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Cien años de soledad

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Masacre de las bananeras: una lectura de Cien años de soledad

En estos días se ha desatado en Colombia un gran debate por unas declaraciones de la congresista María Fernanda Cabal refiriéndose a la masacre de las bananeras de 1928 como “un mito histórico” sin fundamento en los datos.

Las palabras de la representante del Centro Democrático, partido del ex presidente ultraderechista Álvaro Uribe, desataron una tormenta, con publicaciones de historiadores, antropólogos y hasta colegas de Cabal en la universidad donde estudió Ciencias Políticas.  

Esta polémica me recordó un escrito que hice hace cinco años a propósito de la dramática escena de la matanza del ejército sobre trabajadores en huelga de la United Fruit Company en la zona del Caribe colombiano donde nació Gabriel García Márquez y que fue el escenario y eje de sentido de toda su obra narrativa. Es parte de mi proyecto todavía no publicado, la novela de no ficción Crónicas bananeras.  

Quiero proponerlo como un aporte a este debate.

García Márquez eleva a miles los muertos en esa matanza, que sí existió y se saldó con más de cien acribillados por el Ejército. Pero hacia el final de esa sección de Cien años de soledad, el autor ya pone en la novela la pelea con los que postulan que esa masacre nunca existió. Y se coloca a sí mismo como personaje, y se hermana con el trabajador de ficción que él mismo inventó.

En este fragmento de mi libro aún inédito, me pregunto si Cien años de soledad puede colocarse junto con Mamita Yunai de Carlos Luis Fallas, Bananos de Emilio Quintana y la “trilogía bananera” de otro Nobel, Miguel Ángel Asturias.

 

*          *          *

 

¿Es Cien años de soledad una novela bananera?

No sólo, obviamente.

Pero sí, también.

Es una novela total, un enorme mural que pinta el continente entero a partir de su ombligo, o su corazón, en el Caribe doloroso y apasionado y profundo. Pero en ese mundo la vida cambia para siempre con la llegada del doble extranjero: el gringo que viene a mandar y el ejército de desarrapados trabajadores inmigrantes, que vienen a ganarse el sustento. En alguna de sus novelas anteriores los había llamado “la hojarasca”. Vienen y se marchan y no dejan huella.

En Macondo no los llama hojarasca, pero tampoco tienen cara, historia ni voz.

Ya lo había apuntado Mario Vargas Llosa en su estudio fundamental donde llama ‘novela total’ a Cien años de soledad. Al comparar la historia de Macondo con la del continente entero, el peruano apunta que “la segunda gran transformación histórica de esta sociedad (…) ocurre cuando es colonizada económicamente por la compañía bananera norteamericana y convertida en país monoproductor de materia prima para una potencia extranjera, en una sociedad dependiente. La fuente de la riqueza y el trabajo en Macondo es ahora el banano”.

Vargas Llosa comprueba que, como en los enclaves bananeros ‘reales’, Macondo se transforma en “un campamento de casa de madera con techos de zinc, y junto al pueblo surge el de os gringos, un pueblo aparte con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso y extensos prados azules con pavorreales y codornices”.

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Todo había comenzado cuando Aureliano Segundo Buendía encontró por la calle al visitante norteamericano Mr. Herbert, un personaje esperpéntico “con pantalones de montar y polainas, sombrero de corcho, espejuelos con armaduras de acero, ojos de topacio y pellejo de gallo fino”. Mr. Herbert aceptó la invitación de Aureliano Segundo de comer en la espaciosa casa familiar, y “cuando llevaron a la mesa el atigrado racimo de banano que solían colgar en el comedor durante el almuerzo, arrancó la primera fruta sin mucho entusiasmo”.

Pero en un momento descubrió, “más bien con distracción de sabio que con deleite de buen comedor”, que ese fruto valía oro. Lo examinó, lo midió con instrumentos de precisión, y a la semana desembarcaban en Macondo un ejército de agrimensores, hidrólogos, topógrafos, y sobre todo una ominosa jauría de solemnes abogados vestidos de negro.

“Dotados de recursos que en otras épocas estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas y quitaron el río de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes heladas en el otro extremo de la población, detrás del cementerio”.

Este es un párrafo magistral de Cien años de soledad: en él los gringos de la bananera salen del mundo de la racionalidad y la ciencia y entran de lleno en el realismo mágico.

En la transformación de Macondo en un pueblo bananero no faltó de nada, ni por supuesto el infaltable tren de las putas. “Un miércoles de gloria llevaron un tren cargado de putas inverosímiles, hembras babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales, yu provistas de toda clase de ungüentos y dispositivos para estimular a los inermes, despabilar a los tímidos, saciar a los voraces, exaltar a los modestos, escarmentar a los múltiples y corregir a los solitarios”.

Bueno, esto sí es producto de la famosa prosa hiperbólica de García Márquez: en mis conversaciones con testigos, usuarios y protagonistas, la realidad del lenocinio en las plantaciones bananeras tenía mucho menos de gloria y más de sudor agrio, tedio, violencia, fastidio, desesperación y vacío.

En Costa Rica, varios trabajadores me contaron que al salir de la covacha sucia donde un trabajador tras otro manchaban la sábana descolorida, les esperaba un detalle de la compañía: una cesta con limones cortados por la mitad, para frotarse la zona de contacto, como medida profiláctica.

Lo que no es producto de la hipérbole tropical, el regodeo literario ni la nostalgia es la descripción del cambio de autoridad que se produjo en Macondo con la llegada de la bananera: “Los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieron el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos policías”, concluye García Márquez, “fueron reemplazados por sicarios con machete”

Toda la vida del pueblo empezó a girar alrededor de la compañía. Hasta José Arcadio Segundo se conchabó como capataz, para espanto del ‘nucleo duro’ de los Buendía. “-Que no vuelva a pisar este hogar- dijo Fernanda (su cuñada)-, mientras tenga la sarna de los forasteros”.

Pero lo peor llegó para la orgullosa Fernanda cuando su bella hija Meme fue invitada a tocar el clavicordio en el club social exclusivo de los gringos. La invitaron a sus bailes, a jugar al tenis, a bañarse en su piscina. Hasta comenzó a tontear con un gringo de esos…. Como la Colombia tropical donde había nacido García Márquez, como Latinoamérica toda, la estirpe del coronel José Aureliano Buendía se dividía y peleaba por su respuesta ante el ataque y la seducción del gringo.

Como la Malinche de Hernán Cortés, Meme, la hija de Fernanda Buendía, confraternizó y aceptó las dádivas del invasor, mientras sus hermanos se preparaban para la guerra.

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La caída final de Macondo comenzó con la degradación paralela de la familia Buendía, peleándose y matándose y haciéndose el amor entre sí en un éxtasis de violencia y frenesí que el académico Víctor García de la Concha llamó “los cerrados laberintos de la sangre”, por un lado, y por el otro por el desmoronamiento social, económico y político de Macondo.

Si bien el pueblo vivió muchos años más, el golpe de gracia se lo dio la huelga bananera, la represión policial y el silencio impuesto como una loza sobre la matanza.

José Arcadio Segundo, el capataz de la compañía, había renunciado a su puesto, se había vuelto sindicalista y estaba incitando a la huelga. Como bien puntualiza Sergio Ramírez desde sus años de revolucionario centroamericano, en un libro con vírgenes voladoras y niños con rabo de cerdo, las peticiones de los huelguistas eran exactas, calcadas a las que los trabajadores de los años treinta y cuarenta presentaban a la United Fruit Company en Honduras, en Costa Rica, en Panamá y en la costa caribeña de Colombia.

Además de las peticiones salariales, de que no se les pague en bonos canjeables en los negocios de la compañía, de que mejore la atención sanitaria y las inhóspitas condiciones de trabajo en las plantaciones, “los obreros aspiraban a que no se les obligara a cortar y embarcar banano los domingos, y la petición pareció tan justa que hasta el padre Antonio Isabel intercedió en favor de ella porque la encontró de acuerdo con la ley de Dios”.

Medio siglo más tarde, caminando en el bananal de Finca 8 en Palmar con el antiguo capataz de la compañía Joselino Rosales, el hombre me sale en medio de la oscuridad con la misma queja, la misma petición. Y en este caso, el trabajador tico se gana a García Márquez en el dramatismo de su historia: cuando llegaban los barcos de la Gran Flota Blanca, no se respetaba ni Semana Santa.

 La policía sacó de sus casas varios connotados sindicalistas, incluyendo a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana “que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz” (un homenaje literario de Gabo a su amigo Carlos Fuentes, porque Cruz es un personaje de la novela más conocida del mexicano – un centenar de paginas más adelante, otro personaje de Cien años de soledad se topa en París con la buhardilla donde murió el niño Rocamadour, personaje de Rayuela, del amigo y admirado de ambos, el argentino Julio Cortázar).

Así es el entramado extraño, superpuesto y lógico de la novela: con los Buendía se cruzan personajes de otras novelas y también las condiciones prosaicas y firmes de los huelguistas bananeros.

¿Por qué salen José Arcadio, Gavilán y los otros de la prisión? Por una causa que suena a salida de Cebollas y reyes de O. Henry: “porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién debía alimentarlos en la cárcel”.

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Pero la realidad supera a veces a la ficción, y García Márquez, que conoce como pocos el mundo bananero, ‘novelizó’ el argumento de los abogados de la compañía para no negociar con los huelguistas con un argumento que ningún novelista, por más imaginativo que fuese, pudo haber pergeñado con la claridad y el cinismo con que lo hicieron los verídicos abogados de la UFCO: “… los ilusionistas del derecho demostraron que reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni había tenido nunca, ni tendría jamás trabajadores.”

¿Cuántos lectores de Cien años de soledad no habrán celebrado la inventiva genial del creador del realismo mágico? Yo mismo, cuando me devoré la novela en mi cuartito de Buenos Aires a los 18 años, en tres días y tres noches de asombro, no imaginaba que al menos la parte bananera de la novela es realismo sucio. Sucio y doloroso. ¿Quién puede competir en inventos crueles con los abogados reales de la UFCO histórica? Los documentos que los historiadores de la compañía como Carlos Hernández y Ronny Viales y Aviva Chomsky y Philippe Bourgois rescataron de archivos polvorientos, dicen esto y más.

No hay inventos. Hay, como dice Sergio Ramírez al final de su ensayo en la edición conmemorativa de las Academias de la Lengua, un “atajo hacia la verdad”.

La huelga grande estalló en Macondo, y el ejército llegó para restablecer el orden. Como orgulloso hombre del Caribe, García Márquez se permite una descripción precisa pero xenófoba de los jóvenes de la sierra que vienen marchando en tres regimientos: “Eran pequeños, macizos, brutos. Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas y el incordio de la obediencia ciega y el sentido del honor”.

Se acercaba el desastre. El pueblo se juntó en la plaza para escuchar la arenga del teniente coronel. De pronto, García Márquez corta la narración del momento para ir a un futuro remoto, y la memoria de un anciano que en esa escena era un niño. La frase comienza con tres palabras muy importantes para el autor: son las tres famosas palabras con las que comienza todo el andamiaje de Cien años de soledad, esa primera frase que muchos de sus lectores podemos repetir de memoria. Ahora lo que se recuerdas “muchos años después” no un hecho festivo, la tarde en que el padre de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo, sino una matanza.

“Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el decreto número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba a ejército a matarlos a bala”.

Inmediatamente, un capitán, con voz cansada, dio cinco minutos a la muchedumbre para retirarse. Pasados cuatro minutos, José Arcadio Segundo, quien nunca antes había levantado la voz, les gritó: “¡Cabrones, les regalamos el minuto que falta!” Los catorce nidos de ametralladoras desataron el pánico. La plaza quedó sembrada de cadáveres.

“Muchos años después”, insiste García Márquez con su comienzo-fetiche, “el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente”.

José Arcadio Segundo salvó la vida de milagro. Fue dado por muerto y subido al tren. Se despertó rodeado de cadáveres. “Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano”.

Saltó del tren en marcha, volvió a Macondo y se encontró con que nadie le creía. La masacre no había sucedido nunca. Entonces comenzó a llover. Los militares anunciaron que cuando escampara firmarían el acuerdo de paz. Y entonces, con la exactitud que lo coronó como maestro del realismo mágico, como si tal cosa, como contaban los abuelos, escribe García Márquez: “Llovió cuatro años, once meses y dos días”.

 Esa es la mezcla genial de datos duros, periodísticos, y los vuelos de una imaginación desbordada. Lo excesivo, lo increíble, lo mágico, está contado como si fuera lo más natural del mundo. Y a su lado, las cifras y los nombres y las fechas de los hechos históricos refulgen y pegan mucho más.

Para dos generaciones de latinoamericanos, así fue el expolio y la violencia de la bananera, así fue el drama de un continente sometido por unos soldados sanguinarios a su vez sometidos a una multinacional extranjera, que seducía a las élites con bailes y partidos de tenis y pagaba a generales sin alma para que sofocaran rebeliones a bala.

Muchos años después, 28 páginas antes del final de la novela, cuando los dedos de García Márquez ya volaban sobre la máquina de escribir con total seguridad, sabiendo que lo tenía, que lo había logrado, Aureliano Buendía se muda a la ciudad y se vincula a un grupo de bohemios borrachos de amor por la literatura. Se llaman Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, “los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida”.

García Márquez homenajea a sus queridos amigos de juventud, que perseguían el sagrado sueño de las letras mientras caían de risa en bares, en prostíbulos y en los pisos mugrientos de olvidadas revistas literarias.

Aureliano los quería a los cuatro “como si fueran uno solo”, pero “estaba más cerca de Gabriel que de los otros”, porque compartían el pasado de sus abuelos, las historias de Macondo y sobre todo la certeza sobre la matanza los trabajadores, que todos los demás creían una invención.

“Cada vez que Aureliano tocaba el punto, no solo la propietaria, sino algunas personas mayores que ella repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muerto, e incluso se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca”.

Y aquí comienza una frase que para mí es clave para entender la novela, el arte entero de García Márquez y su visión del mundo y el relato de su vida: “De modo que Aureliano y Gabriel estaban vinculados por una especie de complicidad, fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían afectado sus vidas hasta el punto de que ambos se encontraban a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual solo quedaba la nostalgia”.

El último de la estirpe de los Buendía y el autor convertido en personaje tiritan unidos como hojas pegadas y a la deriva, unidos por la certeza de un crimen borrado con violencia de la memoria de su gente. La invención, la literatura, el vuelo imaginativo para mejor recordar un pasado necesario. Las palabras – en un ritmo implacable, hipnótico, irrepetible – como escalera hacia la salvación por el recuerdo.

Eso es para mí Cien años de soledad.

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6 de diciembre de 2017
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García Márquez cronista y el recuerdo de un gran momento en Noticia de un secuestro

Cada uno tiene su Gabriel García Márquez personal. El mío empieza en Cien años de soledad, que leí en un largo fin de semana durante los años de soledad de mi adolescencia, y que recuperé para mi investigación bananera, tres décadas más tarde, con la misma fascinación.

Sus novelas y cuentos cortos me acompañaron siempre, y tuve la dicha de conocerlo como anciano pequeñito y carismático. Con él pasamos una veintena de jóvenes periodistas latinoamericanos una mágica semana en marzo de 2001, mientras Ryszard Kapuscinki flotaba con elegancia sobre su taller de la FNPI en el DF y los Zapatistas llegaban al Zócalo.

Pero García Márquez también me acompaña como profesor, como un talismán y un maestro beneficioso, desde hace más de diez años. En universidades, talleres y seminarios enseño su periodismo centrándome en sus tres únicos libros de no ficción: Relato de un náufrago, la aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro.

Los tres son relatos desde adentro (en los dos primeros, el protagonista cuenta su drama en primera persona) de personas al borde de la muerte, movidos por el miedo, una rara esperanza y un extraño poder que los empuja a sobrevivir. Al teniente Velasco lo persiguen los tiburones, a Littín los ‘pacos’ de Pinochet y a los 10 colombianos secuestrados por los narcos, la sombra implacable de Pablo Escobar.

En estos días de duelo, quiero compartir aquí un fragmento de mi Periodismo narrativo, en el que relato la forma que encontré de explicar lo que hace grande a este gran muerto nuestro como periodista: como entrevistador genial, como narrador único de hechos reales.

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Para ejemplificar en clase el partido que saca García Márquez de su método de preguntar, preguntar y preguntar hasta agotar todos los detalles que recuerdan los personajes, suelo terminar mi clase sobre su obra leyendo un fragmento de Noticia de un secuestro que me parece especialmente terrible, especialmente genial. Lo rescato ahora porque sé que de todos los libros de García Márquez que se recordarán por el mundo en estas fechas, pocos hablarán de su extraño, fascinante, último libro periodístico.

La escena viene al final del capítulo 5, poco antes de la mitad del libro, cuando las negociaciones de liberación de los secuestrados están estancadas y todos sospechan que los narcos harán algo para obligar a negociar al gobierno.

En una de las casas-cárcel tenían a Maruja, funcionaria del área de cultura y conocida intelectual, a su asistenta Beatriz, y a Marina, que llevaba varios años secuestrada y que Maruja y Beatriz apenas conocían cuando se encontraron en cautiverio.

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 ‘El Monje’, uno de los vigilantes, le acababa de ordenar a Marina que tomara sus cosas y se preparase porque la iban a liberar. Marina prometió estar lista en cinco minutos. La escena está contada en tercera persona, pero está más que claro el punto de vista. Así comienza el final de la escena:

“Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión”.

Beatriz y Maruja se pusieron de acuerdo sin palabras para seguirle el juego de la liberación. Le encargaron que transmitiera mensajes a sus familias. Marina les respondía contenta, se perfumaba. Pero “en realidad estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja y se sentó a fumárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama”.

Maruja le llevó unas pastillas, pero Marina no pudo encontrarse la boca, por el temblor de las manos. La vinieron a buscar los guardias. Beatriz y Maruja se despidieron de ella intentando frases de aliento y esperanza.

“Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde afuera.

“Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y la radio para que no conocieran el final de la noche”.

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Suelo estar de pie, en medio del salón de clase, y a pesar de las veces que he leído este fragmento en voz alta, siempre me cuesta dominar la emoción. Cuando doy vuelta la página para iniciar el Capítulo 6, no se oye ni una mosca. Los alumnos saben lo que va a venir, pero están en manos de García Márquez.

“Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante pelo plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos”.

Leo esto casi al final de la clase, porque después no puedo decir mucho más. Es obvio que para un novelista, falta la escena en que la llevan al descampado y la matan. Pero eso no lo vieron los entrevistados de García Márquez. Y en este, su último gran relato de no ficción, García Márquez vuelve a ser un periodista grande y ético.  

¿Debería haber contado la muerte de Marina? El agujero pesa, pero no siento que falte. Cuando las armas del periodismo narrativo se usan como las usa aquí el Maestro, el efecto es aún más escalofriante. Y cada uno de los detalles que apelan a los cinco sentidos hacen que la ropa, el frío y las palabras se nos claven como alfileres y se queden clavados, en nuestra memoria, para siempre.   

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20 de abril de 2014
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Alberto Salcedo Ramos, el gran duende tropical de la crónica latinoamericana

Cuenta Tomás Eloy Martínez, el gran autor de Santa Evita, que a finales de los sesenta formó parte de la delegación que esperó a Gabriel García Márquez en el aeropuerto de Buenos Aires, en la primera visita del gran colombiano a la ciudad donde acababan de publicarle Cien años de soledad. Ante los escritores australes, ceremoniosos y sobrios, apareció un torbellino de colores y verborragia. Con su camisa imposible y su gesticulación desbordada, Gabo se les apareció como el trópico hecho carne y verbo.

Me acordé de ese relato, que Martínez incluye en su antología La otra realidad, cuando conocí al mejor cronista colombiano actual, el excesivo e irresistible Alberto Salcedo Ramos.

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Lo conocí hace casi un año, en el encuentro en México de Nuevos Cronistas de Indias de la Fundación Nuevo Periodismo, la que fundó García Márquez. Era difícil no notarlo: Salcedo Ramos, un barranquillero picante, lucía camisas no aptas para daltónicos y disparaba más palabras por segundo que ninguno.

En México hablamos de la formación de nuevos cronistas. Me impactó su forma clara de referirse al valor de educar, y su generosidad al dar consejos a los veinteañeros. Lo volví a ver en Madrid. Secuestrado por la gripe, tomando un jugo de naranja tras otro, seguía siendo un huracán. La semana que viene, comeremos en Medellín. No veo la hora de escucharlo. Aunque en cierta forma, su voz me acompaña casi cada hora: en Facebook y en Twitter es tan “mudo” como en vivo. A cada rato, un chiste certero o un comentario ácido.  

Pero como su legendario compatriota, lo que hace memorable a Alberto Salcedo Ramos no es su “personaje”, sino su pluma. Sus dos últimos libros, que empezaron a regar su nombre entre los seguidores de la crónica en los países de habla hispana, muestran a un maestro original y riguroso.

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El oro y la oscuridad es un perfil emotivo y complejo del ex campeón de boxeo colombiano Kid Pambelé. En decenas de conversaciones con el ídolo caído, Salcedo se adentra en su adicción a la fama y su íntima fragilidad. Pero también entrevista en profundidad a su familia, a sus pocos amigos y sus muchos ex socios y promotores.

De este buceo sale con un cuadro inquietante de un boxeador único, que subió a la cima desde lo más bajo y volvió a bajar cuando sus puños perdieron fuerza. Y también con un análisis sobre el país donde Kid Pambelé pudo llenar la imaginación de dos generaciones.

La eterna parranda es, en cambio, una antología de crónicas breves sobre deportistas, cantantes y sorprendentes seres anónimos. No hay repetición, no hay fórmulas: los textos de Salcedo Ramos, publicados en revistas como Soho y Gatopardo, sorprenden, divierten y hacen pensar.

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Por ejemplo, Enemigos de sangre. Cuenta la historia de dos hermanos del interior profundo de su país. Uno se unió a la guerrilla de las FARC; el otro, a los paramilitares. La madre sufrió cada día de su ausencia, pero ambos volvieron con vida. Al desmovilizarse, comparten aula: para cobrar un magro subsidio, deben completar la educación básica y aprender respeto y valores.

Con esta historia, Salcedo Ramos construye un apasionante relato de hermanos angustiados ante la posibilidad de matarse entre sí, y que ahora inician juntos un incierto futuro. Es la historia de su país centrada en un puñado de personajes atrapados por la violencia. Y es la crónica desbordada y sobria de un gran maestro.

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7 de septiembre de 2013
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