Ficha técnica
Título: Un día es un día | Autor: Margaret Atwood | Editorial: Lumen | ISBN: 9788426421531 | Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas: 344 | Precio: 19,90 euros
Un día es un día
Margaret Atwood
Los doce relatos que conforman Un día es un día siguen a distintas mujeres en el devenir de los años, empezando por la infancia, siguiendo con la madurez, para llegar finalmente a una vejez trufada de sabiduría y humor.
Sus protagonistas se llaman a veces Betty, otras Ronette o Sally, y no podrían ser más distintas la una de la otra, pero ahí están, hablando de sí mismas y de su relación con los hombres como si fueran un cuerpo compacto, que desfila algo atolondrado por los primeros sinsabores de la adolescencia y luego camina vacilando por los años del matrimonio, de la maternidad y del divorcio. Luego, cuando nos parezca que casi todo está dicho, vamos a toparnos con la mirada irónica de unas espléndidas señoras de cabello blanco, que saben muy bien cuánto han perdido, aunque ya poco les importe porque… un día es un día, y lo que antes nos pareció capricho o locura, ahora, después de tantos años, solo merece una sonrisa piadosa.
Abren y cierran este recorrido dos relatos autobiográficos que hablan de los padres de Margaret Atwood y son un regalo para la inteligencia y la emoción del lector.
«Todos tenemos guardadas distintas versiones de nuestras vidas, aunque nos las contemos solo a nosotros mismos. Y las corregimos a medida que avanzamos.»
Momentos significativos
de la vida de mi madre
Cuando mi madre era muy pequeña, alguien le regaló por Pascua una cesta de polluelos. Todos murieron.
«No sabía que no podía sacarlos —dice mi madre—. Pobres animalitos. Los puse en fi la sobre una tabla, con las patitas tiesas como palos, y lloré por ellos. Los quería a muerte.»
Es posible que mi madre mencione esta historia para ilustrar su propia estupidez, y también su sentimentalismo. Debemos entender que ahora no haría nada semejante.
Es posible que se trate de un comentario sobre la naturaleza del amor, aunque, conociendo a mi madre, es improbable.
El padre de mi madre era médico rural. Antes de la aparición de los automóviles, recorría su territorio en una calesa tirada por caballos, y antes de la aparición de las quitanieves, iba en un trineo tirado por caballos, entre ventiscas y tormentas y en mitad de la noche, para llegar a casas iluminadas con lámparas de aceite, donde el agua hervía en la cocina de leña y había sábanas de franela calentándose en el escurreplatos, para ayudar a traer al mundo a niños que luego recibirían su nombre. Tenía el consultorio en casa, y mi madre, de niña, veía a los pacientes llegar a la puerta de la consulta, a la que se accedía por el porche delantero, aferrados a partes de su cuerpo —dedos de las manos o los pies, orejas, narices— que se habían cortado por accidente, presionando esas partes seccionadas contra muñones en carne viva como si pudieran soldarse como masa de pan, con la esperanza generalmente vana de que mi abuelo fuera capaz de cosérselas, de sanar las mutilaciones producidas por hachas, sierras, cuchillos y el destino.