En el usualmente modesto rubro de la música para películas, este año los Oscar fueron como un duelo al sol en la polvorienta calle principal del pueblo del Lejano Oeste.
A un lado, la cantina; al otro, el banco y la oficina del sheriff. En medio de la calle, a punto de desenfundar, los duelistas. Uno es el indiscutible genio de la música de Hollywood del último cuarto de siglo: John Williams. Del otro, el más grande músico europeo de la historia del cine: el italiano Ennio Morricone.
Seguro que nunca volveremos a ver un duelo igual.
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Williams volvía a su pasado glorioso (la séptima entrega de Star Wars), pero Morricone, de 87 años (cuatro más que su rival) se lanzaba a un desafío nuevo: poner música a la visión postmoderna, irónica, sangrienta de la última de Quentin Tarantino.
Para reinventar el Western en Los odiosos ocho, Tarantino contrató como músico al genial inventor del sonido de las películas con las que Sergio Leone inventó el Spaghetti Western. Estoy hablando de Por un puñado de dólares, El bueno, el malo y el feo, Érase una vez en América y Hasta que llegó su hora, entre otras.
Entre sus más de 500 bandas sonoras para películas, series y programas de televisión, Morricone creó temas tan recordados como la delicada melodía para oboe de La misión o la letanía dulce para saxo de Cinema Paradiso. La música para cine de Morricone es muy distinta a la de Williams.
Los dos son genios, tal vez los Mozart y Beethoven o los Verdi y Wagner de nuestro tiempo. Pero mientras el fuerte de Williams es lo grandioso, lo marcial, lo que enaltece, lo que nos canta, la música de Morricone se nos mete sutilmente, como una melodía que podemos cantar nosotros. O silbar, como los temas principales de Por un puñado de dólares o de El bueno, el malo y el feo.
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A diferencia del pistolero a quien se enfrentaba, Morricone nunca había ganado un Oscar por la partitura de una de sus centenares de películas, aunque fue nominado seis veces. Sí le dieron un Oscar honorífico a toda su trayectoria. Pero es increíble que el mejor músico de cine que produjo Europa no lo hubiera ganado por una banda sonora.
La asombrosa belleza sonora de Los odiosos ocho era la ocasión ideal: era su vuelta al Oeste, que no podemos imaginar hoy sin su música, y era su gran regreso, tras Kill Bill, a la alianza con Tarantino, el viejo niño terrible de Hollywood.
And the Oscar goes to… Il maestro Ennio Morricone. El primero que le dio un abrazo fue Williams, sentado a su lado en el palco. En un italiano cascado, como el que imita Brando en El Padrino, Morricone empezó diciendo que su “tributo” iba para los otros nominados y en especial “el estimado John Williams”.
El segundo tributo, a Tarantino. “No hay gran música de película sin una gran película”. El tercero, a su esposa María.
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Puedo escuchar el tema final de Cinema Paradiso cien veces seguidas y me emociona siempre. Oigo los silbidos del Oeste en las películas de Sergio Leone y se me dibuja una irónica sonrisa a lo Clint Eastwood. Camino por una selva tropical y me empieza a zumbar, como una mariposa de música, el oboe de La Misión.
Gracias, maestro. Y cuánto tardó.