficantes, ladrones, jóvenes sin futuro que matan y mueren imberbes, ejecuciones de la policía, ajustes de cuentas de criminales, muerte y desolación.
Esta historia macabra la cuenta mejor que nadie el gran periodista salvadoreño Carlos Dada en el capítulo sobre su país en el libro colectivo “Crecer a golpes”, editado por Diego Fonseca. Dada muestra cómo el final de una guerra derivó en otra guerra, vacía de causas y consignas. La valiente revista digital que él dirige, “El Faro”, relata este drama todos los días. Sus periodistas trabajan hoy amenazados por las mafias.
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Mientras tanto, los ricos son hoy más ricos y los pobres más pobres que hace cien años. Los gobernantes de izquierda no han cumplido sus promesas: El anterior presidente, también del FMLN, terminó su gobierno salpicado por escándalos de corrupción. Y la violencia urbana produce más muertes que la guerra civil del pasado. Pero hay una diferencia: hoy no matan ni el Imperio ni los terratenientes: los pobres se matan entre ellos. Fueron 125 en los últimos tres días, un macabro récord.
Algo mejoró: periodistas como Dada se animan a contarlo. Pero para el chico de la pantaloneta roja, que seguramente soñaba con jugar al fútbol y alcanzar una tenue felicidad, no fue suficiente. Su triste país (Dada lo compara con el cruel dios Saturno) sigue matando a sus hijos. ¿Quién salvará a El Salvador, hermosa tierra de volcanes y poetas, de su círculo de horror y sufrimiento?