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1984

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Lorin Maazel: la lección de un músico-pensador

En un momento dado, cuando ya llevábamos una hora de entrevista, Lorin Maazel me miró con esos ojos claros, penetrantes, casi transparentes. Sin pena y sin alegría, me dijo: “El verdadero artista tiene un solo amigo, que es su voz interna”.

No lo olvidaré jamás.

Esta semana murió el maestro Maazel a los 84 años, en su casa de Virginia, en su querida costa este de Estados Unidos. Alrededor de su casa tenía una granja enorme, y había construido ahí teatros y salas de ensayo. Todos los veranos organizaba un festival exquisito, donde compartía su particular sentido de la música con una generación que podía ser la de sus nietos o bisnietos.

Yo lo entrevisté para la revista dominical de La Vanguardia en 2011. Estaba  punto de dejar la dirección artística del Palau de les Arts de Valencia, y la última ópera que presentaría sería un estreno en España: su propia versión musical de la escalofriante y actual novela 1984, de George Orwell.  
Así lo vi yo en ese momento y estas son algunas de las cosas que me dijo.

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La historia se ha contado mil veces. En 1939, a los nueve años, Lorin Maazel dirigió su primera orquesta, a instancias de Arturo Toscanini. Una foto lo inmortaliza con pantalones cortos y blandiendo una batuta, en el gesto entre juguetón y seguro del niño prodigio. Antes de cumplir 15 ya había dirigido a la mayoría de los orquestas de Estados Unidos.

Había nacido en Neuilly-sur.-Seine, Francia, en 1930, de padres norteamericanos judíos. Después de la Segunda Guerra Mundial, fue pionero en la generación de directores que cruzaron puentes de entendimiento entre los músicos y los públicos de los países que salían de la guerra. Fue el primer director norteamericano en dirigir las obras de Wagner en su templo de Bayreuth (en 1960), y el que más Conciertos de Año Nuevo dirigió con la Filarmónica de Viena: once, el último en 2005.

En su dilatada trayectoria, grabó más de 300 discos, algunos tan notables como la integral de las sinfonías de Beethoven con la Orquesta de Cleveland, la obra orquestal de Sibelius con la Filarmónica de Viena, o los clásicos del impresionismo galo con la Orquesta Nacional de Francia. Como director de ópera, es asiduo del Covent Garden londinense, la Scala de Milán y el Metropolitan de Nueva York. E hizo más que casi nadie por popularizar el género, dirigiendo musicalmente tres de las películas más recordadas que plasmaron óperas en escenarios reales: el Don Giovanni de Joseph Losey (1979), la Carmen de Francesco Rosi (1984) y el Otello de Franco Zefirelli (1986).

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Con el nuevo siglo, ya septuagenario, Maazel se lanzó a un reto insólito: la dirección musical del Palau de les Arts de Valencia, un teatro recién construido. Eligió personalmente a cada miembro de la orquesta, y en un lustro la transformó en una de las más perfectas máquinas de hacer música en España. En Valencia dirigió jornadas memorables de Parsifal, Madama Butterfly, Cavalleria Rusticana, y hasta salió airoso de su primer contacto con La vida breve, de Manuel de Falla.

Sus ‘tempos’ son habitualmente lentos, el sonido surge nítido y crece desde algún rincón secreto, en sus mejores noches sus interpretaciones suenan como una ceremonia sacra y se tiene la impresión de que trae colores orquestales de la época de oro de la dirección, como cultor y sobreviviente de una dinastía perdida.

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Una de las primeras cosas que le pregunté fue por sus influencias ¿Qué director lo impresionó, lo inspiró más en su larga y exitosa carrera en el podio?

Pensó unos segundos y de su prodigiosa memoria surgieron nombres de grandes directores de la primera mitad del siglo XX: Arturo Toscanini, Victor de Sábata y Bruno Walter. “Pero”, agregó inmediatamente, “mis modelos a la hora de dirigir no eran todos directores. Me influyó mucho la forma de actuar de Lawrence Olivier. Me encantaba ver cómo se metía en el personaje, cómo lo dominaba. Lo que lograba proyectar. Todas las artes están relacionadas. Como violinista, me marcó Jasha Heifetz. Tenía un acercamiento a su instrumento así”.

En ese momento, colocó sus manos como si sostuviera un violín, pero con cariño, como acariciando un bebé. “Era el control perfecto, y al mismo tiempo una identificación total con la partitura que estaba tocando.”

Yo creía que ya había terminado y me disponía a hacer otra pregunta, cuando sacudió la cabeza, como si acabara de pensar algo nuevo. Y entonces me lo dijo:

“Todo artista que merezca ese nombre tiene una voz interna. Ya sea un intérprete de un instrumento, un cantante, un director. Todos compartimos un factor común, una voz interna, la intuición. Al final del día estamos todos solos, y el verdadero artista tiene un solo amigo, que es su voz interna. Debe seguirla hasta el final, no importa qué digan los demás. Si no puede, ha fallado. Pero si lo logra, y los demás lo consideran valioso, se incorporará a los que hicieron avanzar la humanidad de alguna manera.”

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El tiempo pasó volando. Hacía rato que había terminado el tiempo pactado, el jefe de prensa se asomó por tercera vez, pero Maazel parecía contento y locuaz. Ya habíamos hablado de sus conciertos con la Filarmónica de Viena, su histórico viaje a Corea del Norte, sus grabaciones y sus memorables noches de ópera, y también habíamos hablado largamente de su interés por la política y la literatura y su visión pesimista del momento actual. De hecho, él pensaba que 1984 era mucho más relevante en esta segunda década del siglo XXI que en 1948, cuando Orwell soñó su pesadilla totalitaria.

Y entonces le hice una pregunta que no había planeado: “Usted es muy enfático en denunciar los males políticos, económicos, sociales del mundo. Pero a lo que ha dedicado más tiempo y esfuerzo ha sido a hacer bien y difundir la música clásica”, le dije. “¿Le parece que contribuye en algo a mejorar este planeta?”

Ni cinco segundos pasaron antes de que saliera el torrente de sus ideas. “Las artes son vitales para transformarnos en personas independientes. Estamos rodeados de guerras, violencia, hambre, opresión, horror. Si no proveemos un ambiente para que surjan creadores como Einstein, Heine, Shakespeare, Benedetto Croce, Rimbaud, Walt Whitman, el espíritu morirá”, enfatizó, sin un ápice de dramatismo.

“El mundo de allí afuera es horrible, es ruidoso, es feo, apesta. Nos alimentamos de comida basura, nos insultamos por la calle, terminamos el día viendo programas horribles en televisión, con la familia nos tratamos a los gritos… ¿eso es vida?”

Y como si se contestara a sí mismo, concluyó. “Las artes intentan comunicar al ser humano con otras áreas que muchas veces están ocultas u oxidadas, pero están. No todo es comida basura y comunicación basura. Las artes apelan a nuestro intelecto, nuestra sensibilidad y nuestro sentido del humor. Yo, por supuesto, no sé quién sería sin la música y los libros y las películas y los cuadros. Me mantienen vivo y más activo que nunca”.

Una semana más tarde, lo saludé en el camerino antes del estreno de 1984. Estaba feliz, excitado como un adolescente a los 81 años. Fue la última vez que lo vi. Les confieso que no me termino de creer que se haya muerto. 

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18 de julio de 2014
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Enseñando con Orwell en Kirguistán

Estoy en Bishkek, capital de la república de Kirguistán, enseñando periodismo "con una mirada sensible a los conflictos" a jóvenes periodistas de Asia Central. Hoy ellos están buscando información en las calles y plazas, hablando con los poderosos, los desposeídos, los valientes y los débiles, y por eso puedo sentarme a escribir en el blog.

El otro día les hablé de George Orwell, de la manipulación y la propaganda como formas de mantener un sistema totalitario. Les conté el argumento de 1984, con su Gran Hermano, su Ministerio del Amor, en cuyas catacumbas se tortura a los rebeldes, y su Ministerio de la Verdad, en cuyas oficinas se inventa el pasado. Jamás habían oído hablar de Orwell, pero mientras la traductora vertía mi inglés al ruso, iban moviendo la cabeza y sonriendo. Entendieron la fábula orwelliana a la primera.  

Esa sesión me hizo acordar de mi trabajo con la obra de Orwell en mi libro Periodismo narrativo. Aquí les comparto una versión abreviada, que publiqué hace un par de años en el suplemento de Cultura del diario argentino Perfil. Les aseguro que desde mi hotel en Bishkek, la mirada limpia y las lúcidas profecías de Orwell adquieren otra dimensión.

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En una de sus noches en pensiones de mala muerte en el Londres mugriento de grasa y hollín de principios de los años treinta, tras dormir sólo una hora por culpa de los gritos, las toses y los ladridos, George Orwell se despertó con “la vaga impresión de una cosa larga y marrón viniendo hacia mí”.

 “Abrí los ojos y vi que era el pie de uno de los marineros que salía de la cama y avanzaba hacia mí”, escribe el autor de Rebelión en la granja y 1984.

“Era marrón oscuro, como el pie de un indio con suciedad. Las paredes daban grima y las sábanas, lavadas hace tres semanas, estaban de un color umbrío crudo. Me vestí y bajé al sótano. Abajo había una hilera de bacinicas y dos rollos de toallas. Tenía un pedazo de jabón en mi bolsillo, y estaba a punto de lavarme, cuando me di cuenta de que cada recipiente estaba repleto de suciedad. Sólida, pringosa y negra como betún. Me fui sin lavarme”. 

No sé si se me permitirá dar nombre a un nuevo género periodístico-literario. Lo llamaría ‘Sufrir para contarlo’, y es el método de los tres libros de no ficción de George Orwell. La serie empieza con Sin blanca en París y Londres, publicado en 1933, el libro del que sale la historia del pie del marinero, y sigue con El camino de Wigan Pier, un viaje a las horribles condiciones de trabajo y vida de los mineros del norte de Inglaterra, de 1937, y Homenaje a Cataluña, el relato las experiencias del autor como combatiente antifranquista y víctima de la represión estalinista dentro del bando republicano, de 1938.

Así funciona el método: el escritor se convierte en uno de los personajes de los que quiere escribir, por lo general gente de mal vivir y peor comer. Pasa frío, hambre, miedo, enfermedades, y va anotándolo todo. Después lo escribe en una larguísima carta a sus camaradas de la izquierda. Está seguro de que ellos sí entenderán las razones y las consecuencias de sus viajes a los márgenes, los bajos fondos y las violencias del sistema.

Al vivir las vidas de los oprimidos y las de los que se rebelan contra los opresores, el escritor va anotando sus observaciones y también lo que piensa y siente a lo largo de su camino. Escribe sobre su propio frío, su hambre, su escozor de piojos, sus problemas respiratorios, sus ataques de fiebre. Y comparte además sus ideas, juicios y prejuicios. Y también relata sus peleas con sus propias percepciones y los instintos que adquirió en la infancia, y también sus debates con el lector, al que imagina quisquilloso, inquisitivo, sensible a los problemas sociales, pero anclado en el sentido común de su tiempo.

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El método Orwell consiste en sufrir en nombre del lector. Mejor dicho, en el lugar del lector. Al mostrarnos lo que pasa a su alrededor como un periodista y al mismo tiempo meternos en su cabeza y confiarnos sus pensamientos, aunque se sienta avergonzado de ellos, logra una combinación asombrosa y muy original de periodismo y literatura testimonial.

Nunca pierde de vista que está sufriendo, está tomando notas y está escribiendo para que nos demos cuenta de algo, algo muy superior a sus propios padecimientos. Tan grande es su ‘misión’ que no se encuentran en sus libros ni el humor ni la levedad de la crónica de costumbres. Las obras de Orwell son ascéticas y severas.

Sin embargo, y pese al ceño fruncido de su estilo, lo “salvan” siempre dos grandes cualidades. Por un lado, la alegría que produce la perfección del estilo, la descripción atinada, la metáfora feliz, el análisis inteligente y certero. Por otro, su enorme capacidad para autoexaminarse, criticarse y hasta burlarse de sí mismo. Soportamos que ponga en el microscopio nuestras confortables certezas porque puso antes sus amores, odios, miserias y cobardías bajo la misma lente.

Esas virtudes ya brillan en Sin blanca en París y Londres, que es su primer libro de observación y testimonio, se agudizan en el segundo, El camino de Wigan Pier y estallan con la perfección de una bomba mortífera en su último y más dramático libro de no ficción, Homage to Catalonia. Su novela de hechos ciertos tienen un sentido de urgencia, de necesidad, de claridad buscada que para mí tiene que ver con esa pasión por ser entendido. No se entiende su estilo sin la ética práctica a la que estaba atado.

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La Guerra Civil Española fue la caída final de la venda en los ojos de Orwell. Cuando estalló el conflicto, no dudó en alistarse. Henry Miller, quien lo recibió en París a su paso hacia Barcelona, lo describió como imbuido de un fervor casi religioso y una seguridad total en que la batalla es entre el bien y el mal. Aunque no compartía ni su análisis ni su entusiasmo, el americano hedonista le regaló un abrigo. Orwell le dijo que iba como cronista y reportero, pero Miller estaba seguro de que su amigo se disponía a tomar las armas.

En España, Orwell combatió con el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista, filo-trotskista) y vivió, tanto en Barcelona como en el frente, lo más parecido a su sueño de igualdad, de hermandad, de generosidad, la revolución que suprime la injusticia y la sociedad sin clases. Por supuesto –y esto lo han marcado bien los estudiosos catalanes de Orwell– su paraíso era una mezcla entre cambios reales y lo que él quería y soñaba ver.

Al volver herido a Barcelona desde el frente en Aragón, Orwell se encontró con que el POUM estaba prohibido, sus líderes asesinados, detenidos o buscados, y que su vida corría peligro. Los comunistas los acusaban de haber traicionado a la república pasando información a Franco. Se salvó por los pelos.  El libro lo enfrentó a sus antiguos camaradas, quienes no querían oír hablar de rencillas internas entre los republicanos.

Homenaje a Cataluña, para muchos el mejor libro de Orwell, es un tardío viaje de descubrimiento. En cierto sentido, las miserias e iniquidades que describe en Sin blanca en París y Londres y en El camino de Wigan Pier eran cosas que ya conocía o intuía. Le faltaban los detalles, el ‘cómo’, pero las penurias físicas y psíquicas y las contradicciones de los pobres que describe son parte de su experiencia pasada en Birmania y en Inglaterra, y son congruentes con sus ideas y su ideología.

Pero en España descubre dos cosas nuevas: el santo desorden de la Barcelona libertaria y la feroz represión dentro del bando republicano. Es un libro complejo; comienza feliz y termina desesperanzado. Todo parece fácil y posible al comienzo, y al final todo es mucho más complejo de lo que suponía. Y su proceso interno también está narrado con trazos más precisos, porque lo que le sucede no es siempre de entender y porque no es lo que se esperaba que le pasara. Ahí está ya el germen de la amarga fábula con animales Rebelión en la granja y en la cruel distopía futurista 1984.

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Con peligro para su vida y efectos letales para su salud, siguió hasta su temprana muerte a los 47 años describiendo sin cerrar los ojos lo que encontraba en el fondo cienagoso al que había bajado.

Si seguimos con detenimiento la carrera de Orwell, vemos que la observación y la descripción de lo real son a la vez caminos hacia la ficción última y formas de comunicar sus ideas y sus ideales.

En su proceso de escribir como quien respira, por necesidad, nos fue limpiando la mirada y el estilo. Leer a Orwell nos hace volver a la mesa de trabajo con la pluma limpia de sentimentalismos y palabrerías, y con una sensación más noble y ética de la profesión de escritor, de periodista, o simplemente de ciudadano de nuestro tiempo. 

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24 de junio de 2013
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