Pedro Ángel Palou
¿Será cierto, como diagnostican muchos autores y aún más miles de lectores que la literatura norteamericana sufre de una suerte de estandarización producto de los programas de escritura creativa de las universidades? ¿Es posible enseñar a escribir literatura en un aula universitaria y ofrecer un grado superior, una maestría, por tal saber? ¿No daña la profesionalización del oficio las obras mismas que se producen siguiendo ciertas fórmulas que ya están tan estereotipadas que aparecen en las películas de Hollywood: escribe de lo que sabes, muestra no digas, encuentra tu voz, tiene que haber un incidente incitador y un sinfín de etcéteras?
Un libro que ya hemos mencionado en estas postales, La era de los programas, de Mark McGurl (2011), intenta hacer sociología de este fenómeno de producción, que no de lectura necesariamente. Incluso el propio Frederic Jameson en su más reciente recopilación de artículos: Los antiguos y los postmodernos, sobre la historicidad de las formas (2015) le dedica un ensayo entero al tema. Lo que asombra a un lector foráneo es cómo la literatura norteamericana desde la posguerra, según documenta McGurl, ha promovido a sus escritores universitarios como los verdaderamente literarios mientras sostiene un mito –a la Hemingway- de que sus verdaderos artistas son self-made, camioneros de California, marineros mercantes, exboxeadores o solamente periodistas formados en la escuela de la calle. El hombre de acción versus el universitario (cuando Iowa o Stanford iniciaron sus programas de escritura creativa en 1936 y los años siguientes, hace más de 75 y han formado, junto con cientos de universidades a los escritores más importantes del mainstream literario).
Según McGurl la era de los programas produce un cierto minimalismo –que inauguró Hemingway pero siguió Carver, quien fue precisamente profesor en Iowa- buscando una exclusión de las formas retóricas tradicionales a favor de una expresión “auténtica” basada en esas premisas de las que ya hablamos, (autenticidad: escribe de lo que sabes, libertad: encuentra tu voz y tradición: muestra, no digas). Jameson, al glosar el libro piensa en la ausencia de Faulkner como el locus de un maximalismo contrario a la forma preponderante de la literatura norteamericana de la posguerra y su narrativa excesivamente autoreflexiva, concentrada en el yo, profundamente arraigada –como forma- al individualismo de la sociedad en la que estos escritores están insertos. De facto, McGurl piensa que esas banderas creativas han producido cierta singularidad, un tecnomodernismo (de las grandes ciudades), un pluralismo de “alta cultura” (ligado a la Costa Este), y un modernismo que llama de “clase media baja” (ligado a ciertas narrativas del sur del país).
Jameson, que siempre lee muy bien, piensa que el problema del esquema tripartita –Hegeliano- de McGurl no basta y que termina produciendo un binarismo: maximalismo (Faulkner, o más recientemente Infinite Jest o todo Franzen) o minimalismo (Barth, Carver y ahora Linda Davis o Laurie Moore). Pero lo que más interesante me parece es la frase conclusiva de Jameson: solo un gran maximalista puede ser un miniaturista, el minimalismo no tiene lugar para el perfeccionismo obsesivo del maniaturista.
¿Y si la tríada es lo que falla y necesitamos, como piensa Jameson, un cuarto término? Este estaría localizado curiosamente en la poesía. ¿En qué poesía? En la proletaria, en sí misma un contrasentido –una metástasis- del sistema literario norteamericano. El Pulitzer 2015 fue para Gregory Pardlo con su Digest. Una lectura racial, desde los márgenes. Una poesía visceral que en el ensayo también empieza a florecer. Pienso por supuesto en Ta-Nehisi Coates y su diatriba –escrita en forma de carta a su hijo afroamericano, como él, sobre el no lugar que tienen en Estados Unidos, pidiéndole que no guarde esperanza alguna de pertenecer-, Entre el mundo y yo que por un lado ha ganado ya varios premios y por el otro ha sido criticada por los opinionólogos del New York Times, como lacrimógena. Este país aún no esta listo para hablar de racismo de manera abierta. Esas grietas de un sistema literario tan aparentemente bien trabado y que la era de los programas de escritura creativa no hace sino exacerbar es también muestra de un país que se vende homogéneo y no sabe cómo incluir a quienes solo pueden aspirar a estar en los márgenes. Cuando Marlon James ganó el Booker declaró sin ambages que para un afroamericano el problema de publicar consistía en ir a rogarle a editores y editoras blancas para quienes lo que ellos escriben les parece parte solo del "color local". James puso el dedo en la llaga y nosotros continuaremos en otra postal este tema inagotable.