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Apuestas

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El abejaruco y el hombre

 

 

Describe Derek Watson en el segundo de sus Viajes Naturalistas (1869) la impresión que le causó un bando de abejarucos volando “entre una espesa calina, a bastante altura, sobre un amplio barranco seco y pedregoso” del sur de España. Parece ser que “la cegadora y blanca luz que impregnaba el cielo y las abruptas laderas” no permitía ver qué aves eran las que producían “un peculiar griterío” y el ornitólogo inglés –poco ducho por aquel entonces en la identificación auditiva- tuvo que esperar, pese al “insoportable calor”, a que a mediodía se disipasen las calinas y así comprobar que se trataba de las “gráciles y multicolores avecillas” conocidas en el mundo científico por Merops apiaster  (Merops y apiaster nombres griego y latino de un ave comedora de abejas). 

 

Camino ya de Londres se detiene en la ciudad de Burgos donde es invitado a una reunión en el Gabinete de Recreo (sic). En el inmenso caserón, la inteligencia local, quizá con mayor afectación que la acostumbrada, discute sobre los últimos y prometedores avances científicos. Terminado el coloquio, “no excesivamente interesante”, y “caminando pausadamente por un sombrío pasillo de la planta baja”, se abre de improviso una pequeña puerta que es rápidamente cerrada por “un individuo que disponiéndose a salir, retrocedió en seguida al ver la comitiva de sabios y respetables ciudadanos”;  pero en el brevísimo intervalo en que permanece abierta, Derek Watson vislumbra “una sala grande donde formaban corros hombres de pie y sentados”. Al día siguiente, domingo, último de su estancia en Burgos, “a eso de las once de la mañana”, y con la excusa de visitar la ciudad, se ausenta de casa de sus anfitriones y se dirige solo al Gabinete de Recreo. Entra en el edificio, preocupado por si no va a encontrar la misteriosa puerta de la noche anterior, pero cuál es su sorpresa al hallar el pasillo iluminado, lleno de gente, y con dos puertas abiertas a una gran sala rectangular donde “numerosos personajes” juegan a las cartas, mientras en un rincón, apoyados en un mostrador, otros consumen bebidas. 

 

Ya había comprobado en un lugar parecido a éste, en un pueblo cercano a la ciudad de Córdoba, como esos “hombrecillos viciosos, jugadores empedernidos, iban y venían de sus casas al casino, cabizbajos, presurosos, con la actitud del honrado tendero que periódicamente frecuenta el prostíbulo”. Pero es que también aquí se repetía un curioso hecho; cuando “los componentes de una partida”, ya sentados, pedían a alguno de los “mirones” que les completaran la mesa, éstos, invariablemente, rehusaban, e invariablemente lo hacían mediante la siguiente fórmula: “no, que he de ir a misa” ó “no, que aún no he ido a misa” ó “no, que me voy a misa”. Sigue Derek: “en seguida me di cuenta de que esa fórmula que con tan mínimas variaciones repetían los asistentes a la sala de juego debía de ser una especie de contraseña que pronunciarían también en otros lugares y que como tal contraseña contendría un mensaje destinado a satisfacer a los que la escucharan”. Nuestro ornitólogo, espoleado tal vez por el vino castellano, estaba a punto de realizar un descubrimiento: el porqué del griterío de los abejarucos entre las calinas, su archifamosa Teoría de la Cohesión de las Aves Gregarias. 

 

 “Vi claro que los hombrecillos viciosos, pese a ser ellos los que mantenían con el gasto de cantina y la comisión de las apuestas el pomposo Gabinete, eran conscientes de su inferioridad ante los sesudos y honorables caballeros de las reuniones científicas”. “La pasión por el juego” era “el pecado nefando” que los diferenciaba expulsándolos a aquella “catacumba” donde, rehusando cualquier invitación a consumarlo, aprovechaban además para proclamar, con notoriedad, su condición de creyentes –este era un país donde las mezclas tanto de razas como de clases sociales no estaban bien vistas-. Los cristianos viejos, como los abejarucos, debían indicar con claridad su presencia a los demás, informándoles de sus credenciales para así sentir el amparo de su grupo social, del bando en vuelo por peligrosos parajes. Ciento treinta y ocho años después el griterío de cohesión entre las calinas, gracias al viril empeño de escopeteros y demás excursionistas, se ha ido perdiendo; de las catacumbas no hay noticia, al menos de carácter oficial, aunque de vez en cuando, según opinión de algunos, todavía retumban... pero serán los ecos.

 

 

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1 de noviembre de 2016
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Emparedado

 

Me hablaron de la calle más estrecha del mundo, y fui a verla. Viajé a la villa de Cañizares, en la provincia de Cuenca. Pero la descripción era incorrecta, no era la calle más estrecha sino la calle que se estrechaba desde hacía tiempo. Y ese era el motivo por el que acudían gentes de las apuestas, ávidas por jugarse los cuartos. Se trataba de aguantar plantado dentro, observando cómo se aproximaban las paredes y cómo crujían. Las apuestas, ya en 2006, año de la foto, eran especialmente altas, pero nada que ver con las de 2007, cuando, en la calle, en lo que quedaba de ella, apenas cabía una mano; de hecho, el tipo que se ve en la imagen regresó en febrero de ese año para incrementar el envite. Cuentan que sus herederos se hicieron ricos y que él quedó ahí, aprisionado, y que ni a pedazos consiguieron sacarlo, ni siquiera con las tenazas de la cercana herrería de Santa Cristina, la que arrendara Luis de Molina para vivir, huido, junto a su esposa Isabel de Saavedra, la hija ilegítima de Miguel de Cervantes.

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7 de enero de 2016
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