
Rosa Moncayo
En general, aparte de las guerras e incongruencias celestiales, podría decirse que nunca pasa nada. Todo va bien. Se dice que algunos, los más afortunados, tenemos toda una vida por delante. Una. Es cierto, pero viejos o jóvenes, todos estamos empezando. La velocidad es una exigencia de los tiempos que vivimos. Frenesí, alquimia; prisa, premura. Siempre nos acechará una edad en la que el horizonte se obture como un empaste sobre la peor caries. Para la poesía, lo mismo: siempre se es un poeta que empieza a escribir. Asomo por aquí el recado de escribir con el que Alejandro V. Bellido inicia su libro de poemas La oculta esperanza:
Os dejo a cargo de estos niños.
Tratadlos bien, no seáis duros con ellos.
Son solo niños de papá
jugando a ser rebeldes
en el patio de esta hoja en blanco,
intentando -los pobres ilusos- transgredir los dictados del Tiempo.
Todos los que alguna vez empezamos a escribir fuimos desastrosamente infelices. Seguimos esperando la reforma profunda que todo lo cambie. La más rebelde, la más excéntrica. Siempre esperando, pobres ilusos. Demasiado viejos para el radicalismo. En La vida material, Marguerite Duras dice que lo que llena el tiempo verdaderamente es perderlo. El tiempo es un ejército capaz de hundir las islas británicas. Una constelación diminuta, imperceptible. «Esto es un lápiz rojo, pero pinta negro. Las apariencias engañan», dice el protagonista de Je t’aime, je t’aime (1968). Vivimos en el corazón de lo indisponible.