A la hora del desayuno de mis tiempos oficiales en el gobierno de la revolución ya estaba allí el correo de Carlos Martínez Rivas como si una mano invisible lo hubiera dejado sobre la mesa: un sobre de manila que había tenido antes otro uso, rotulado con su letra escolástica, firmes y elásticos arabescos de tiempos de empatador y tintero que enlazaban con sus rúbricas, como virutas, unas palabras con otras. Caligrafía de alumno díscolo del Colegio Centroamérica de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, mimado de los jesuitas, sobre todo del poeta navarro Ángel Martínez Baigorri, su mejor maestro, y mimado de las musas. Dóctor, se dirigí a mí en el sobre, o Doktor. Él era the poet, nada más el poeta.
Ya estaban allí también los informes oficiales, los recados tempraneros, los partes y las tiras de telex que ya no existen más, pero la avidez me llevaba de primero a rasgar el sobre de Carlos para encontrar, sino era otra vez su testamento ológrafo, porque varias veces fui su heredero universal honorífico y legatario otras tantas veces de su biblioteca, disposición esta última que llegó a anular bajo el temor, sic, de que "la convertiría en una biblioteca popular", sus poemas aún envueltos en el dorado calor del horno: madeleines para mojar en la taza de te de tilo a la hora del asma en Combray, croissantes para comer de pie junto a la barra en los desayunaderos de piso cubierto de aserrín de la rue Monsieur-le-Prince, muy al alba aguardentosa, hora de la alta resaca, mareo nostrum, los tiempos aquellos en que Octavio Paz lo recuerda aparecer entre los amigos de la inquerida bohemia con una guitarra y una botella llena de ron.
Su casa de Managua en el barrio de Altamira, uno de esos colmenares construidos después del terremoto, era como una panadería. Aunque alguien dijera por allí, quizás nosotros dos mismos conversando en eterna risa que ya traíamos muertos de risa desde los años ejemplares que compartimos en la década de los setenta en Costa Rica, que él llamaba con risa Costa Risa, encerrados en mi oficina burocrática de San Pedro de Montes de Oca, o en su celda monacal del falso Hotel Sheraton de la Avenida Central de San José, nombre ampuloso para un albergue de media mala muerte que sus propietarios chinos habían inscrito en el registro de marcas y no había trasnacional del mundo que pudiera quitarles, o como una ocurrencia más de aquellas de las tertulias de anochecer discutiendo literatura con José Coronel Urtecho a la luz de lámparas tubulares en el corredor con barandas de la hacienda Las Brisas que daba al Río Medio Queso anegándose en tinieblas, aunque alguien dijera, digo, cualquiera de nosotros dos, que más que una panadería se trataba más bien de una cueva, la cueva de Altamira con sus bisontes en la pared y el minotauro hidrópico que era él mismo paseándose en pelota entre esos muebles que no eran de hogar, sino de oficina de impuestos porque casa y muebles se los había proveído el gobierno, para qué más servía una revolución sino para amparar a un poeta, acaso sobre su desnudez una robe de chambre amarilla como una capa pluvial esponjándose en el aire tibio de la mañana. Y el espejo y la navaja de afeitar cruzados sobre la bacía llena de espuma de jabón. Cueva, o torre.
A esa puerta de la panadería de Altamira en la Managua que hervía a cuarenta grados centígrados llamó Graham Greene un mediodía de los dichosos años ochenta y el panadero barrigón en robe de chambre amarilla, válgame Dios, pelo hirsuto y labios tumefactos, abotagado de gin barato como aquel de la Fábrica Nacional de Licores de Costa Rica, comprado por cuartas en el Chellez Bar y que sabía a Pinesol, no le quiso abrir, y our man in Managua se quedó en el porche donde crecía feraz, el monte. La zarza ardiendo. Llamó con mejor suerte Mario Vargas Llosa, suerte que conocía a Blanca Varela y tuvo entonces entrada, y en la boca del horno le propuso al fauno comprarle su tomo crítico de las cartas de Flaubert, un viejo Flammarion de postguerra, y no se lo quiso vender, ni por todo el oro del mundo, me dijo luego esponjando en orgulloso disgusto la boca.
Por nada del mundo vendería tampoco la reproducción de la foto de Baudelaire, obra de Nadal, fijada con chinches al estante, pero quién quita un día de estos se la roban, como tantas cosas que desaparecen aquí, en toda fábrica de pan ocurre, se roban los huevos, la mantequilla. Hasta los moldes. Tanto derelict (palabra suya preferida=a social outcast, vagrant) rodeando a su dioscuro coronado de pámpanos, pululando ya de noche entre los sacos de harina, hurgando entre los desperdicios, un cardumen de gorgojos que busca pedacitos de gloria, fragmentos brillantes dispersos por el piso sin barrer, y a quienes el panadero de barba entrecana, una barba de días, gozoso de su papel, dirige como si se tratara de las pulgas amaestradas de un circo venido a menos.
En ese cuarto ¾la alacena¾ están los libros en sus estantes y los viejos periódicos arpillados en mesas y en el piso donde andan los gatos, el viejo Poe que bota a su paso pelambre, el primero. ¡Amontillado! ¡Quién tuviera a su disposición un barril de amontillado aunque fuera en el rincón de la escena de un crimen! Huele por doquier a alcohol derramado, a orines estancados, a materia fecal, a desperdicios de cocina; pero aquí en la alacena toda la materia prima es apetitosa, aceite, harina, azúcar, sal: son los libros sabios y suculentos que uno siempre quisiera leer, libros citables, precisos, suficientes para confeccionar las hogazas de pan que se sirven en la fonda de Henry Fielding (Tom Jones, expósito, Libro I, Capítulo 1): los formidables portables de Penguin, ese Edmon Wilson, por ejemplo (y se colocaba imaginariamente el tomo bajo el brazo, dando un orgulloso paseo). O el sólido bollo, harina y levadura, que es Judas the obscure de Thomas Harding, y qué me decís de Sons and Lovers de D.H. Lawrence, ¿y Der Tod des Vergil, de Hermane Broch?, la muerte de Virgilio, no menos que la otra muerte, La muerte en Venecia, Der Tod im Venedig de Thomas Mann, y Dirk Bogarde sudando en la barbería funeraria bajo el maquillaje espectral. Una pronunciación espaciada, declamatoria, de cada título, el goce sapiente de cada palabra, como lo haría seguramente en las tertulias de cinco de la tarde Alexander Pope conversando con Orlando, el caballero-mujer de Virginia Wolf.
Libros arrastrados en el aluvión de su vida, piedras, lodo, amores perdidos, guitarras despanzurradas como aquella su guitarra en bandolera con la que lo vio llegar Octavio Paz, Carlos trastejando las cuerdas en el bar ya sin clientes del Hôtel des Etats-Unis, y otros amaneceres con Blanca Varela, y Fernando de Szyslo, y Julio Cortázar, y Ernesto Cardenal, todos juntos en aquella mesa del fondo que se aleja en un zoom inverso hasta que el obturador de la cámara se cierra en oscuridad, eternos desconsuelos, rencores de bolero, él, que como San Juan de la Cruz lloraba por verse postergado, (a ti te premian, a mi me plagian, le dijo en un poema a Octavio Paz), manías persecutorias, desprecio fementido de la fama.
Lecturas insuficientes: no hay lecturas suficientes, Doktor, porque ser sabio del todo sería como la muerte según el Doktor Faustus de Thomas Mann. Libros metidos en cajas de leche condensada para atravesar el mar, handle with extreme care, y los que se quedaron perdidos en París, y los otros abandonados en el apartamento de Argüelles en Madrid cuando fue el consejero cultural de la Embajada de Nicaragua que deambulaba por los bares hasta las claras del alba, y los que reposan aún en una oscura bodega en Los Ángeles, California, en espera del regreso de su dueño, el empleado de aduana marítima, puntual cuando no estaba en las cantinas, de corbata y cuello duro, mangas cortas, un clerk, como Rosseau el aduanero de los leones apacibles en azul nocturno. Igual a como vestía cuando lo conocí en León en tertulia improvisada, en la casa de Edgardo Buitrago en mayo de 1964, yéndose ya a España a asumir su puesto en la embajada, y yo a Costa Rica a asumir el mío en el Consejo Superior Universitario Centroamericano, clerk=la persona que realiza tales funciones como llevar registros y atender correspondencia, el clerk (oficinista) que guarda en una gaveta del escritorio el libro que lee furtivamente, talvez las poesías escogidas de William Blake, talvez las de Emily Dickinson: At last, to be identified!/At last, the lamps upon thy side/The rest of life to see! (¡Al fin, ser identificado! ¡Al fin las lámparas a tu lado, lo que queda de vida para ver!)
Después, en esa casa de Altamira, la cueva que fue panadería, estaban las sartenes, colocadas en orden, donde esperaban para entrar al horno los textos en proceso (work always in progress). Se ve lo que no se toca. Carpetas rotuladas con plumones violeta, negro, marrón, a las que nadie puede asomarse, y sin embargo, todo mundo se asoma, todo mundo se siente en esta feria con el derecho de secuestrar esos manuscritos (mecanoscritos) para llevárselos como souvenirs, travestis sin fortuna, efebos indefensos como aquel del dormir plácido en el sótano del Louvre, erinnias mal disfrazadas de monjas, o peor, de vedettes, o de vampiresas, putillas, poetillas: si no estuviera el otro. El difuso terco mundillo del amanecer. La pululante línea de la imperfección y el anonimato...
Y finalmente el horno, la máquina de escribir, seriamente colocada sobre el escritorio de contador segundo, frente al sillón de vinilo estacionado a la distancia precisa. Su firma al pie de cada poema, cmr. La manía cmr ha llegado a consistir en sus constantes denuncias contra los tipógrafos primero, y las operadoras de computadora al acabarse los tipógrafos, porque cometen demasiados errores y arruinan los textos ¡La fatalidad de una letra trastocada, de la línea de un verso mal cortada, traiciones a la fidelidad! De modo que las cuartillas salidas de la máquina, y tecleadas con primor maniático¾a veces con subrayados en rojo (llegó la hora en que esas cintas de máquina de dos colores dejaron, alas, de existir) iban directamente a la plana del suplemento literario, fotografiadas en vivo. Si es que iban, porque había aún una mejor manía, la de negarse a publicar sus poemas.
Pasaron los años. El horno, con su rojo fulgor de infierno, aventando chispas por la boca que traga las sartenes, no hay modo que no siga encendido en la cueva desierta del panadero que toda la vida pasó aprendiendo a actuar, a vivir, a beber como Baudelaire, la perfomance de su vida que fue toda su vida. Suyo el rescoldo del absintio, suya la resaca del ajenjo que tiñen de verde las llamas del horno y el cielo del paraíso, infierno de cielo. Un ensayo de infierno. Ensayo con trajes, hoy, general rehersal, y la gran gala, poet, suspendida por fuerza mayor. Pan duro, duro aprendizaje. La última sopita. La cama final de la sala J del Hospital Militar de Managua.
El coche funerario arrastrado por la pareja de caballos enclenques de cabezas empenachadas y los lomos cubiertos por un velo negro como de mosquitero, va por la Calle Real de Granada mientras los transeúntes se alinean extrañados en las aceras porque detrás la banda militar toca marchas dolientes. Y no hay manera que se aparte de la cabeza del muerto eximio el recuerdo implacable de su madre endeudada que se suicidó porque había dispuesto de las joyas que el Monte de Piedad le confiaba para colocar, sólo para que el hijo se hiciera poeta en París, el hijo pródigo, el hijo prodigio. Y la edición príncipe de un mil ejemplares de La insurrección solitaria, su único libro que siempre crecía o disminuía, según el caso, que se trajo de México casi íntegra y se comieron la humedad y las polillas en la bodega de un beneficio de café de la hacienda de un pariente suyo, cercana a Managua. ¿Hay un ataúd que clavan con gran prisa en alguna parte? Ce bruit mystérieux sonne comme un départ...
Y vestido ya para la gran gala, según la foto de Nadal, mantos y mangas de mujeres lo depositan en la obscura y helada tumba que se buscó. Y que viene a ser lo mismo según su San Malcolm Lowry y el mío, la oscura tumba donde yace mi amigo.
[El Gobierno de Nicaragua veta a Sergio Ramírez]
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