Ficha técnica
Título: Una noche con Claire | Autor: Gaito Gazdánov | Prólogo: Patricio Pron | Traducción: María García Barris | Editorial: Nevsky | Género: Novela | ISBN: 978-84-938246-3-1 | Páginas: 240 | PVP: 19,00 € | Publicación: Marzo de 2011
Una noche con Claire
Gaito Gazdánov
Tras perderla durante diez años de guerra y revolución, Kolia se reencuentra en París con su amor de juventud, la misteriosa Claire. Durante una noche sus recuerdos le trasladan a la pureza de sus años de juventud, alterados por los acontecimientos históricos de la Rusia que ha conocido, que lo han separado de su amada. En Una noche con Claire (1929), el ejercicio de memoria revela una Rusia desaparecida.
PÁGINAS DEL LIBRO
CLAIRE ESTABA ENFERMA; la velaba noches enteras y, al marchar de su casa, cada vez, invariablemente, perdía el último metro y entonces recorría a pie el trayecto de la calle Raynouard hasta la plaza Saint Michel, que estaba cerca de donde yo vivía. Pasaba por delante de las caballerizas de la École Militaire; desde su interior llegaba el sonido de las cadenas a las que estaban atados los caballos, y el denso olor de los equinos, tan poco habitual en París; luego a grandes pasos recorría la larga y estrecha calle Babylone, donde, al final de la cual, en el escaparate de un fotógrafo, bajo la precaria luz de las lejanas farolas, me observaba el rostro de un escritor famoso, compuesto enteramente de planos inclinados; los ojos omniscientes detrás de unas gafas de carey europeas me acompañaban media manzana, hasta que cruzaba la franja negra brillante del boulevard Raspail. Por fin llegaba a mi hotel. Unas viejecillas atareadas vestidas con andrajos me adelantaban moviendo sus débiles piernas; sobre el Sena brillaba un sinnúmero de luces que se hundían en la oscuridad, y cuando las contemplaba desde el puente, empezaba a tener la sensación de estar en un puerto y de que el mar estaba cubierto de barcos extranjeros con las luces encendidas. Echando una última mirada al Sena, subía a mi habitación y me acostaba para inmediatamente sumergirme en una oscuridad profunda; en ella se agitaban unos cuerpos temblorosos, a veces no conseguían materializarse en las formas a las que mis ojos estaban acostumbradas y ahí mismo se desvanecían, sin llegar a concretarse; y yo en sueños me lamentaba de su desaparición, me compadecía de su imaginaria e incomprensible pena y vivía y me adormecía en ese inexplicable estado que nunca viviría en la realidad. Esto debería haberme afligido; pero por las mañanas me olvidaba de lo que había soñado, y el último recuerdo del día anterior era el recuerdo de haber perdido una vez más el metro. Por la noche, regresaba a casa de Claire. Su marido había partido para Ceilán unos meses atrás, estábamos ella y yo a solas; y únicamente la sirvienta, que nos traía té y pastas en una bandeja de madera con la imagen de un chino delgado, dibujado con unas finas líneas, una mujer de unos cuarenta y cinco años que usaba anteojos y no parecía una sirvienta en absoluto, y una vez más estaba abstraída en sus cosas -siempre olvidaba algo, o bien las pinzas para el azúcar, o el azucarero, o un plato o bien una cucharilla-, sólo la sirvienta interrumpía nuestra mutua compañía para entrar a preguntar si madame necesitaba alguna cosa más.