Rosa Moncayo
»La pasión tiene ante sí dos senderos, sendero de la derecha y sendero de la izquierda. El primero, conduce al paraíso. El segundo, al infierno. Nada ni nadie es responsable del camino que se elige (la elección es inocentemente culpable). Por el primer camino avanzan los elegidos. Es el camino áspero, encrespado, ascendiente de la virtud. Por el segundo camino descienden los reos, los delincuentes, los reprobados. No es camino sino atajo que baja por la pendiente hasta desembocar en el abismo. El primer camino conduce a la felicidad, a una felicidad duramente conquistada cada día a través de la vida en común, a través de la creación duradera de vínculos estables, a través de la organización de un universo fundacional de familia, tribu, municipio. El segundo camino conduce a la perdición. Andan por él los incendiarios, los saqueadores, los usurpadores, los intrusos, los ladrones, los criminales. Por donde caminan estos individuos no vuelve a crecer la hierba. Se trata de una doble estirpe pasional, la estirpe adamita prolongada por el justo y desventurado Abel y reconquistada por la sucesión de patriarcas elegidos. La estirpe cainita que esparce la semilla del mal por la faz de la tierra. No hay moral que permita juzgar una estirpe como jerárquicamente superior a la antagónica: desde el criterio, desde la pauta de la pasión —criterio y pauta que mide verdad por intensidad, poder, puissance— ambas estirpes son necesarias y en ambas aparecen, desaparecen y reaparecen figuras de alta temperatura pasional. El suelo de la estirpe elegida es la tierra prometida, el vergel, la casa pairal, la promesa de una fecunda descendencia, tan innumerable como las estrellas del cielo. La segunda estirpe padece insomnio: nace del incendio y del saqueo de ese sueño de felicidad.»
Tenía un punto de libro atrapado en este fragmento de Tratado de la pasión, escrito por Eugenio Trías. Ambas fuerzas —aunque opuestas en sus efectos— son necesarias y conviven en la historia humana. La pasión es el reverso necesario del sujeto. No hay un «yo» sin pasiones que lo atraviesen, lo cuestionen y hasta lo desborden. Ni siquiera como una emoción intensa, sino como una fuerza irracional, tan irracional que arrastra.
Me gusta pensar que los problemas que persigo, en realidad, son equilibristas sobreviviendo a una cuerda que tiembla. La tensión entre esos dos sectores sólo embellece a través de incendios morales. ¿Cómo puede asustarme tanto dejar un paisaje estéril a mi paso? De esa puissance —potencia o fuerza—, me da miedo el resultado, lo irreparable que pueda llegar a ser. Me apego a las cosas. Las sigo incluso cuando el tiempo y los cambios las transforman. No puedo soltarlas. No hay nada que me dé más miedo que cargar con el peso del arrepentimiento. Las veces que he soltado han sido en contra de mi voluntad; supongo que de ahí vendrá el insomnio perpetuo, esa manía de rodear el abismo.
¿Dónde encontrar la paciencia con nuestras propias faltas? Sufro de ensimismamientos. No pocas veces me llegan las palabras del mundo como quien se despierta de madrugada con una lucidez insoportable. ¿Serán pistas? Ojalá así sea. Ni siquiera vienen a mí para entenderlas, sino para esconderlas en la cabeza, maniatarlas, dejarlas ahí hasta que se pudran. Y entonces, un día cualquiera, sin aviso, vuelven solas. Repican como campanas. Vienen y van. Sin ir más lejos, últimamente me viene a la cabeza el título de un libro que me gustó mucho: Cada día es un árbol que cae, y lo repito varias veces. Cada día es una huella que construye o destruye.